31 - enero - 2025

Carlos Alberto Cornejo y su emotivo recuerdo de H. G. Oesterheld en Chile, el más grande guionista de historietas

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Carlos Alberto Cornejo (1945-2003) fue un artista chileno moderno, polifacético y que vivió intensamente y conoció muy bien a Héctor G. Oesterheld. Cornejo amó la historieta y realizó más de veinte álbumes de historietas, traducidos a siete idiomas. Con Alberto Vivanco creó la tira cómica Lolita, publicada por el diario El Clarín entre 1960 y 1973. Se radicó en España. Escribió libros de cuentos infantiles y biografía. Estrenó cinco obras de teatro y mereció una nominación a los Premios Goya de Cine en 1988 por su adaptación de la novela de Ernesto Sábato. Su obra de teatro, junto al famoso mimo Enrique Noisvander, Educación Seximental (1972) tuvo enorme éxito en Chile y fue Premio a la crítica del año 1972. Fue miembro del World Press Institute y de la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas de España. Aquí la reseña que realizó de su relación con Oesterheld.
Carlos Alberto Cornejo

MIS ENCUENTROS CON EL ETERNAUTA
Cuando recuerdo a Héctor G. – y ocurre más a menudo de lo que mi pena quisiera- caigo en una imagen recurrente. Nos encontramos a ambos lados de una mesa estrecha, él ocupa la silla vacía de enfrente, poco a poco, como un hectoplasma (¿Héctor-plasmado?) y yo lanzo su palabra-frase de estupor, esa que ponía en sus relatos cuando un personaje chocaba con lo innombrable:
– Pero…
Podría ser – y quizás sea – como la primera página de El Eternauta, el verdadero, dibujado por Solano López. Al guionista sin nombre se le aparece Juan Salvo de noche en su estudio, y cuando se pregunta si está ante un fantasma, el visitante dice: – Podría darte centenares de nombres y no te mentiría.
Todos han sido míos… (El de El Eternauta es un gran comienzo. Abierto, misterioso, capaz de sostener la trama entera que publicó tres veces y con dos variantes; un comienzo que luego sabremos es también final, donde se enfrentan un guionista y un personaje siendo imposible atisbar quien es el autor de la historia, o si nos ocultan datos. Magnífico «punto de fuga» para una saga extraviada en el tiempo…)
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Podría ser también como nuestro primer encuentro cara a cara, a ambos lados de una mesa en un salón del subsuelo del Hotel «Los Tres Sargentos» de Buenos Aires, cerca de Leandro Alem. Era enero de 1965, 35 grados a la sombra. El, un hombre con canas prematuras, de 45 años. Yo, en plan de joven reportero, había cruzado la cordillera y lo llamé para entrevistarlo (había hecho otro tanto con Divito, Quino, Mario Clavel y algunas figuras de teatro).
Todos me citaron en su sitio de trabajo. Héctor G. vino a mi hotel.
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Lector suyo desde hacía siete años, para mí, Héctor G. era el más grande guionista de historietas del habla hispana. Seamos precisos: el único merecedor de ese título. Yo hacía periodismo y escribía los textos de una tira diaria de humor desde hacía cinco años en Chile, pero el guionista de historietas, la mente detrás de varios ríos de seriales simultaneas, era él.
Entonces, Lee Falk mantenía vivos a Mandrake el Mago y El Fantasma; Harvey Kurtzman había escrito hasta hacía poco, de tapa a tapa, los textos de la revista Mad; y René Goscinny era más conocido por Astérix que por su copiosa obra de director de Pilote.
En Buenos Aires, a Héctor G. le había tocado hacer todavía más que a ellos. Inventar decenas de personajes y escoger sus ilustradores fue lo de menos: impuso una profesión y un estilo, editó más revistas de las que se cuentan con los dedos, infundió respeto por la forma de expresión de dibujo y texto.
Lo imaginaba como ese grabado de Doré donde al Quijote, sentado en su biblioteca, lo rodean los espectros de cien escenas… sin embargo, ese día, Héctor G. no tenía sitio de trabajo.
No me invitó a su casa de las afueras para evitarme el tren, explicó. Yo ya la conocía por haberla perfilado Alberto Breccia en el primer capítulo de la serie Sherlock Time. Con un toque a lo Alfred Hitchcock, Héctor G. se metía en sus historietas, o las llenaba de pistas (su casa, su hermano, alguna cita de otra revista de la editorial).
