Desde la economía del género, que se conoce como el «añada mujeres y revuelva», podríamos decir que el trabajo es aquello que pasa dentro de la monetarización de la vida. Así que en este sentido, lo ideal sería que Amparo accediera al mercado laboral en igualdad de condiciones con Vicent. No cuestiona el sistema económico capitalista y heteropatriarcal y entiende el trabajo como aquello que se intercambia por el salario.
Por: Sarai Fariñas Ausina
Revista Soberanía Alimentaria
UN DÍA IMPREGNADO DE LA PRÁCTICA DE LA ECONOMÍA FEMINISTA
Huerta de Alboraia (Valencia), seis menos diez de la mañana del 20 de diciembre de 1981. Amparo se despierta, busca las zapatillas palpando el suelo con los pies; los ojos aún cerrados; repasa de memoria las cosas urgentes antes de que sus dos hijas y su hijo se levanten: acabar de coser el vestuario para la obra de Navidad (las de pastoras están casi a punto pero al de rey Gaspar hay que coserle los bajos y acabar los puños); encender la cocina económica; dar de comer a las gallinas; preparar los desayunos y meter en la fiambrera la comida que preparó ayer para Vicent, su marido, que trabaja actualmente como asalariado temporero en la cosecha de la naranja y el resto del año en la cementera de Buñol. Después, cuando las niñas y el niño se hayan ido a la escuela, debe despertar a Isabel, su suegra, darle el desayuno en la cama, lavarla, peinarla y cambiar las sábanas. A las 9 tiene que estar en la consulta del médico para recoger las recetas, el 67 le deja cerca del consultorio y de paso puede comprar la sémola y las lentejas. A la vuelta hay que recoger del huerto las habas, las espinacas y las acelgas, también las coliflores, que están a punto. No debería dejar pasar de hoy para seleccionar las semillas de la alcachofa para la próxima siembra. Con eso, con los huevos de las gallinas y con los 6 naranjos de nável que tienen en la parcela, y que están llenitos, les va a dar margen para comer durante las Navidades y para vender lo que les sobre. Este año no hacen matanza en su casa porque decidieron no criar más cerdos, pero ella, junto a las mujeres de las alquerías vecinas va a encargarse de embutir, secar y conservar en frito toda la matanza de los Olivares, la familia vecina que aún conserva cerdos y vacas.
Por la tarde, ha quedado con su cuñada, que se acaba de separar de su marido y necesita un apoyo fuerte de alguien que sepa escuchar. Amparo es toda oídos. Después lavará la ropa (menos mal que han invertido en una Jata que le facilita muchísimo la vida) y preparará la cena y la comida para mañana. Ayudará a las dos mayores a acabar el último trabajo antes de vacaciones y se quedará tejiendo la chaqueta que estrenará su marido para Nochebuena. Mañana empieza otro día.
Un escenario común. Salvo algunas diferencias, podemos imaginar fácilmente la vida de una mujer en 2015, en Alboraia, Cochabamba, Cajamarca o Sodupe.
Esta economía doméstica del cuidado –a la que luego le dedicamos un pensamiento– es la que nos permite vivir una vida plena; nos lleva de la mano para poder llegar a ser seres dotados de las condiciones necesarias para poder transitar un mundo en el que la sostenibilidad de la vida sea la columna vertebral de nuestra existencia. Es una economía que produce bienes, servicios y cuidados, tanto materiales como emocionales que permiten satisfacer las necesidades fundamentales de las personas a lo largo de todo su ciclo vital. Por eso se habla de reproducción de la vida, son tareas que permiten que la vida siga adelante, sin parar.
INTRODUCCIÓN A LA COMPRENSIÓN HISTÓRICA DE LA ECONOMÍA FEMINISTA
Si retenemos el ejemplo de Amparo en Alboraia, no nos cuesta poner en evidencia que este trabajo ha sido históricamente feminizado –aquel atribuido histórica y socialmente a las mujeres– e indudablemente invisibilizado.
Durante muchos años en Europa –y actualmente en muchos contextos geográficos–, antes de la aparición y posterior desarrollo del capitalismo, los procesos de producción material y reproducción de la vida humana coexistían en un mismo espacio físico constituido por los hogares y las tierras colindantes de las que extraían el sustento alimentario familiar.
Cuando el capitalismo inunda con su lógica los procesos en los que se desarrolla la vida, se establece una separación entre el lugar destinado al trabajo para la producción del mercado, cuya productividad está marcada por el valor de cambio –que es el que posee una mercancía–, y el espacio destinado al trabajo para la reproducción de la vida (dentro de las paredes del hogar), cuyo motor es la creación de valor de uso –aquel que sirve para satisfacer una necesidad–.
