Por Diego Ghersi | Desde la Redacción de APM
slandia, 19 de abril de 2011. (APM)– Antes de 1980 Islandia era conocida por ser el país más pobre de Europa, pero todo comenzó a cambiar con la privatización de la pesca en 1980 y continuó con la de los bancos a principios del siglo XXI.
En efecto, el impacto de ambos cambios fue tal que transformó a la pedregosa isla en un paradigma neoliberal por excelencia. Se redujeron los impuestos a la riqueza; se privatizó la economía y todo cuanto se pudo. Tal fue el celo de aplicación de las recetas que el mismísimo Milton Friedman visitó Reykiavik y citó al país como ejemplo de futuro.
Islandia mutó a país rico. La renta por cabeza era de las más altas del mundo; el desempleo apenas tocaba el punto porcentual, las inversiones se orientaban a la energía geotérmica, a fábricas de aluminio y tecnología.
La privatización de la banca lanzó a los banqueros desregulados a conquistar mercados dentro y fuera del país. El furor llevó al vértigo especulativo y los bancos mostraban rentabilidades que multiplicaron por 12 el PBI mientras que las tasas de interés del 15 por ciento seducían a las clases medias de países como Inglaterra y Holanda.
Ese desarrollo repentino de la banca dejó al país inserto en una burbuja financiera donde la riqueza parecía generarse de la nada y los ciudadanos se volcaron al consumo desenfrenado; a la compra de inmuebles; de autos de lujo y de bienes suntuarios. Los islandeses parecían tener la mejor calidad de vida del mundo.
Cuando estalló la crisis de 2008 la tómbola islandesa se desmoronó sobre la sociedad isleña con el efecto de una explosión nuclear. Empezaba otra historia con algunos ribetes autóctonos que por lo pintoresco merecen ser contados.
Ante las secuelas locales de la caída mundial de la banca, el Primer Ministro conservador Geir Haarde optó por “estatizar la deuda” -nacionalizó los tres bancos principales Landsbanki; Kaupthing y Glitnir- para “salvarlos” de una quiebra que virtualmente representaba el 11 por ciento del PBI nacional.
Además de la quiebra de los tres bancos principales; la bolsa suspendió su actividad cuando los valores se hundieron más de un 70 por ciento. La corona islandesa se devaluó a menos de la mitad. El país estaba en la quiebra.
La deuda principal afectaba entidades de Inglaterra y Holanda que rápidamente habían procedido a rembolsar a sus ciudadanos con cuentas en los bancos de Islandia y, en concepto de devolución pasaron a Reykiavik una factura de 4000 millones de euros.
Como consecuencia -para poder saldar lo invertido por Londres y Ámsterdam- Islandia recurrió a préstamos del FMI (2,6 mil millones) y a los países nórdicos de quienes recibió otro tanto.
Frente a esta situación –archiconocida como “cuento del tío” por cualquier latinoamericano pero absolutamente increíble para el islandés promedio- el Primer Ministro Haarde decidió que la mejor manera de pagar la deuda era gravar los sueldos islandeses a 15 años con un interés del 5,5 por ciento, unos cien euros mensuales durante una década.
La disconformidad popular se hizo inevitable cuando se descubrieron contactos estrechos entre la cúpula política y los banqueros. Resultaba inaceptable que la sexta parte de los parlamentarios (10 sobre un total de 63) hubiesen recibido prestamos personales de 10 millones de euros por cabeza.
Si la pérdida de sus ahorros y el “ajuste” de sus sueldos no eran suficientes, la corrupción terminó de irritar al pueblo.
Y hasta eso fue novedoso porque los islandeses no sabían protestar -habían pasado más de seis décadas desde las manifestaciones anti-OTAN en 1949- y lo habían olvidado.
Así, las primeras manifestaciones no sumaban más de 20 personas que marchaban frente a las miradas curiosas del resto.
