Los escándalos de la Iglesia chilena han tenido repercusión mundial, donde las miradas se dirigen hacia Osorno, hacia la Iglesia de Santiago y hacia la Pontificia Universidad Católica de Chile. De hecho, en amplios sectores de la vida social y eclesial se habla derechamente de la crisis de la Iglesia chilena.
Por: Marco Antonio Velásquez Uribe
reflexionyliberacion.cl
Los hechos que describen tal crisis se pueden resumir en: ausencia de liderazgo de los pastores, incapacidad de diálogo y de escucha, insuficiente respeto a la libertad individual, falta absoluta de transparencia en las decisiones y en la administración económica, dificultades serias para establecer relaciones de comunión y restricciones para acoger la participación laical. Son hechos que advierten de la acentuación de la brecha existente entre pastores y pueblo de Dios, llegando a producirse un peligroso abismo de incomprensión.
Se configura así una compleja realidad pastoral, que es común a la de muchas Iglesias locales en diferentes países, tanto de América Latina como en Europa. De ahí el interés que despierta en la Iglesia universal la evolución de la crisis de la Iglesia chilena.
La primavera eclesial que ha significado la revolución de la misericordia del papa Francisco ha venido a ser como esa luz del Evangelio, que ilumina las diversas realidades humanas, dejando al descubierto las miserias que han estado presentes por largo tiempo y que, en presencia de la luz se hacen visibles. Las mismas prácticas de siempre ahora producen escándalo porque se conocen y porque se ha perdido ese miedo que, por mucho tiempo, paralizó la vida de la Iglesia.
Lo que antes se decía en estrechos círculos de confianza eclesial y en reducidos nichos de reflexión teológica, en la actualidad desborda por doquier, gracias a la acogida de esa audaz invitación que el papa Francisco hiciera en Río de Janeiro en julio de 2013: «quiero lío en las diócesis …” (Papa Francisco en Río de Janeiro, 25 de julio de 2013).
Lo que se desborda es esa Iglesia pueblo de Dios, que anhela participación y espacios de decisión en los destinos de la Iglesia. Contra ello, la mayoría de los pastores –acostumbrados a dirigir con total autonomía y discrecionalidad– se sienten vulnerados e invadidos en su autoridad, y reaccionan reforzando los controles, estrechando los círculos de confianza e incondicionalidad, mientras multiplican desaciertos, suspicacias y levantan sus báculos en ristre, como al acecho de una gran cruzada.
En estas circunstancias históricas, el papa Francisco no hace sino agravar las presiones que el pueblo de Dios impone a los pastores, socavando el poder que históricamente tuvieron por el sólo hecho de ser ungidos como obispos de la Iglesia. Luego, la actual crisis de la Iglesia es una crisis del poder eclesial, que comienza a debilitar al último de los pilares de la cristiandad.
Es evidente que muchos obispos resienten este proceso con profundo dolor e irritación, porque asimilaron el ejercicio del ministerio episcopal desde la dimensión del poder y no desde el servicio. Este fenómeno en muchos aspectos se replica también en el aquel clero que no ha sido capaz de asimilar la Iglesia pueblo de Dios.
Entonces, la crisis actual es el agotamiento de un modelo eclesial que experimenta la corrupción del poder, porque «el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente.» (Lord Acton).
El modelo que se derrumba es el de la Iglesia comprendida como societas perfecta. Una eclesiología que hace de la Iglesia un Estado, donde el papa, los obispos, el clero y los religiosos tienen roles activos; mientras los laicos son pasivos. Concebido en el siglo XVI por el cardenal Roberto Belarmino SJ, este sistema vino a coronar siglos donde la Iglesia asimiló progresivamente la estructura imperial como sistema de gobierno y organización social. Un modelo que Yves Congar denominó como jerarcología.
Con la cristiandad este modelo se afianzó hasta que la encíclica Mystici Corporis Christi de Pío XII (en 1943), incorporó al laicado como parte del Cuerpo Místico de Cristo. Posteriormente, el Concilio Vaticano II vino a superar definitivamente siglos de marginación del laicado, reconociéndole derechos y deberes en la vida de la Iglesia.
Si el concilio trajo nuevos aires eclesiales, los primeros tiempos del postconcilio coincidieron con grandes transformaciones sociales, que afectaron a la vida de la Iglesia. Un diagnóstico erróneo atribuyó al concilio el doloroso abandono de la vida sacerdotal y religiosa de muchos ministros, así como el compromiso social y político de las comunidades cristianas de base en América Latina. Paralelamente las conferencias del episcopado latinoamericano de Medellín y Puebla, junto con la irrupción de la teología de la liberación consiguieron una aplicación esperanzadora del concilio.
Estos signos fueron vistos con desconfianza desde Roma, por lo que el Sínodo de Obispos de 1985 convocado por el papa Juan Pablo II y articulado por el cardenal Ratzinger, lograron imponer una relectura del Concilio Vaticano II, donde lo vaciaron de uno de sus principales logros, la autocomprensión de la Iglesia como Pueblo de Dios, sustituyéndolo por la teología del Cuerpo Místico. Se despoja así al concilio de todo vestigio sociológico, dándole una orientación mística. Se impuso así una involución conciliar que condujo a la Iglesia a un riguroso «invierno eclesial”, según la denominación de Karl Rahner SJ. Sólo dos décadas registra aquel aggiornamento conciliar, volviendo luego las nostalgias de la cristiandad y de la societas perfecta.
En pleno invierno eclesial, rodeado de graves escándalos sexuales, económicos y de poder, irrumpe en la Iglesia el primer papa del tercer mundo. Con él despierta la esperanza de un nuevo aggionamento postconciliar, cuya eclesiología apunta a superar definitivamente los vicios de la papolatría, del clericalismo y de la jerarcología.
Entonces, mirando la crisis actual de la Iglesia chilena y universal, en perspectiva histórica, cabe reconocer en ella los rasgos propios de una crisis del poder eclesial. Un poder que comienza a estructurarse en el siglo IV con la conversión del emperador Constantino, que se consolida en el siglo XVI con la societas perfecta de Belarmino y que comienza a ceder paulatinamente en el siglo XX con el Concilio Vaticano II de Juan XXIII.
Visto así, el presente es un tiempo donde se aprecian con nitidez los estertores de la agonía de un modelo eclesial que ya no tiene cabida cultural y que tendrá que dar paso a una Iglesia más abierta y participativa, atenta a los signos de los tiempos, respetuosa de los carismas y de la autonomía laical, descentralizada y respetuosa de la conciencia individual de sus miembros. Éste parece ser el tejido de Dios en la historia de la Iglesia para volverla a la pureza del Evangelio de las primeras comunidades. De ésta, como en toda crisis, algo nuevo está naciendo, porque «Pues yo voy a realizar una cosa nueva, que ya aparece. ¿No la notan?” Is 43, 19a.
Fuente: reflexionyliberacion.cl