Poemas de David Hevia de su libro «Anoche el día».
LA HACEDORA DE MUJERES
Ella planta los relojes,
lleva la tierra en los pies
imponiendo comisuras
a ese empeño que no aguarda
el anuncio de la brecha
ni la pausa constelada.
Su linaje, vaivén de agua,
viene esparciendo las vulvas,
historia impresa del rumbo,
brochas de húmedo corcel
que monta desde la arena
hasta su implacable mano.
Emplaza hijas en el huerto
y una tijera ha hundido
ese oleaje capilar,
pero tiene ojos de costa
la hacedora de mujeres.
Y si hay ninfas en la ninfa,
un día verán los hombres
cómo nace de ella el mar.
En la foto: Gabriela Jatib y Camila Varas Brash
BOSQUEJO
Las mujeres son desnudas.
Asesoras de la aurora
y voceras de los dedos,
establecen sus rodillas
el repliegue del vestuario
con que inclina la bahía
una alianza por Levante.
Al contrario de los hombres,
nace adulta la conjura
de esos cuerpos donde amplías
el regreso la antesala,
la cintura su jornada
y la arena descifrando
la tersura de cabellos
que redactan en el viento
onduladas simetrías
de jardines marineros.
Apremiadas por las horas,
corretean en la costa
indagando qué captura
y qué pierde la mirada
cuando posan los contornos
para el hombre que averigua,
-siendo flores sus deberes-,
peregrino de las aguas
donde nacen las mujeres
TU TRASLUZ
Hoy la imaginación
volvió a cobrarme
la velocidad
de su montura.
Vino, como siempre,
desde el sur,
atravesando ombligos
para detenerse
en la fértil insistencia
del ovario.
Nubló de asedio
el astillero del día
hasta desgajar
las sombras contenidas
de la uva,
pero esta vez
le respondí
con el árbol.
Quiso morder
el viento
sin escuchar
los bostezos
de la locura lenta
y cuando, febril,
me reprochó
la observable puntualidad
de mis piernas,
yo le recordé,
con ternura,
que la fiesta
abrazada aquí
por los colores
se debe todavía
a la disciplina
de la luna.
VALPARAISO
Cierne su marcha un territorio
de tan sinuosa risa náutica,
que cada mañana el espejo
baja del cerro a perseguir
la nueva expresión de su rostro
y derrocar todo preámbulo
mordiendo el torso de la playa.
Viene el arco de insignia nómade
tensando un canto de gaviota
que posa en la marea alianzas
entre calles que ya anduvieron
la conjetura de los hombres
y botellas que, cuando beben,
terminan dando el cuerpo al puerto,
previendo desde qué ventana
contemplar a la noche amar.
La mesa ha puesto en la bahía
la escala ágil de ese atuendo
con que van a vestir los pueblos
el acceso a la madrugada.
Llegan a su fin los regresos
porque la lluvia merodea,
después de abandonar el cielo,
exigiendo ser invitada.
Valparaíso, asomo en fiesta.
Palpar ahí sombras y vientos,
la invicta argucia del rocío
donde se extravían los viajes
que la ola rompe contra el tiempo.