Por Soledad Vallejos
Pagina 12
12 de junio de 2011
Cuando los cuencos con mate cocido pasen de mano en mano, Patricia Pinchuleo dirá: “Para poder solucionar esto, tenemos que entender qué está pasando”. Pero faltan horas.
Frente al Nahuel Huapi todavía es noche. Sopla un viento helado que sólo se detiene, de tanto en tanto, para tomar envión y aturdir un poco más a los arbustos de la orilla. En algunas horas, la machi Patricia explicará que no estaban allí antes del alba por capricho: “Cuanto más temprano, más energía positiva hay. En vez de a las 7, tendríamos que haber estado ahí a las 6. Y a eso sumale el viento, el frío, el lago: también son energías muy poderosas”. Si no se convocó una hora antes, fue por consideración a chicos y viejos. El cambio resultó, en todo caso, mínimo, porque sólo en esas condiciones podía hacerse la rogativa “para pedir que podamos entender qué está pasando con la montaña, con el lago, que tiene ese color y no el azul profundo de siempre. Qué es este desequilibrio” de la naturaleza que cambia el paisaje y pone en peligro los animales en el campo y, con ellos, a las personas que los necesitan para vivir. Pero ahora hay estrellas y recién empieza a clarear, con pereza, por el Este. Hacia allí Patricia y otras 40 personas, entre hombres, mujeres y niños, dirigen plegarias en mapuche hace más de una hora.
En los últimos siete días, es la segunda vez que sucede. Desde que comenzó a llover arena, mapuches de la ciudad, alrededores y la zona rural conocida como Línea Sur se citaron ya dos veces aquí para realizar una ceremonia tan extraordinaria como las circunstancias que los convocan. Patricia explicará que, tradicionalmente, las rogativas se convocan en tiempos acordados por las comunidades, “cuando lo necesitamos, cuando creemos que hay que reflexionar sobre algo, cuando pedimos la fortaleza de estar juntos para entender algo” en especial. Y hoy, aunque falten menos de quince días para el año nuevo mapuche, es uno de esos días en que las comunidades invocan al Pillán del Puyehue (un espíritu antiguo, benigno, residente en el volcán).
En un rato, Patricia recordará que “los volcanes estaban antes que nosotros y tenemos que aprender a convivir con esto que está pasando. Esto seguro va a dejar consecuencias, pero también demuestra que la naturaleza se expresa. Convivimos con ella y hay que respetarla”. Ahora, vestida de negro de pies a cabeza, y con el trarilonco (un cintillo negro del que cuelgan pequeños discos de plata) tintineando en su cabeza, sólo pronuncia palabras mapuches y dirige la ceremonia desde un segundo plano. Las casi 20 mujeres, los casi 20 hombres, los niños, habían bajado en fila, de noche, el caminito desde el Centro Mapuche. Sólo el rumor de la arena bajo los pies había guiado la marcha casi todo el tiempo, pero en los momentos críticos del recorrido nadie protestó por la luz salvadora de un celular despejando dudas sobre piedras y yuyales inesperados. Habían cruzado la ruta, dejado atrás la terminal de ómnibus, vadeado las vías del Tren Patagónico, que sólo podían adivinarse bajo centímetros de arena tupidísima. Habían bajado entre yuyales altos y adivinando, por la fluorescencia de la noche y el viento creciente, dónde el lago cedía ante las cenizas. Ahí se habían detenido: una fila de hombres, una fila de mujeres; niños y niñas entre ellos; dos niñas, al frente, como mediadoras y gestoras de las ofrendas de yerba mate, ramas de maitén, muzay (una bebida fermentada a partir de maíz blanco). A medida que la noche se retiraba y la luz crecía, hombres y mujeres se turnaban para orar como en murmullo, o acompañar cantando; sin embargo, sólo algunos de ellos hacían sonar trutrucas, esos instrumentos de viento circulares de sonido melancólico; sólo Patricia marcaba el paso con el cultrún. Así llegaron el amanecer y los primeros rayos del sol. Ya compartidas, se entregaron las ofrendas al lago.
Media hora después, en la casa del Centro Mapuche, a metros de la inmensa antena de Radio Nacional, mientras las tazas de mate cocido dulzón se comparten como si de mate se tratara, un muchacho de otra comunidad, llegado para la rogativa, compartirá su preocupación. “Antes de que reventara el volcán, sabíamos que algo así iba a pasar. Y sabemos que alguna gente nuestra cree que no termina acá.” Algunos asentirán; otros añadirán que fue buena señal ver que amanecía despejado, aunque hubiera “olas de ceniza en el lago”. Es “todo lo que la gente vio”, también “por lo que pasó con la caída de cenizas, los truenos”, acota una mujer. “Fue muy fuerte: retumbaron los vidrios”, recuerda alguien más. Por eso se autoconvocaron por segunda vez, de boca en boca, pero también aprovechando los “servicios sociales de Radio Nacional”, esos espacios que la emisora destina a necesidades de la comunidad y “son útiles porque esa radio se escucha en los parajes, donde por ahí no hay teléfono, no pudo llegar alguien”.
La machi Patricia dice que “hay muchas explicaciones” para la ceniza, el color del lago, la nube gris que amenaza desde el oeste. “Y también se dice que esto, en dos, tres años, es bueno para la tierra. Pero la emergencia para la gente más castigada es hoy: para nuestra gente del campo, o la gente que se vino a la ciudad, y vive en los barrios del Alto.” Pero “somos gente mapuche, y muchos también lafquenche, gente del lago. Hoy ves el Nahuel Huapi y te preguntás qué es ese color, cómo absorbió toda la arena que cayó… Por eso, como mapuches, sentimos que ante esto tenemos que juntarnos a hacer ceremonia”. Mientras la ceniza sea omnipresente, será así.