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En el verano del 65, vino a mi hotel y sostuvimos un intercambio insólito.
Creí normal principiar con su Sargento Kirk, raro por ser un western sin cowboy.
Sí, me dijo, pero no es para tanto. Es el poema de Martín Fierro replanteado en el Oeste, el soldado desertor que se amiga con los indios. Tiene un vaquero compinche… me interesaba el ambiente…
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–¿Y El Eternauta?
Partió como algo entre la novela La Guerra de los Mundos de Herbert G. Wells y el modo en que la contó Orson Welles por radio. Si los marcianos atacan, deben hacerlo donde el lector lo note… en Buenos Aires, este caso. Y no basta poner marcianitos verdes, con antenas… deben ser extraterrestes de horror como los Manos o los cascarudos. En el fondo, pensé un Robinson Crusoe, la soledad del hombre rodeado no por el mar sino por la muerte… (Está escrito: se anticipó a su propia historia… Lo leo y me entra un escalofrío). Y no es un hombre solo. Este tiene su familia y sus amigos y juega a las cartas en un chalet de Vicente López ajeno a la invasión que se viene encima. Queda más consistente, ¿no?
Busqué en la memoria una serie boscosa:
Ticonderoga, donde Hugo Pratt incluía mapas del Canadá.
Bueno, de chico leí El último de los Mohicanos de Fenimore Cooper. Es un homenaje, ¿no?…
¿Y la forma en que cuenta las historias… el narrador está dentro de la acción para que sepamos que es «su versión» y no una realidad lo que oímos.
Eso no pasa en Superman, Batman, ni Dick Tracy… dije. Él puntualizó:
Cierto… es un truco que inventó Conan Doyle. Nunca conocemos a Sherlock Holmes ¿recuerda? Es más sugestivo que el Dr. Watson, con poca imaginación y mucho asombro, nos ponga al tanto. Hay mayor intriga si en un trozo el narrador entiende sólo a medias lo que pasa. Se ha hecho mucho, pero funciona …
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Quise subrayar lo original de Black Poppy, la historia de un bombardero y su tripulación dibujada a dos manos por Solano y Schiaffino.
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Hubo una película sobre la historia de un barco, desde que sale de los astilleros hasta que lo hunde un submarino… esto era parecido pero en el aire …
Si lo viera ahora, le diría que el mismo cambio de elemento resurgió en el cine en los años 90: La historia de un bombardero veinticinco años después que el suyo, pero más propagandístico, menos entrañable, que se llamó Memphis Belle. La conversación pudo seguir con cada ficción que Héctor G. inventó y mantuvo. Si las hubiese nombrado una por una, como una guía de teléfonos al día, creo que una por una las habría degradado, con un suspiro, una clave, alzando sus hombros de camisa gris, no eran para tanto. Empecé a mosquearme.
Había viajado a establecer que era el mejor en su género, pionero de una carrera narrativo-industrial desconocida en América Latina (un guionista profesional y no un dibujante-guionista)… ¡y él no me dejaba!
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En los años transcurridos, he repasado esa conversación y ha cambiado. Tras los Golpes de Estado que sobre todos cayeron en el Cono Sur, debí viajar a otros países y vivir de la escritura de guiones de cómic, de cine, de TV… y de teatro, aunque en teatro no se llaman guiones.
Aprender a recorrer una cuerda floja entre la solemnidad y la broma, desoír las arengas de los entusiastas que, después de todo, sólo leen. Yo había llegado como un lector de historietas, él me acogió como un autor de historietas. Me había zambullido en sus páginas nadando sueños y él me explicó cómo se sostiene el sueño, todo el mes y el año que viene.
Con plazo de entrega, y ajustándolo cuando hay que cambiar al dibujante.
Desde otra óptica, él fue un señor que descubría artistas talentosos, les creaba el personaje y el entorno precisos para que se lucieran y, tras el éxito, el dibujante se iba a Europa, a otra casa editorial, para hacer lo mismo que venían haciendo sólo que… a veces peor. Si esto no quieren reconocerlo algunos artistas, a los anales me remito.
¿Cuántos personajes debió disfrazar o rebautizar para capear las mudanzas del equipo o la editorial? La historieta es un sueño industrial que exige héroes únicos e irrepetibles, ¿cómo se compatibiliza eso?
