19 - septiembre - 2024

Historias de Jazz: el viejo sonido del Mississippi.

Santiago de Chile, 12 de Febrero 2011. (Radio del Mar). Cuando B B King visitó en una audiencia privada a Juan Pablo II le regaló una de sus guitarras y dicen que el papa lo despidió tocando los acordes de “The Thrill Is Gone”. Pero es posible que esto lo haya inventado el diablo. Ted Gioia revisó muchas leyendas vinculadas a los orígenes del blues y escribió un inteligente libro sobre su prodigiosa difusión, desde los confines rurales más atrasados de Estados Unidos hasta su definitiva conquista de la música contemporánea.

 Una parte considerable de la juventud que se agita en los recitales de rock y de los veteranos que acuden al llamado de sus viejos ídolos, ignora o ha olvidado que el movimiento acompasado de sus pies proviene de un ritmo nacido en el campo. Con mayor precisión, de unas tierras desforestadas para producir algodón, y de los campesinos y vagabundos negros que la esclavitud quiso reunir alrededor del delta del Mississippi. Se explica, en parte, que si uno de aquellos hombres podía tocar música con un alambre tensado entre dos clavos de un palo de escoba, unido a una caja de cigarros o una lata de galletas (“el arco de diddley”), con una guitarra en las manos podía hacer bailar al planeta. Pero a inicios del siglo xx era menos previsible que el blues se abriese camino con un sentimiento melancólico y tortuoso, expresado con un sonido áspero, pulsos alterados sobre doce compases, escalas ambiguas y raras inflexiones de la voz. Una frase repetida y la tercera rimada incorporaron el coro a la interpretación individual para dar una canción al pony, otra al gallo, al perro amarillo (el ferrocarril del sur), a los problemas con la justicia, el amor o el destino. Y en Mississippi se hubiera quedado el blues, si en la década de 1920 no hubiesen llegado exploradores de las nacientes compañías discográficas decididos a recorrer los campos, caseríos y prisiones, interesados en la música por la irrenunciable avidez de ganar dinero con ella. Grabaron a los intérpretes en duras placas de goma laca que a 78 revoluciones permitían escuchar temas de unos pocos minutos y pagaron 20 dólares la canción. Vendieron cientos de miles de copias.

Antes de que el mundo se asombrara, aquellos negros se llevaron un gran susto. Uno creyó que venían a cobrarles una deuda de sangre, otro, una bronca en un garito, o que el fbi había descubierto su destilación clandestina de alcohol. Todos vivían en ranchos desvencijados, trabajaban en el campo, pagaban un delito en prisión o vagaban por los pueblos ganándose la vida como músicos callejeros.

Un puñado de destinos puede ilustrarlo: Bessi Smith nació en Chattanooga (Tennessee) en abril de 1894; antes de cumplir 10 años ya habían muerto sus padres, aprendió a cantar en las calles y se ganó la vida en las carreteras hasta que la Columbia Records le grabó “Downhearted Blues” (Blues desmoralizado) en 1923. En seis meses vendió 780 mil copias. El éxito de sus discos reveló que las canciones de los negros podían convertirse en oro y nuevos cazadores de talentos llegaron al sur. La Paramount logró un éxito de ventas en 1926 con las grabaciones de un ciego que vagaba solitario por bosques y caminos, respondía al nombre de Blind Lemon Jefferson, y tenía una forma despojada de emitir la voz. Lo llevaron a grabar a Chicago y vendieron discos por números de seis cifras, pero el ciego murió cuatro años después y las compañías encargaron a los comerciantes locales rastrear talentos.

