¡Padre nuestro, que estás en los cielos,
por qué te has olvidado de mí!
Te acordaste del fruto en febrero,
al llagarse su pulpa rubí.
¡ Llevo abierto también mi costado,
y no quieres mirar hacia mí!
Te acordaste del negro racimo,
y lo diste al lagar carmesí;
Y aventaste las hojas del álamo,
con tu aliento, en el aíre sutil.
¡ Y en el ancho lagar de la muerte
aún no quieres mi pecho oprimir!
Caminando vi abrir las violetas,
el falerno del viento bebí,
y he bajado, amarillos, mis párpados,
para no ver más enero ni abril.
Y he apretado la boca, anegada
de la estrofa que no he de exprimir.
¡ Has herido la nube de otoño
y no quieres volverte hacia mí!
Me vendió el que besó mi mejilla;
Me negó por la túnica ruín.
Yo en mis versos el rostro con sangre,
como Tú sobre el paño, le di.
Y en mi noche del Huerto me han sido
Juan cobarde y el Angel hostil.
Ha venido el cansancio infinito
a clavarse en mis ojos al fin;
El cansancio del día que muere
y el del alba que debe venir;
¡ el cansancio del cielo de estaño
y el cansancio del cielo de añil!
Ahora suelto la mártir sandalia
y las trenzas, pidiendo dormir.
Y perdida en la noche levanto
el clamor aprendido de ti:
¡ Padre nuestro, que estás en los cielos,
por qué te has olvidado de mí!