Héctor G. fundó familias de primos entre sí: ¿no es Bull Rocket medio-hermano de Joe Zonda? ¿Quién puede distinguir a Randall de Kendall, del chileno Arturo del Castillo? ¿Dónde acaba El Eternauta, para dar paso a Mort Cinder, que textualmente se traduce «Muerte y Ceniza» y, triste evidencia, terminaron siendo sendas sombras del propio Héctor G. con su vida (y su desaparición) y el preciso epitafio: «la muerte que no acaba de serlo»?
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Regimientos de solitarios, protagonistas de tres cabezas, pocas mujeres, narradores del silencio, pintores de espejos… una pléyade que sólo se puede sostener como él lo hizo, con su sonrisa humilde y su mirada larga:
– Y bueno, no es para tanto. Es la historia de X que desemboca en Z, en otro tiempo y otro país.
Sabía detectar el tejido subyacente de lo que contaba, como sería el mito trasplantado de geografía. Esa noche yo no lo capté porque no había vislumbrado la existencia de tradiciones narrativas ni de la necesidad de perpetuar cánones. Sólo en la continuidad, se puede cambiar.
Apuesto, no se lo pregunté, que él no leía cómics en su infancia, sino novelas del siglo XIX, grandes relatos de aventuras, escritos cuando los escritores y el público creían en la Historia y su progreso de avance lineal. Sólo persiguiendo esa creencia, tomando lo inexplorado como nuevo y no como
algo previsto (la diferencia entre descubrir América y descender en la Luna) podemos ver el cambio.
En las series de Héctor G. los personajes tienen una vida.
Aún no salían esas películas con número (Tiburón 2, 3, 6) como zapatos fabricados por horma donde no cabe el estupor del personaje (no importa si soldado con casco, indio comanche o boxeador) cuyo sendero se abre a lo desconocido… y él se detiene y dice «pero…» pues le surge la duda ética, la
voz que oye tras la oreja, la conciencia del mal o del error.
Pregunté a Héctor si ese «pero…» era invento suyo. Se rió. Le conté de la primera vez que lo leí sabiendo que era él (de niño, había leído cuentos infantiles como El diario de mi amiga Delia, que no firmaba): Fue un crepúsculo de 1957, a la vuelta del colegio. Arranqué su nombre de las inalcanzables
alturas de un kiosko de revistas santiaguino, medio tapado por periódicos. Lo leí en las portadas de Hora Cero y Frontera.
El kiosko, el único que traía esas revistas, estaba frente al palacio de La Moneda, que sería bombardeado por unos patriotas, tres lustros después.
Sus revistas cruzaban los Andes de a dos o tres, sin orden lógico, manteniendo a los fans al borde del infarto. Nos desbordaban con un cargamento de emociones o por fallo del vuelo, pasábamos dos meses preguntando cuándo llegarían.
Estaban mal guillotinadas, en el borde de una asomaba el comienzo de la otra, revelando que las imprimían juntas, para ahorrar. En las portadas de Hugo Pratt e Ivo Pavone despegaba una historia que concluía adentro.
Así supe que Héctor G. Oesterheld no podía ser un invento … ¡en el interior de las publicaciones gemelas firmaba nada menos que ocho guiones magníficos y bien dibujados, un asalto al imaginario comandado por él frente a un grupo de maestros: Pratt, Solano López, Ivo Pavone, Carlos Roume… !
En la primera portada de Hora Cero un soldado atacaba al lector, fusil en mano, trazado con una línea como de Milton Caniff. Pero no era un super-héroe, tenía el enfoque de un fotógrafo de fuste, como Robert Cappa. En la misma portada, en una viñeta inferior comenzaba Ernie Pike: Francotiradores»,
con una frase estilizada hasta hacerse incomprensible: «Ese día había visto matar fríamente a un hombre, a un soldado. Eso me decidió a escribir, quise desahogarme de tanta muerte, de tanta…» El texto se suspendía. Pasé meses buscando la continuación. En la página uno, se ponía a hablar un señor supuestamente inspirado en un reportero real de la Segunda Guerra Mundial, Ernie Pyle, pero aquí lo llamaban Ernie Pike porque su cara no era la del reportero, sino la del guionista Héctor Germán Oesterheld. ¡Cómo jugaban con la realidad y la ficción!
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Más nos marearon al año siguiente.