El más célebre de los primeros fue Henry Speir, un tendero de Jackson que descubrió a importantes guitarristas. Un día recibió una carta de Charley Patton pidiéndole que le hiciera una prueba de grabación. La carta provenía de la plantación de Dockery, un terrateniente metodista que había disecado sus tierras para cultivarlas, albergaba a 400 familias y prohibía a los negros cantar blues en su finca. Patton era mitad negro, mitad indio, ocioso, arrogante, y además de una voz poderosa tenía un dominio de la guitarra que le permitía tocarla sobre su espalda, hacerla girar sobre su eje y chasquear los dedos en las cuerdas. Un disparo en la pierna lo había dejado cojo, tenía una fea cicatriz en la frente y le faltaban varios dientes. Le gustaba provocar a los blancos, capturaba a su auditorio con chistes de grueso calibre y si usaba la guitarra como instrumento rítmico, al modo del delta, las cuerdas o su voz completaban las frases que vibraban en el aire. Cuando Speir fue a buscarlo a la plantación de Dockery creyeron que un sheriff venía a llevárselo. La Paramount le pagó un pasaje en tren a Richmond (Indiana) y el 14 de junio de 1929, a lo largo de un día, Patton grabó 14 discos que se convirtieron en clásicos. El más célebre fue “Pony Blues” (“Engancha mi pony al carro, nena, ensilla mi yegua negra./ Engancha mi pony al carro, nena, ensilla mi yegua negra./ Voy a encontrar un jinete en algún lugar del mundo…”). Muchos temas de Patton tenían referencias sexuales que le sumaron popularidad y fundaron un énfasis que posteriores músicos llevaron a la exaltación. Murió joven, poco después de grabar cuatro discos con un amigo del camino, un predicador fracasado, condenado por asesinato y bebedor vagabundo que acababa de salir de la prisión de Parchman, llamado Son House.

House provenía de una familia de músicos pero su vocación religiosa le hizo detestar el blues en su juventud. Se convirtió al pecado cuando oyó a Willie Wilson tocar la guitarra con un cuello de botella y arrancarle un sonido perturbador. Se compró “una especie de vieja guitarra” por un dólar y medio, Wilson lo ayudó a reparar las maderas rotas de la caja con cinta adhesiva, le puso la cuerda que le faltaba, y durante varios años llevó una vida de músico, angustiado por su conciencia religiosa. Fueron varios los compositores del delta que vacilaron entre Dios y el blues. Robert Wilkins grabó discos con distintas compañías, entre ellos “Rolling Stone” (Sin raíces), antes de abandonar el blues y hacerse sacerdote de la Iglesia de Dios en Cristo. Es que las iglesias y el diablo se disputaban los consuelos en Mississippi. El tema del cruce de solitarios caminos rurales, que asoma en muchas canciones, estaba impregnado de la encrucijada donde el vagabundo debía elegir entre la música, el alcohol y el sexo, o buscar a Dios.

No fue la salvación el camino elegido por Robert Johnson. Un día regresó del campo diciendo que tocaba la guitarra en un cruce de caminos, poco antes de las 12 de la noche, cuando llegó un gran hombre negro, tomó su guitarra, la afinó, tocó un tema y se la devolvió. Y desde entonces pudo tocar lo que quisiera. Dio pruebas de su pacto con el diablo, porque hasta entonces el público pedía a Son House que le quitara al chiquilín su guitarra de las manos. Los aturdía durante los intervalos. Pero Robert se había convertido en un virtuoso. Ninguno de los cantantes tradicionales de blues vendió más discos. Afirma Gioia que sacó al blues del folk y le dio un formato similar al pop. La mayoría de sus canciones estaban destinadas a seducir mujeres concretas, llevó una vida vagabunda con ocho nombres distintos para eludir sus cuentas pendientes en las ciudades y murió a manos de un marido celoso. Los investigadores encontraron testigos que lo conocieron, pero dieron tantos datos contradictorios que Johnson cobró una dimensión fantasmal. En 2006 un coleccionista puso a la venta una guitarra que podría haberle pertenecido en la suma de 6 millones de dólares.

CASTILLOS DE NAIPES. El libro de Gioia cuenta los destinos y aportes de muchos viejos bluesmen del delta del Mississippi. Skip James, Tommy Johnson, Buka White, Willie Brown, Sonny Boy Williamson, John Lee Hooker, Muddy Waters, Howlin’ Wolf, John Hurt, Big Boy Crudup, Fred Mc Dowell, casi todos hicieron grabaciones en las décadas del 20 y el 30 y vieron detenidas sus carreras por los efectos de la crisis del 29, que derrumbó las ventas de las compañías discográficas. Cuando la industria les daba una oportunidad, se caía como un castillo de naipes. Varios volvieron a la dura vida de las plantaciones y los pueblos aislados, otros probaron suerte más al norte, y en la costa oeste, acompañando un flujo migratorio que resultaría decisivo a mediados de 1940, cuando las grandes trilladoras llegaron a los campos y dejaron sin trabajo a los jornaleros. Las poblaciones del sur se desplazaron a la capital de la industria automotriz, Detroit, y también a Chicago, que durante los años cincuenta se convertiría en el nuevo escenario del blues, esta vez eléctrico, interpretado por solistas que se hacían acompañar por una batería, un bajo y una armónica (el saxo del blues).

