Santiago de Chile, 25 de abril de 2011. (Radio del Mar)– Fue en uno de los primeros “Chile Poesía”, que organizó José María Memet en Santiago, cuando estábamos casi todos en la Plaza de la Constitución, y comenzó a escucharse el infernal sonido de un helicóptero, se apagaron las luces y quedamos solitarios frente a La Moneda. Entonces la terrorífica maquina fijo su rayo de luz en uno de los balcones del palacio, ese desde donde regularmente hablan los presidentes y que fue bombardeado en 1973. Y Justo cuando no salíamos del asombro y ya el sonido del motor y aspas nos comenzaban a molestar, aparece Gonzalo Rojas, con su voz universal, desde la histórica ventana republicana, y lee el poema “El Helicoptero”.
Fue justo en ese momento que desapareció toda la luz del mundo, la ciudad por un momento quedó oscura, pero no tenebrosa, y las palabras del poeta comenzaron poco a poco a impregnar el cemento de fin de siglo y se quedaron para siempre entre esos edificios fiscales mostrando la sangre de miles de desaparecidos, de decenas de personas lanzadas al mar por los militares, de gritos que por fin lograban tener donde agarrarse, de redención, de memoria y de la historia no contada.
Y como Gonzalo Rojas es de esas personas que solo están en nuestro mundo para invitarnos a la universalidad, poco a poco sus palabras alcanzaron un nivel superior al sonido, al conocimiento, llegaron al estado de ser relámpagos -esa palabra que al poeta tanto le gustaba-, y poco a poco, sobre la principal plaza del país, comenzó una lluvia de poemas en miles de estampitas para todas esas almas que estábamos ya embrujados por eso que solo los grandes saben hacer.
POEMA El helicóptero
Ahí anda de nuevo el helicóptero dándole vueltas y vueltas a la casa,
horas y horas, no para nunca el asedio,
ahí anda todavía entre las nubes el moscardón
con esa orden de lo alto
gira que gira olfateándonos
hasta la muerte.
Lo indaga todo desde arriba,
lo escruta todo hasta el polvo con sus antenas minuciosas,
apunta el nombre de cada uno,
el instante que entramos a la habitación,
los pasos en lo más oscuro del pensamiento,
tira la red, la recoge con los pescados aleteantes,
nos paraliza.
Máquina carnicera cuyos élitros nos persiguen hasta después que caemos,
máquina sucia, madre de los cuervos delatores,
no hay abismo comparable a esta patria hueca,
a este asco de cielo con este cóndor venenoso,
a este asco de aire apestado por el zumbido del miedo,
a este asco de vivir así en la trampa
de este tableteo de lata,
entre lo turbio del ruido y lo viscoso.