Si nos detenemos en este punto, no nos costará llegar a la conclusión de que el primer trabajo (el destinado a la producción del mercado) es el que ha tomado un protagonismo clave en el pensamiento económico, pero también en nuestros propios imaginarios. Pensemos que la identificación de trabajo con dinero, ha supuesto la invisibilización de otro tipo de trabajos (los de cuidados) que además de sostener una vida digna de ser vivida, han contribuido a que el trabajo destinado a la acumulación de capital sea viable y posible.
Veámoslo con el ejemplo de Amparo y Vicent. «Ella no trabaja» podría ser una de las primeras sentencias que la lógica económica hegemónica y nuestra cosmovisión colonizada por el actual orden de las cosas daría por válida. Cuando hacemos la equivalencia de moneda por trabajo ocurren estos sinsentidos.
Amparo mantiene diariamente un hogar en el que la vida renace cada día a base de esfuerzo físico, emocional y de su tiempo, que se estira tanto como la dignidad de la vida merece en cada momento. Ella, desposeída de cualquier insumo económico y de la propiedad de la tierra –que está a nombre de su esposo– no cuenta nada para el mercado. Sin embargo, su esposo, que trabaja por los meses de diciembre y enero en la recolecta de la naranja, aparece cada día lavado, planchado, almorzado, comido, cenado, con la madre limpia y sana, las hijas e hijo atendidos (en el más amplio concepto) y con la chaqueta que estrenará en Navidad a punto. ¿En qué medida contribuye ese trabajo feminizado que realiza su mujer para que la propia lógica del mercado siga funcionando como si nada?
Pues la crítica feminista al marxismo habla precisamente de esto. Al señor Carlos Marx se le olvida contabilizar cuánto han trabajado las mujeres de los obreros de las fábricas para que la lógica de acumulación capitalista pueda desarrollarse sin inconvenientes. En este sentido, se entendería que los únicos agentes económicos son las empresas, que producen bienes y servicios que luego llegan a los hogares y son los que permiten satisfacer las necesidades de la gente. Y aquí podríamos preguntarnos, al hilo de lo que cuestiona Amaia Pérez Orozco: cuando estos bienes y servicios llegan al hogar, ¿se transforman por arte de magia en vida, en personas sanas y saludables que todos los días funcionan?
La economía feminista, en una de sus múltiples vertientes, pretende recuperar todos los trabajos que están haciendo de vínculo entre esos procesos de mercado y la vida de facto.
Tanto la soberanía alimentaria como la economía feminista hacen patente la relación imposible entre la sostenibilidad de la vida y la actual lógica productivista.
ECONOMÍA DE LOS CUIDADOS Y COSMOVISIONES CAMPESINAS
En este punto es interesante detenerse en uno de los conceptos que surge dentro de la economía feminista y que presenta su más resbaladizo lado cuando lo miramos en los espejos de la cotidianeidad: la economía del cuidado. No por casualidad, en los 70, este concepto se rechaza por muchas de las corrientes feministas, al sugerir que la idea de cuidado es muy fácilmente aceptada por visiones que feminizan e incluso maternalizan el cuidado, naturalizándolo como lo propio de las mujeres/madres. Cuando Clara Murguialday preguntaba abiertamente a un grupo de hombres en Nicaragua si sentían que sus mujeres hacían todo el trabajo de cuidados a cambio de amor, y porque les venía dado por naturaleza, la respuesta era contundente: “Sí”. Es en este punto donde la vida diaria nos invita a sentarnos en la silla de pensar: “¿Cómo recuperar el concepto de economía del cuidado para que sea liberador para todas aquellas mujeres cuidadoras que han intercambiado cuidados por afecto?”
Las mujeres campesinas, en sus múltiples identidades –como mujeres y como campesinas– han cumplido un mandato de género que tenía un pilar central: ser cuidadoras. Durante mi etapa en Guatemala, una mujer de Sipakapa me contaba cuál era su jornada laboral –ahora que un proyecto de cooperación le había “obsequiado” con paneles solares y habían conseguido consumirle hasta la última gota de su fuerza alargando la jornada laboral 2 horas más, que utilizaba para tejer–. Cada paso de esos exhaustos días que la compañera relataba tenía que ver con unos cuidados que ofrecía a fondo perdido a su familia y a su comunidad, y que permitían, en última instancia, sostener la vida. Es complejo intentar abordar este tema desde una pretendida neutralidad a la que me niego a acogerme porque creo que no existe, por eso os dejo con el interrogante: ¿Cómo tender puentes entre la certeza de que la mujer carga con los cuidados que deberían pertenecer a la totalidad de la comunidad y el respeto a cosmovisiones campesinas que imprimen un mandato de género que dicta que es la mujer quien debe cuidar?
