Santiago de Chile, 17 de Agosto 2011. (Radio del Mar. Fuente: Agencias). La crisis siria alcanzó estos días un nuevo máximo de violencia. El Gobierno había anunciado que reprimiría por todos los medios las protestas populares, pero cientos de miles de personas salieron a la calle en todo el país para exigir el fin de la dictadura. La policía y los matones del régimen dispararon sobre las multitudes desarmadas y dejaron tras sí al menos 30 cadáveres, aunque algunas fuentes estimaban que la cifra real de víctimas asciende a 88. El presidente Bachar el Asad demostró que estaba dispuesto a ahogar en sangre la revuelta. Y que la opción de un vuelco político relativamente incruento, como en Túnez o Egipto, no era concebible en Siria.
Los gritos contra Bachar el Asad y contra el partido Baaz se escucharon en las principales ciudades, incluida Damasco. El régimen había mantenido hasta el momento la capital bajo control y había evitado que se formaran concentraciones de ciudadanos, pero tuvo que dispersar con gases lacrimógenos una marcha de varios cientos de personas. Para impedir que la protesta llegara a las puertas del palacio presidencial se establecieron controles en los accesos a Damasco y en las arterias urbanas.
La jornada fue mucho más cruenta en otros lugares. En Duma, un suburbio de la capital, la calle perteneció a los manifestantes hasta que las fuerzas de seguridad dispararon contra ellos con fusiles ametralladores. Situaciones similares se vivieron en Homs, en huelga general y con más de 20 muertos esta semana; en Hama, donde Hafez el Asad, padre del actual presidente, mató entre 10.000 y 20.000 personas en 1982 para aplastar una sublevación islamista; en Deraa, la ciudad fronteriza con Jordania donde nació la revuelta a mediados de marzo; en las ciudades costeras de Latakia y Banias; e incluso en el remoto extremo nororiental del país, feudo de la minoría kurda.
Con la revuelta popular extendida a la práctica totalidad del país, el presidente Bachar el Asad parecía haber agotado los recursos de un doble juego que no había funcionado: conceder con una mano y reprimir con la otra. El Asad no podía ceder más sin acabar con el régimen heredado de su padre y con su propio poder. Solo le quedaba la opción de la violencia.
Ante las múltiples convocatorias de protestas para una jornada que la oposición denominó Viernes Santo, como la festividad cristiana, Bachar el Asad hizo el jueves un último intento para calmar el furor popular con la supresión por vía de urgencia del estado de excepción, vigente desde 1963. El presidente prefirió no esperar al trámite parlamentario, que habría alargado los plazos varias semanas, y firmó un decreto que abolió, al menos en teoría, los poderes excepcionales del Estado y los tribunales políticos.
El gesto presidencial habría tenido un impacto notable un mes atrás. Ya no. Los más de 200 muertos en un mes, los miles de detenidos y torturados, la brutalidad de la represión, habían convencido a la oposición de que no había marcha atrás. Las concesiones no se interpretaron como un esfuerzo por reformar el régimen y aligerar el peso de la dictadura, sino como una señal de pánico.
En el mismo momento en que El Asad ofrecía la zanahoria del fin del estado de excepción, mostraba con la otra mano el palo: el Ejército y la policía tomaron Homs, la tercera ciudad del país, convertida en una población cerrada desde que una semana atrás se desplazó hacia ella el epicentro de la revuelta. Al menos 12 personas murieron entre el sábado y el domingo y otras 21 el lunes y el martes, según testigos locales citados por Reuters. Junto a las fuerzas de seguridad se desplegaron en Homs las temidas bandas de los shabiha, pistoleros al servicio del régimen.
La oposición atribuye a los shabiha las matanzas que, según el Gobierno, cometen misteriosas bandas armadas de extremistas islámicos. Los manifestantes interpretan que el Gobierno utiliza a los shabiha para crear un caos que justifique la represión a sangre y fuego y para asustar a los ciudadanos que desean reformas, pero no una guerra civil. Los shabiha, que apostan francotiradores en las azoteas, son los primeros en disparar contra la multitud. Después de ellos intervienen militares y policías, que siguen disparando contra la multitud con la excusa de que alguien dispara desde las azoteas.
Las cúpulas del Ejército y la policía parecen completamente fieles al presidente Bachar el Asad. Pero es imposible hacerse una idea de hasta qué punto el presidente puede contar con los soldados y los agentes. Circulan informaciones no confirmables sobre soldados y policías ejecutados por sus superiores por negarse a disparar contra la gente. La situación global sigue siendo confusa y parcialmente desconocida, por la ausencia de prensa extranjera y la severa censura sobre la prensa local.
El uso de la fuerza fue condenado por la Casa Blanca, que exigió este viernes al régimen sirio que frene la violencia contra los manifestantes. El portavoz de la presidencia, Jay Carney, declaró a bordo del avión que trasladaba a Barack Obama desde California a Washington que la Administración de EE UU «deplora el empleo de la violencia».*****FIN*****