En Chicago los viejos sonidos del Mississippi se acercaron al rock. “El blues tuvo un hijo, y lo llamaron rock and roll”, cantó Muddy Waters en uno de sus temas, cuando comprendió que debía compartir la escena con una juventud que después de la guerra impulsaba cambios decisivos en Estados Unidos. Big Boy Crudup, un bluesman que, literalmente, salió de una caja de cartón junto a las vías del metro para ganarse la vida tocando en las calles de Chicago, llevó los ritmos medios del blues a las fronteras de un sonido que tomaría Elvis Presley, quien grabó varios temas de Crudup. John Lee Hooker, Howlin’ Wolf, Muddy Waters y B B King hallaron en el sonido eléctrico un nuevo escalón para difundir el blues, ya no sólo dentro del país, también en Europa. Acercaban un sonido cargado de energía, densidad, desenfado, exaltación sexual y espectacularidad, bajo las señas de una autenticidad que para las juventudes se había convertido en valor. Todos ellos saltaron de los tractores del campo a los empleos en las fábricas, y de las fábricas a los escenarios y estudios de grabación. Pero en los años cincuenta su situación era tan insegura que, para aprovechar la oportunidad, Muddy Waters hizo grabaciones clandestinas para varios sellos con distintos nombres, de modo que sus discos competían con sus propios discos.

La genealogía del blues arrastra desde sus orígenes una cuota de azar y otra de picardía, imprevisibilidad y astucia, las trampas del marginal que lucha por sobrevivir y el libre juego del talento. Eso lo volvió anodino para una industria discográfica que tampoco jugaba limpio. El delegado de la Biblioteca del Congreso Alan Lomax recorrió muchos miles de quilómetros por Mississippi haciendo grabaciones que de otro modo se hubiesen perdido, pero registraba los derechos de las canciones a su nombre y cobraba dividendos. Lo mismo hicieron otros productores e incluso músicos y bandas de rock que versionaron viejos temas del blues, unas veces reconocieron los derechos originales y otras veces se los adjudicaron. La historia del blues avanzó por motivos espurios y equívocos.

Bob Dylan, Eric Clapton y Jimmi Hendrix jugaron un papel importante en la difusión del blues tradicional entre los jóvenes en los años sesenta, pero ninguna banda de rock estuvo más atenta a lo que ocurría en el sur de Estados Unidos que los Rolling Stones. Cuando Keith Richards se encontró con su amigo de la infancia, Mick Jagger, en 1961, durante un viaje en tren, Mick llevaba un disco de Muddy Waters y lo escucharon durante todo el día. Se inspiraron en una canción de Waters, “I Can’t Be Satisfied” (Nada me satisface) para crear su mayor éxito, “I Can’t Get No”, y grabaron muchos temas que el bajista Willie Dixon compuso para Waters, luego convertidos en himnos del rock. Asistieron encandilados a los recitales de Waters en Londres, en 1958, y cuando viajaron a Estados Unidos en el 64 intentaron grabar en los estudios de los hermanos Chess, que habían lanzado a Waters, pero fueron subestimados. Guiados por la misma admiración hasta Chicago, los Beatles no tuvieron mejor suerte. Los Rolling conocían los antiguos temas del sacerdote Robert Wilkins y grabaron sus canciones, también las de Fred Mc Dowell y de muchos otros bluesmen del Mississippi; tocaron con John Lee Hooker, a quien reconocieron como responsable de su evolución sonora, con Howlin’ Wolf y B B King en muchos escenarios.