Con todo, no tardaron mucho los disconformes en descubrir que los huevos servían también como munición y que el Primer Ministro era un excelente blanco móvil.
Para el 22 de enero de 2009 unas 2 mil personas reunidas ante el Parlamento enfrentaron a la policía con huevos, pintura o zapatos.
La cuestión sorprendió a una policía desacostumbrada al arte de reprimir porque no había sido usada en 60 años ni había recibido cursos afines en Estados Unidos.
La cuestión –de no ser por la gravedad del motivo- casi se tornó un escenario de comedia en el que los “insurrectos” paulatinamente comenzaron a aplacar con flores a las fuerzas del orden.
Viéndose en el centro de la tormenta, los dirigentes políticos intentaron criminalizar a los “insurrectos”, pero rectificaron esa intención con el argumento de que no era momento para señalar culpables sino de buscar soluciones. Una investigación seria los hubiera señalado a ellos como los principales culpables.
Al ver amenazados sus reembolsos por la actitud popular vikinga los ingleses se indignaron y no dudaron en aplicar a Islandia la ley antiterrorista, congelando sus activos y ubicando a la isla en la selecta lista negra integrada por Corea del Norte, Al Qaeda y Sudán.
Para salir del problema, Geir Haarde probó justificar el pago de la deuda explicándola como un requisito para que el ingreso del país a la Unión Europea fuese rápidamente aprobado.
Como la idea no convencía fue forzado a llamar a un primer referéndum en el que el pueblo se negó a pagar por más unión continental que le ofrecieran a cambio.
Ya sin saber que hacer, y con 10 mil personas en protesta permanente frente al Parlamento -antecedente de Egipto- el Primer Ministro llamó a elecciones.
Tampoco eso sirvió. El gobierno, arrinconado, renunció en masa. Una socialdemócrata se hizo cargo del ejecutivo en coalición con “Los Verdes”, un colectivo de izquierdistas antieuropeos cuya legitimidad emanaba del hecho de que nunca habían ejercido el gobierno.
La revolución popular se había producido y en ella los artistas y los intelectuales de izquierda tomaron el timón: la imaginación tomaba el poder.
Con la idea de revisar los créditos contraídos por el gobierno saliente y la firme intención de ayudar a las familias en quiebra, apuntaron a reemplazar la constitución de 1944 -copia de la dinamarquesa- por otra que contemplara la democracia directa.
La nueva Primer Ministro, Jóhanna Sigurðardóttir, resultó ser una ex azafata de 67 años que fue confirmada en las elecciones de abril de 2009. Antes se había desempeñado como Ministra de Asuntos Sociales. Pero también resultó ser la primera mandataria asumida como lésbica del mundo.
Sigurðardóttir rápidamente legalizó el matrimonio entre personas del mismo sexo; y al promover la investigación del origen de la deuda externa convirtió a Islandia en el primer país europeo que lejos de premiar a sus banqueros decidió perseguirlos con interpol para llevarlos a la justicia.
Sigurðardóttir también impulsó la Iniciativa Moderna Mediática Islandesa, un novedoso proyecto para convertir al país en el paraíso informático de los servidores y portales de red que publiquen información secreta recibida de fuentes anónimas. Sin dudas un antecedente de peso en la lucha por la libertad de información.
Pero lo último de esta revolución inédita ocurrió el 9 de abril de 2011 cuando un referéndum popular rechazó por segunda vez el pago de la deuda externa.
El proyecto rechazado era una iniciativa del nuevo gobierno promovida por la presión de Inglaterra y de Holanda pero, más que nada, por la necesidad de no caerse del sistema económico internacional
El plesbicito arrojó la victoria del “no” con un 58,9 por ciento de los votos y reafirmó –con menos contundencia pero firme convicción- el resultado de la consulta celebrada en marzo de 2010 que había obtenido el 93 por ciento.
