Por: Lorena Fries Monleón
Directora Instituto Nacional de Derechos Humanos
Este año ha estado marcado por la emergencia definitiva de un nuevo actor político ineludible e insustituible: la ciudadanía activa y movilizada en defensa de sus derechos y reivindicaciones. Nadie que adhiera a los valores democráticos puede dejar de mirar con simpatía y adhesión el hecho de que algunos de los vacíos y debilidades evidentes de nuestro sistema político, especialmente a la hora de representar fielmente los intereses de los ciudadanos, sea llenado directamente y ruidosamente por ellos mismos.
Si bien se ha tratado de manifestaciones caracterizadas por su masividad y, muchas veces, por la creatividad e ingenio de organizadores y convocantes, no han estado exentas de incidentes violentos que tienen lugar, frecuentemente, al final de las movilizaciones y que se apartan de los modos y el contexto en que ellas se desarrollan.
Lo anterior ha dado pie para que surjan visiones y opiniones que, poniendo los incidentes en magnitudes desproporcionadas, pretenden descalificar y criminalizar la protesta ciudadana, haciéndola aparecer como contradictoria con el interés de la mayoría y proponiendo sanciones y regulaciones mayores que las actualmente existentes en la materia.
Es imperativo, entonces, abordar este asunto desde una perspectiva de democratización de nuestra sociedad y de ejercicio de derechos ciudadanos universalmente reconocidos, de manera que se adopten las medidas necesarias no para reprimir o deslegitimar sino para que los chilenos incorporemos el ejercicio de manifestarnos como un hábito necesario y positivo para nuestra convivencia política.
Una primera aproximación debiera estar dada por el diálogo entre sociedad civil convocante y autoridad política y policial de la ciudad, de manera de arbitrar medidas para que los ciudadanos puedan manifestarse en paz y las fuerzas policiales cumplan efectivamente un rol de protección y garante de tal derecho a través de métodos transparentes que destierren prácticas como la infiltración y la provocación, según han dado cuenta recientes reportajes.
También debiera procederse a un análisis crítico de las regulaciones actualmente vigentes en la materia. Sin perjuicio de los cuestionamientos a los que es susceptible por su contradicción con los estándares internacionales y su discutible constitucionalidad, no parece apropiado que, casi treinta años después, sea un decreto (1086) promulgado por la dictadura con ocasión de las protestas nacionales la norma que orienta el actuar de las fuerzas policiales en caso de manifestaciones ciudadanas.
El país vive una fase política y cultural que debe ser comprendida con miradas actuales y democráticas. No es admisible que las normas y métodos con que se encara la manifestación ciudadana sea la misma que en dictadura como tampoco lo es que la ciudad no sea hoy más tolerante que ayer a la reunión de quienes la habitan.