Muchas bandas de rock –Led Zeppelin, Jim Morrison y los Doors, Rod Stewart, Tom Waits, Jeff Beck, entre otros– incluyeron en sus repertorios las viejas canciones, y una nueva oleada de investigadores regresaron al sur en busca de testigos y sobrevivientes. Hallaron a Ishmon Bracey en Jackson, convertido en reverendo, pero se negó a regresar a la escena del blues. Pocos meses después encontraron a John Mississippi Hurt en el perdido pueblo de Avalon, también a Buka White, a quien Alan Lemox había grabado en la prisión de Parchman en 1940, a Son House, y a Skip James. Todos superaban los 60 años y apenas podían creer que el mundo volviese a buscarlos por segunda vez. Los jóvenes de las universidades y festivales de rock se enamoraron de estos viejos bluesmen que subían al escenario con sus guitarras acústicas y hacían maravillas. Algunos mostraban signos de un deterioro físico que desaparecía durante las interpretaciones, y si apenas comprendían el fervor de los jóvenes, aceptaron el tardío reconocimiento como otra forma de la fatalidad. Son House no se convirtió en predicador, pero antes de tocar su guitarra en un escenario advertía a los muchachos que debían escuchar su música bajo su propia responsabilidad, y asumir los riesgos. Murió alcoholizado sobre la nieve.

El furor duró unos pocos años y los viejos se fueron a la tumba mientras Hooker, Waters y B B King llevaban al blues más lejos de lo que habían soñado nunca.

CODA. Junto al minucioso relato de la evolución del blues, Ted Gioia traza la historia de los investigadores que sumaron sus esfuerzos en distintas oleadas, y de los grandes y pequeños sellos discográficos que jugaron un papel relevante. Es un complejo y apasionante mosaico de ambiciones académicas y comerciales, no exento de aventuras, mezquindades y paradojas. Reúne Gioia las condiciones del músico y del crítico, tiene una mirada antropológica, y por sobre todas las cosas, su libro está muy bien escrito.

Las grabaciones originales están en Internet y si el lector de Gioia decidiera bajarlas podría quedarse para siempre con la poética y sensual melodía de Tommy Johnson, las potentes voces de Patton y Buka White, el delgado lamento de Skip James y su extraordinario modo de hacer oír los silencios con el piano, al modo que Monk desarrollaría años después en el jazz; con el vigoroso Robert Johnson, o el fervor de Waters y B B King, entre muchos otros. Entonces el lector estaría en condiciones de creer que cuando los negros descubrieron la guitarra, inventaron el blues. 

Los comienzos

En la década de 1920 cinco compañías discográficas dominaron el mercado de la música negra: Brunswick, Gennett, Paramount, Victor y Columbia. Paramount dejó de fabricar muebles para dedicarse a los discos, y desde los inicios del siglo Victor distribuía “victrolas”, a las que sumó los fonógrafos Ortophonic.

Las rudimentarias grabaciones de los inicios no contaron con micrófonos sino con artesanales conos que dirigían el sonido, si el cantante no apartaba su cabeza de la boca del embudo. Como los discos de laca limitaban la grabación a unos pocos minutos, a menudo terminaban antes que la canción o registraban el atropello del músico por culminar a tiempo. Los micrófonos de Western Electric llegaron a mediados de la década, pero captaban el golpeteo rítmico de los pies del guitarrista sobre el suelo y no había manera de convencerlos de que dejaran de hacerlo. A Tommy Johnson debieron ponerle debajo un almohadón.

Desde el inicio, la política de las compañías fue editar la canción exitosa en la cara A y el material de segunda categoría en el lado B, pero a menudo se vieron forzados a editar dos grandes temas juntos, a falta de canciones de segundo orden. Durante unos años el invento de Edison, que sólo había pensado en un dictáfono, abrió un mercado inesperado en el mundo del entretenimiento que llegó a vender cientos de millones de discos, pero las consecuencias del crack del 29 se hicieron sentir y en 1932 las ventas se redujeron a 6 millones de unidades. La música negra vendía varios millones y en 1930 esa cifra disminuyó a menos de 100 mil discos.

En 1927 Columbia editaba 11 mil copias de cada nuevo disco de blues y góspel. En 1932 la cifra había caído a 400 copias y no se vendían todas. Además de la recesión, el mercado fue golpeado por la aparición de la radiofonía, y Ted Gioia suma como tercer factor el final de la ley seca en 1933, lo que supuso un fuerte impulso para los bares y clubes nocturnos, donde se programaba música que sonaba considerablemente mejor que en el fonógrafo.*****FIN*****

CARLOS MARIA DOMINGUEZ
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