Una vez más y pese a que en la nueva iniciativa se alargó el plazo de devolución y se redujeron los intereses, los habitantes de Islandia rechazaron responder con sus patrimonios a los errores de los banqueros.
El acuerdo desestimado que contaba con el apoyo del gabinete socialista y de la oposición conservadora significaba pagar 4 mil millones de euros, una suma muy alta para el PBI islandés generado por un país de apenas 103.000 km2 y 320 mil habitantes y que concretamente representa una erogación de 5 mil euros por familia.
La propuesta también contemplaba escalonar los pagos hasta el 2046, con una tasa de 3 por ciento los 1.3 mil millones de euros adeudados a Holanda y con una tasa de 3,3 por ciento de los 2,6 mil millones de euros, adeudados a Inglaterra.
Ante el resultado, la Primer Ministro manifestó que “la peor opción fue elegida. El voto dividió al país en dos. Debemos hacer todo lo posible para evitar un caos político y económico después de este resultado.”
La voluntad popular ha sido interpretada como un rechazo fuerte a las exigencias del FMI, y a los líderes del gobierno de centro-izquierda de Islandia -partidario del pago- y, frente a esa situación, los gobiernos de Holanda e Inglaterra inmediatamente decidieron acudir a los tribunales internacionales.
En resumen, a partir de la crisis mundial de 2008 Islandia soportó la dimisión en bloque de todo un gobierno; la nacionalización de la banca; efectuó referéndums en los que el pueblo decide directamente sobre las cuestiones económicas trascendentales; optó por el juicio y castigo a los responsables de la crisis; encaró la reescritura de la constitución por los ciudadanos; legisló casamientos del mismo sexo y también abordó un proyecto de blindaje para la libertad de información y de expresión.
De cara a todo eso caben paralelismos y conclusiones.
Sin dudas, el caso islandés se asemeja a la explosión argentina de 2001; al “que se vayan todos”; a su “ley de medios” y a su default. Sin embargo, Argentina reconoció la necesidad de solucionar el problema implementando -con mucho dolor y esfuerzo- la forma de renegociar sus deudas y reubicarse en el contexto internacional.
En efecto, el caso islandés tiene un costado discutible: durante los años de descontrol y bonanza la ciudadanía, lejos de quejarse, usufructuó la ventaja, y si bien es meritoria la iniciativa de enjuiciar banqueros inescrupulosos queda la sensación de que faltó un ejercicio autocrítico que contemple la responsabilidad que le cabe al pueblo todo.
Haber delegado durante años por “democracia indirecta” la cosa pública en funcionarios irresponsables no libera posteriormente a los electores de pagar los platos rotos.
En ese sentido la democracia directa es un intento taxativo de “devolverle la política a la gente” y ese ejercicio implica asumir en el futuro las responsabilidades por las decisiones que emanen de ese mecanismo.
Pero el cambio de indirecto a directo no es una solución en sí misma y no habilita a la “amnesia” sobre la responsabilidad ante los compromisos previos.
A mayor o menor plazo es esperable que la nueva democracia islandesa renegocie su deuda porque no hacerlo significará un futuro de aislamiento internacional nada recomendable para un país que sólo posee sus recursos pesqueros como único bien de cambio. Argentina, en igual situación, contó con la ventaja de enormes recursos potenciales de los que Islandia carece.
Desde el punto de vista del más rancio conservadurismo neoliberal mundial, los islandeses son un ejemplo que desquicia al sistema financiero planetario por la posibilidad de que los pueblos de naciones como España; Grecia y Portugal caigan en la tentación de imitar a los isleños. He ahí una razón para que el caso islandés no ocupe las portadas de los grandes medios corporativos del mundo.
En ese sentido, un pueblo en las calles que exija democracia directa –ya se han dado en el contexto de las revueltas árabes- pondría en evidencia que el carácter dócil de los gobernantes transforma a las democracias indirectas en una siniestra farsa que se doblega ante las exigencias impuestas por la dictadura del capital internacional más concentrado.