ECONOMÍAS FEMINISTAS EN PLURAL
Es importante entender que la economía feminista es diversa y plural. Depende de quién escribiera este artículo, leería la vida de Amparo y Vicent de una forma muy distinta con soluciones dispares.
Desde la economía del género, que se conoce como el «añada mujeres y revuelva», podríamos decir que el trabajo es aquello que pasa dentro de la monetarización de la vida. Así que en este sentido, lo ideal sería que Amparo accediera al mercado laboral en igualdad de condiciones con Vicent. No cuestiona el sistema económico capitalista y heteropatriarcal y entiende el trabajo como aquello que se intercambia por el salario.
La economía feminista más integradora le diría a Amparo: «Nena, tienes que lograr redistribuir el trabajo doméstico con tu marido», aludiendo al supuesto de que hay una actividad económica invisible dentro de los hogares, e instaría a Amparo a que se haga presente en el mercado laboral para adquirir poder de decisión vinculado a la remuneración.
Desde la economía feminista de la ruptura se plantea un crack con los conceptos de hombre y mujer. Esta economía le preguntaría a Amparo: «Cariño, ¿tú crees que eres mujer solo porque has nacido con dos tetas o crees que la sociedad te ha inculcado muchas cosas sobre cómo ser mujer?» Y nos iríamos a la mítica frase de Simone de Beauvoir: «No se nace mujer, se llega a serlo».
Desde esta perspectiva, también se plantea pensar en que el capitalismo ha hecho que veamos una diferencia entre trabajo y vida cuando, en realidad estas barreras no son obvias en contextos culturales distintos al nuestro. Y le preguntaría a Amparo: «¿Qué diferencia hay entre cuando estás haciendo mermeladas para vender a tus vecinas y cuando las estás haciendo para consumirlas en la casa? ¿Qué es trabajo y qué es vida?»
Además la economía feminista de la ruptura hace una pregunta básica: ¿qué lógicas reproduce el trabajo remunerado masculinizado y el trabajo no remunerado feminizado? Y le diría a Amparo: «Fíjate que el trabajo que tú haces –coser, cuidar de tu suegra, seleccionar las semillas para autoconsumo, recolectar los alimentos y transformarlos en comida, consolar a tu cuñada, etc.– ayuda a sostener una vida digna, no daña la naturaleza y es no remunerado, mientras que los trabajos que hace tu marido en la cementera de Buñol no ayudan de igual manera que el tuyo a sostener una vida digna, contribuyen a dañar la naturaleza y están remunerados».
Esta perspectiva, además hace hincapié en que los seres humanos somos interdependientes y ecodependientes.
EL DISCURSO Y EL LENGUAJE DE LA SOBERANÍA ALIMENTARIA
Por Mayté GUZMÁN MARISCAL
El diccionario también ha sido asesinado
por la organización criminal del mundo.
Ya las palabras no saben lo que dicen.
Eduardo Galeano (Tomado del documental El orden criminal del mundo).
Las palabras construyen el entorno en que vivimos. Los intercambios del lenguaje, como explica P. Bourdieu, no son meros actos comunicativos, sino que encubren y reflejan relaciones de poder. De la misma manera, Foucault afirma que no solo existe una dicotomía entre el discurso aceptado y el discurso excluido o entre el discurso dominante y el discurso dominado, sino una multiplicidad de elementos discursivos que pueden actuar en estrategias diferentes.
El capitalismo ha conseguido acaparar el discurso cuando de manera sistemática «monopoliza» los conceptos y los «(di)simula» imponiendo una visión retórica y normalizada: por ejemplo, nos habla de crisis alimentaria para no evidenciar responsabilidades en el padecimiento del hambre, la pérdida de soberanía alimentaria, la especulación con los alimentos, los desplazamientos humanos y el acaparamiento de tierras o la desigualdad de oportunidades en el acceso a necesidades básicas.
La mirada ecofeminista también somete a revisión crítica conceptos que sostienen la cosmovisión occidental: ciencia, economía, trabajo, producción o explotación, frente a ideas fundamentales como vida, reproducción, diversidad, soberanía alimentaria, agricultura, resistencia colectiva, bienes comunes, justicia ambiental o derechos de la naturaleza.