Presentaron a Buster Pike, supuesto hermano de Ernie que escribía sobre el crimen en Nueva York, con dibujos de Julio Schiaffino. El personaje explicaba ante un escritorio, mientras sacaba unos cigarrillos del bolsillo superior: -«Yo soy un free-lance, o sea, escribo donde me dejan. Se puede ser free-lance porque uno es tan célebre que lo piden en todas partes… o porque lo publican por cansancio después de intentar tres editoriales infructuosamente»…
Me acostumbré a las 4 historietas por ejemplar, y al concurso donde ofrecían un safari al África, si respondíamos un enigma de la historieta Tipp Kenya,dibujada por Carlos Roume. Al cumplirse el plazo, el premio se cambió por un weekend en Juan Fernández, «la isla de Robinson». No me preocupó:
prefería los peligros dibujados a los leones cerca.
Encargué por correo los primeros cien números de Hora Cero suplemento semanal (que nunca habían llegado a Chile) y me los enviaron en un sólo sobre de papel marrón, rebalsado por todos lados. En el primero, de cubierta anaranjada, Arturo del Castillo aprendió a dibujar historietas. Las viñetas de partida de Randall the Killer decían poco… pero cuatro páginas más allá, cambiando el tamaño y el achurado, tras sostener un duelo de tinta china con Charles Dana Gibson, nació el maestro del western que Arturo no dejaría de ser mientras vivió….. ¡Cada escena era una ilustración!
A Héctor G. el perfeccionismo de Del Castillo lo traía por el camino de la amargura. Tardaba dos números en redondear un capítulo y abordaba la continuidad de modo endiablado. Distribuía el guión completo en papeles cuadriculados y dibujaba las escenas que más le atraían (la 32, la 45, la 86…). Le quedaban maravillosas, pero a fin de mes no había acabado la entrega ni tenía páginas completas para publicarlas en serial. Héctor G. tuvo que desarrollar un proceso inverso: rellenaba con textos los huecos blancos y el resultado era un cuento de soberbias ilustraciones. Sus muchos admiradores recortaban las viñetas, enmarcaban las hojas. Pero… ¿y los lectores que esperaban leer una historieta?
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Intercambiando confidencias, conté lo que nos ocurrió – por culpa suya y de Ernie Pike – hacia 1960, con mi socio Alberto Vivanco, antes de lanzar nuestra tira Lolita en el diario Clarín. Atraídos por el universo bélico que él servía con Hugo Pratt, intentamos una historieta similar para ofrecerla a la única publicación del género que había en Chile, Okey. La ambientamos entre los maquis franceses, tema que desconocíamos en absoluto, con tres páginas de 7-8 viñetas. No hicimos guión, íbamos dibujo a dibujo, como quien monta un caballo a pelo. Vivanco trazaba las acciones, yo improvisaba textos parado detrás de su espalda. Como al cuarto día, llegamos a la última página. Vivanco,seguramente agotado, pidió llevarse las páginas a su casa para traerlas listas por la mañana. Tenía que ser un desenlace heroico. Un maquis se hacía pasar por su hermano y lo fusilaban. Había que resaltar el sacrificio. Vivanco siguió con el sistema de primero dibujar y después poner el texto; y se enredó al
cambiar los héroes… ¡llegó con una historia incompleta e insondable donde los hermanos se habían cambiado dos veces, uno por el otro! Ni él mismo sabía cuál debía morir al final.
En ese momento decidimos dedicarnos al humor…
– Y bueno, usaron el gambito más arduo, ¿no? «El vuelco de Sydney Carton» es siempre enredado.
¿Sydney Carton? El nombre era familiar pero ¿de dónde?
– Es el héroe de Historia de dos ciudades, de Charles Dickens. Va a la guillotina en lugar de otro. ¿No vio la película con Ronald Colman?
La habían estrenado seis años antes que yo naciera… y él la tenía tabulada.
En 1965, Héctor G. aún confiaba en reflotar la Editorial Frontera.
– Nos comió el éxito -explicó- Se nos fueron las estrellas, seguimos con los ayudantes, hubo problemas de distribución…»
Me iba a contar otro elemento de la caída, pero lo calló.
La posibilidad de publicar en Chile quedó en el aire.
En los años siguientes me tocó viajar por el hemisferio norte. Cuando volví, Alberto Vivanco dirigía el departamento de arte de una editorial en Santiago. En 1968 volvimos a Buenos Aires a entrevistarnos con Héctor G.
