Por Lorena Amaro
En Mi último cuerpo, el nuevo poemario de Anita Montrosis, se puede leer el lento proceder de una desaparición, la de alguien que salmodia la crisis de lenguaje de su cuerpo enfermo, la de alguien que poco a poco se despide. Me refiero con esto a la letanía que acompasa toda la primera parte del libro, como un rosario, como una plegaria: “aquí estoy, agónica y afásica, sin suspiro”, frase que en su repetición va demoliendo las paredes del lenguaje y del cuerpo vivo. La primera voz de este último cuerpo declara, pues, su retirada: “Dejé de reconocer a mis amigos / los dioses me han glorificado / y pretenden que agonice lejos del Olimpo”. La suya es una voz exasperada, para la cual “nada precisa el duelo de esta escritura”.
En este libro, que consta de tres partes, las dos primeras merodean la muerte de la que aquí se llama “la niña de las flores”, también “la novia de los muertos”. En la primera parte, “Mi último cuerpo”, el poema descompone paulatinamente la posibilidad de un yo. Anuncia, con voz irónica, “Pronto estaré bella y ausente”, sentencia que se lee sin nada de ironía, sino por el contrario, desde la constatación dolorosa de la pérdida. De algún modo el poema parece hablar, además, de la lenta borradura de la figura materna, del origen. Un tema delicado, éste, en que han incursionado autoras como Tamara Kamenzsain, para delinear el Alzheimer de su madre, o, con algunas variaciones, Sylvia Molloy, buscando comprender el abandono en que la deja una íntima amiga, cuando la memoria común se desvanece.
Qué difícil escribir acerca de este tipo de desapariciones, acerca de la palabra como equívoco, como ruina, como residuo de antiguas plenitudes, a través de una forma como la poesía, comprometida, aunque quizás ya no, con un proyecto restitutivo del mundo a través de la palabra. “El cuerpo no escribe / acerca del suicidio del lenguaje”, advierte este nuevo libro de Anita Montrosis y la suya parece una frase destinada a dialogar con las de esas otras autoras que antes mencioné. Molloy se pregunta, en su libro Desarticulaciones, “¿cómo dice yo el que no recuerda, cuál es el lugar de su enunciación cuando se ha destejido la memoria?”. Y Kamenzsain explota, con dolor contenido, en El eco de mi madre, “… y la gramática se torna un escándalo / cuando ella que olvidó las palabras / adelanta su bebé furioso / con el fin de decirlo todo /aunque no se entienda nada”. Lo que de aquí resulta es la infructuosidad de la búsqueda poética: las palabras no parecen bastar, no logran decir cómo se produce su propia retirada del cuerpo. Cito, de Mi último cuerpo: “Es aquí que el soliloquio / se cubre de gasas y vuelve a delinear / lo que la voz ha olvidado / He borrado vocales, puntos, comas / y los malditos acentos / que reaparecen en una vieja casa de alerce / Porque siempre he estado aquí / agónica, afásica, sin suspiro/ incorregible”.
Otra es la voz que aparece en la segunda parte del poemario, titulada “La novia de los muertos”: es una voz implorante, una voz que dice, claramente, “No quiero que mueras / has traído aire a esta ciudad”. Una voz huérfana, que continúa explorando los límites de la muerte y el olvido: “Y el tiempo es un nudo que ciega / la furia de no tenerte”, versos que resuenan con ecos beckettianos (““El aire está lleno de nuestros gritos / el tiempo es una gran sordina”). Y es que van quedando solo los contornos de la muerta. Son precisamente esas imágenes, imágenes de los contornos, algunos de los hallazgos más bellos en este nuevo libro de Anita Montrosis. Lo cito: “Tal vez pronto confisquen tus vestidos / algunos tienen la alegría de una adolescente / otros el quiebre de un ventanal”.
Arrojada lejos del vientre, la huérfana procura mantener viva a la ausente a través de estas persistencias poéticas, si bien sabe, como dice también otro de los pasajes más bellos de este libro, que de nada sirve a veces insistir: “No insistas en salvar una ciudad / donde la lluvia se ha olvidado de nombrarte”. No es rara la añoranza de ese contorno desaparecido, de ese cuerpo, de esa voz ausente, que en vida fue el dique contra las amenazas y fantasmas cotidianos, fantasmas localizados, históricos, que sobrevuelan los diversos poemas del libro, y que aquí hallan esta formulación precisa: “Tuve miedo de esta ciudad / de envejecer huérfana y profana / Me aferré fiel a tus quemaduras / hasta que brotaron cadáveres del Chena”.
En la tercera sección del libro, “El camino de la lluvia”, la poeta condensa varios motivos láricos, preludiados en las partes anteriores. Siempre escapando de la estrangulación de las ciudades, una voz distinta nos conduce al bosque de la infancia, en que un ciervo, motivo mistraliano, “huye / en medio del susurro de las hojas”. Una madre se refiere a una hija y la belleza tiene una cadencia austral, con sonido a lluvia. “He amado desde que los árboles de ciruela /se han confundido con las matas de maqui / He amado en cada rebeldía / de este horizonte cercado y triste”, testimonia en un poema que va creciendo como poema amoroso. Sin embargo, en contraste con los horizontes pluviales y también luminosos de este regreso a la infancia y al amor, se alza la ciudad con sus horrores, y es aquí donde Mi último cuerpo convoca también la muerte, ya no la muerte íntima, sino la muerte dirigida, la muerte en su devastadora dimensión política y social. Desde las primeras páginas del libro una y otra formas de morir se entrelazan: “Somos un país de cuerpos al mar / y un atuendo negro recién planchado”, propone la primera parte. La densidad de esta imagen se desgrana en múltiples posibilidades, así por ejemplo en la segunda sección del libro: “… y este maldito mar es una valija llena de señales”, dice, o en la tercera: “La ciudad revienta los diálogos / no puede dejar de mirarnos / nos interroga en una noche / La respuesta está atrapada en la pared / Observa: cómo se descuelga / y punza recordar los aviones en el mar / y la caída de los cuerpos / Las voces desaparecen en las cuerdas…”. Hay una conexión indesmentible, pues, entre la desaparición del lenguaje, la muerte de un cuerpo amado y el luto colectivo por esos otros cientos de cuerpos desaparecidos, enmudecidos bajo el agua, en este último cuerpo, cuerpo de la poesía, cuerpo que frente a la muerte busca resistir, “dibuja soles”, “soles en el horizonte, en mi boca, en el cuello”. Culmina así la indagación de uno de los últimos poemas del libro: “Tanta divinidad inexplicable / y al otro lado, tanta tierra dividida y muerte”. Palabras que de algún modo sintetizan el amor y el dolor agolpados en este poemario, que espero no pase inadvertido y que revela, en la densidad de su exploración semántica y existencial, cómo ha ido creciendo la voz poética de su autora.