En términos generales, el carácter transformador que emana de las propuestas discursivas de las economías feminista, social y solidaria y en particular, la propuesta discursiva del movimiento de la soberanía alimentaria, nos plantea también necesidad de una revisión continua del lenguaje que utilizamos, ya que el lenguaje es la condición para la constitución de personas políticas, y es lo que nos permite cambiar las prácticas del SABER y del HACER.
ECONOMÍA FEMINISTA, SOBERANÍA ALIMENTARIA Y DEFENSA DEL TERRITORIO
Retomando la interdependencia y la ecodependencia nos preguntamos: ¿Qué tienen en común la economía feminista y la soberanía alimentaria?
Esta pregunta puede ser respondida de manera muy simple. Para la economía feminista hay una tensión permanente que tiene su origen en el conflicto capital-vida. Amaia Pérez Orozco lo explica con algunas claves de la economía marxista: para el capitalismo la máxima es la acumulación de beneficios y utiliza la vida como un medio para lograr su objetivo.
Es decir, una lógica que avala modelos de producción (también modelos de producción agrícola) que atacan sistemáticamente la vida porque su fin último es la acumulación. Y esta, en última instancia, se sostiene de la expoliación de los territorios y del trabajo invisibilizado de sujetos históricamente femeninos. Tanto la soberanía alimentaria como la economía feminista hacen patente la relación imposible entre la sostenibilidad de la vida y la actual lógica productivista.
Para desentrañar más la relación, nos ubicaremos en el epicentro de la Alboraia del 2015 para comprender a una Amparo que ha crecido unos años y que nos iluminará con un relato imaginario pero, como dicen las películas de tarde, basado en hechos reales.
La aprobación de un Plan General de Ordenación Urbana (PGOU) está poniendo en jaque la supervivencia de las familias rurales de la huerta valenciana. Amparo, que ha tenido una vida dedicada a sostener un hogar digno –con todo lo que ello implica– no soporta ver cómo los intereses de unos pocos van a tirar por la borda toda una vida. Su casa y la huerta de la que tantos años han comido se puede venir abajo. Su imaginario relato nos pasea por el patio interior donde un armario cansado de soportar intemperies se abre para mostrarnos unos 40 botes de cristal que contienen semillas. Sin nombre. Dice ella que sería capaz de reconocer las semillas de los diversos tomates solo tocándolas. Entre lágrimas nos pregunta que dónde va a plantar ahora ella estas semillas que durante tantos años ha seleccionado. Ella es quien las ha escogido celosamente y ha conservado las especies de su tatarabuelo para que sus nietos continúen plantándolas. Habla bajo y vuelve a preguntar: «¿te crees que esto no lleva trabajo?» Un trabajo invisible, no remunerado, feminizado, que sostiene la dignidad, que alimenta a una familia y que pone en jaque la lógica productivista de la agricultura como simple negocio, ubicándola, con el delicado trabajo vital de Amparo, en el centro de una eco-economía (o economía de la vida) frente a la economía de la muerte del PGOU o –como dice mi compañero Horacio Machado– frente a la necroeconomía.
Pero Alboraia en 2015 es la hermana gemela de Cajamarca en este mismo año. Y el PGOU, el hermano gemelo de la minera Yanacocha. Como decíamos al principio, un escenario común. En esta provincia del norte del Perú, las transnacionales mineras están atacando sistemáticamente la vida, poniendo en peligro las cabeceras de cuenca y contaminando los acuíferos que garantizan la supervivencia de las familias campesinas en nombre de la lógica de producción. Amparo podría ser en este caso doña Blanca y nos encontraríamos con una campesina peruana que pone en práctica las recetas de la economía feminista para defender una soberanía alimentaria. Una campesina que se cuestiona en voz alta por qué el trabajo de las mujeres –que ha consistido desde que ella tiene razón de ser en proteger a la familia y a la comunidad con su trabajo en la chacra (huerto familiar)– nunca ha sido reconocido, ni con dinero ni con las gracias. Y al mismo tiempo levanta la mirada y con una voz dolorosa vuelve a preguntar: «¿Y por qué el trabajo que han hecho los hombres históricamente (y mira hacia la mina) ha estado tan bien pagado y, sin embargo, ha destruido a nuestra madre tierra y nos ha quitado los alimentos sanos para vivir bien?»
Blanca y Amparo nos dan la clave, pues, para comprender la soberanía alimentaria, la defensa del territorio y la economía feminista de la ruptura como tres claves íntimamente unidas para la derrota del capitalismo patriarcal.
Socióloga. Desarrollando la tesis doctoral sobre el papel de las mujeres en el conflicto minero conga. Cajamarca, Perú.
http://soberaniaalimentaria.info/numeros-publicados/231-portada-21