Queríamos (necesitábamos) dar a conocer su producción al otro lado de los Andes, pero no era fácil encontrar ejemplares en esos días. Fuimos a la Editorial Yago y Editorial Abril, donde Héctor había debutado en los ‘50; y compramos todos los Misterix y Rayo Rojo – hasta unos Gatito con textos suyos – que hallamos.
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Los metimos en una maleta de doble fondo… y nos detuvieron en la aduana por contrabando de revistas. Protestamos. No podían creerlo, los policías, cuando comprobaron que los 400 o 500 ejemplares que llevábamos, era cada cual distinto al otro. » ¿Y piensan leerlos todos?» nos preguntaban.
Héctor G. Oesterheld visitó Chile en 1969 y nos sentábamos de a tres en un parque frente al río Mapocho a preparar nuestra confabulación.
Hemos dicho que en Chile no había historietas de aventuras. Por costumbre, se importaban o se traducían. Y ese año hubo otro escollo: las elecciones que llevarían a Salvador Allende al Gobierno desataron la fuga de los dueños de las mejores imprentas del país, llevándose las máquinas.
Discurrimos un plan audaz: transformaríamos la revista de humor El Pingüino, que Vivanco supervisaba para Editorial Lord Cochrane, introduciéndole historias de Héctor G., disimuladamente, hasta convertirla en «Territorio Oesterheld».
Al año siguiente, ya no había Pingüino y la editorial Lord Cochrane se había mudado a Miami.
En 1973, por no haber, tampoco había palacio de La Moneda, bombardeado por aviones Hawker Hunter.
Me pregunto qué habrá sido del kiosko frente a La Moneda donde llegaban Hora Cero y Frontera… pero es una pregunta para El Eternauta (quiere decir «El navegante de la Eternidad») si consideramos las plurales catástrofes que abarca.
Tampoco sobrevivió nuestra tira Lolita.
Desaparecida de Chile resucitó en Colombia, en los años ‘80.
Volé a Madrid. Me especialicé en guiones de comics aprovechando la pasión por Astérix de entonces, que atraía como imán a los editores de Europa. En España hay dinastías de grandes dibujantes descendientes de Goya, pero trabajaban para el extranjero: Inglaterra, Estados Unidos, Francia. En su tierra, los traducían.
La editora Nueva Frontera creó un puente a través de los océanos y sacó a la venta viejos «clásicos» de Oesterheld, especialmente los dibujados por Hugo Pratt, que ahora vivía en Italia.
Fueron bien recibidos pero nada era material nuevo.
Los entendidos en historieta apuntaron que Héctor G. ya no escribía sus fabulosas sagas de tiempo y angustia de antaño. Yo me preguntaba: si lo hiciera ¿quién lo leería en su país, convulsionado? Había hecho del exilio una aventura… poco antes que la mitad de su patria partiera a exilarse. Un exilio sin fronteras, porque se puede acabar exiliado en todas partes…
En la Feria de Frankfurt de 1978 corrió como un reguero de pólvora el rumor que Héctor G. había entrado a la lista de los «desaparecidos», ese término infame que aportamos desde el Cono Sur al diccionario. Desaparecido no es el que desaparece, sino es un ser humano que, por orden superior, queda suspendido entre la vida y la muerte. Sus familiares y amigos no sabrán más de él, pero en los registros militares quedará anotado que se le envió de un lugar a otro y de vuelta, en un círculo asfixiante.
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Circularon varias versiones de lo ocurrido. La más persistente, que Héctor G. cuidaba a sus nietos en casa de su hija cuando vino una patrulla. Fue visto más tarde en un campo de prisioneros, otros dicen que en las filas para subir a los aviones que sobrevolaban el Río de la Plata y volvían vacíos.
Nadie desmintió estos finales ni él ha vuelto a casa.
De ser así, lo apresaron no como escritor ni como denunciante, sino como abuelo y esto a mí me calza.
Cuidar a los nietos cuando la madre/hija está presa, es una acción moral, muy suya.
Durante la guerra sucia, la palabra «moral» se desvirtuó, gente «de bien» se la apropió y todavía hay jóvenes que la confunden con aborto, divorcio o sexo como si la destrucción de familias, la tortura y la corrupción no fueran asuntos morales y más graves.
Héctor G. escribía sobre la aventura pero no de aquélla, romántica, que se suelta «al viento» (aventura).
Lo prueba de modo inobjetable esa viñeta recurrente de sus narraciones. El héroe se detiene, perplejo, ya no está ante la escapada juvenil, enfrenta una coyuntura más alta y profunda: como en las novelas de Stevenson o de Conrad. » Pero…», dice, y duda en dar un paso al frente o detenerse según le indica su conciencia.
En los stands de la Feria de Frankfurt se podía encontrar El Eternauta de Breccia, Ernie Pike de Pratt y Kendall, que era Randall con otro nombre. Eran apenas la espuma de la ola. Seguro que las historias de Héctor G. estaban en otros sitios, en revistas holandesas, almanaques italianos, con los rasgos indelebles del desaparecido aunque no siempre con su firma, que sólo evocamos los que no podemos olvidarlo, frente a la mesa. ¿ Se llamaba Esterheld o Westerheld?
¿Dónde estará su cuerpo, ya que sus ficciones se reflotan de tanto en tanto? Y aquel comienzo inconcluso, tan suyo: «Habían matado fríamente a un hombre. Eso me decidió a escribir, quise desahogarme de tanta muerte, de tanta…” ¿Escribía bien Héctor G?
Decía: “Las historietas no se escriben, se hacen. No es tanto asunto de fantasía como de disciplina»; pero en los 60 y 70, el tema estético nos preocupaba Fluctuábamos entre Rayuela de Cortázar y Cien Años de Soledad de García Márquez, que empujaron el «boom» de la literatura latinoamericana hasta elevar su prosa americana-barroca-pero-recortada, a elemento constitutivo del castellano moderno. Era costumbre apoyar a la revolución cubana y rechazar a Borges, no por cómo escribía, sino para quién. A cuarenta años de distancia y varios millones de libros vendidos, la división sigue igual, aunque el aplauso viró de orilla. La revolución cubana es repudiada y Borges, reverenciado. De Cortázar, ya se opina como de Neruda, magistral en lo fantástico pero ¿has leído lo político?, como si fuera posible leerlo por líneas salteadas. ¿Qué quedará de las letras de nuestro continente en cuarenta años más?
Los últimos en verlo, me han comentado el orgullo de Héctor G. por La Vida del Che, un monográfico con (Alberto y Enrique) Breccia. En su período como redactor de Abril, Oesterheld partió usando un habla funcional, con una pizca de retórica, una lengua radial que sonaba a micrófono, los personajes se oían.
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A fines de los ‘50, en Editorial Frontera fue recortando los adjetivos, mantuvo un cierto ritmo de tango en las reflexiones, pero pulió las imágenes hasta competir con los dibujos.
Con Ernesto Sábato comentamos su participación en la diatriba entre nacionalismo y universalidad: no se es más auténtico porque se escriba sobre la pampa, sino cuando se pone a un argentino en Nueva York o París y el personaje actúa y se reconoce como argentino. Rudyard Kipling perfiló el carácter inglés pintando británicos en la India. La identidad étnica se prueba cuando en el extranjero deviene «un modo de ser». Respecto al lenguaje, cómo olvidar ese párrafo de Diario de Guerra de un Soldado -relato novelado-, último suspiro de su editorial, en una época en que ya apenas tenía dibujantes. De un soldado al que habían apresado los japoneses, apuntaba: «Lo habían mutilado. Le cortaron los dedos, la nariz, todo lo que sobresale…»
El detalle con que narra la mutilación -con pudor, como si estuviera en una cafetería de Corrientes y Suipacha- es digno del último Eternauta, donde presentaba lo cotidiano desde una altura de grandeza y aceptaba la valentía con compasión:
– Cuente la verdad, amigo ¿qué sentido tiene esparcir lisonjas y recursos publicitarios a estas alturas? Fue una etapa linda, entre el ‘57 y el ‘64…siete años locos que se fueron. Nuestras historias se han reeditado mil veces. Muchos amigos treparon las cumbres de Europa, otros tuvieron suerte cambiante, pero mejor que al partir en cualquier caso. Nos corresponde el orgullo de haberlos nacido.
Después… nos desaparecieron.
Pero ese final ¿no es también un rasgo nuestro?
Cierto. Entre el temple del inmigrante, el lazo del gaucho y el mate bien cebado. Si no re-aparece esta noche ante mí en la mesa estrecha, es porque no le cebé bien el mate. ¡Qué despiste! Miro la silla vacía que reservo para recordar a Héctor G., el hectoplasma, el Héctor-plasmado… por si vuelve, por si asoma.
Pero….
Fuente: Sonaste Maneco de la bañadera del comic, añoI, nr 1, 2004.
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