20 - septiembre - 2024

“Los Oesterheld” un libro sobre la familia del genio Héctor Germán Oesterheld, creador de El Eternauta


Las periodistas argentinas Alicia Beltrami y Fernanda Nicolini escribieron la biografía familiar del creador del guión de la historieta  El Eternauta, el argentino Héctor Germán Oesterheld.
El Libro titulado “Los Oesterheld”  es publicado por la editorial Sudaméricana.
El Eternauta  fue publicado el año 1957, dibujada por Francisco Solano López y es considerada la primera gran historieta para adultos y marca un antes y un después en la historia de la historieta latinoamericana y mundial.

Héctor Germán Oesterheld y sus cuatro hijas  fueron asesinadas por la dictadura Argentina.
La única sobreviviente de la familia fue Elsa, el esposo de Héctor Germán Oesterheld y la madre de las chicas.
La biografía cuenta la vida de esa familia de clase media un poco acomodada, criada en un chalet de Beccar, y cómo Héctor, el padre. También es un viaje a los años 70, a los intereses de esas chicas, que además se enamoraban, tenían hijos, querían a sus padres. Y buscaban un cambio: un país más justo y solidario.
El libro también incluye el paso de Héctor Germán Oesterheld por Chile en los años 60, donde se vinculó con la joven vanguardia artística chilena, historietistas como Máximo Carvajal, Hervi y el guionista de Lolita, Carlos Alberto Cornejo.
Guón de Oesterheld, Dibujo de Hervi
¿Cómo comprar el libro?
Desde Chile se puede preguntar por la opción  electrónica en megustaleer.com.

 

Fragmento del libro: Elsa Sánchez de Oesterheld

los-oesterheld

Mi nombre es Elsa Sánchez de Oesterheld y soy la mujer de Héctor Germán Oesterheld, famoso en el mundo por haber escrito la historieta El Eternauta. En la época trágica de este país desaparecieron a mis cuatro hijas, mi marido, mis dos yernos, otro yerno que no conocí, y dos nietitos que estaban en la panza. Diez personas desaparecidas en mi familia. Pero prefiero recordar los años en los que fui feliz.
Cuando conocí a Héctor, yo tenía 17 y él 24. Estaba en el bar del club Arquitectura de Núñez con unas amigas y ni se me hubiera ocurrido fijarme en él porque no era muy guapo, la verdad, pero él se acercó y empezó a conversar conmigo. Le decían Sócrates porque sabía de todo, con una cultura general impresionante; a mí, que me apasionaba la literatura, la música, el teatro y había fantaseado con hacer danza clásica, eso me fascinaba. Y de a poco empecé a observar todo lo que leía, todo lo que hacía, era un tipo muy original, de una familia alemana que había sido muy paqueta; él nada que ver, eso no le interesaba, tenía amigos de cualquier lado, los del club, en donde jugaba muy bien al tenis, y los de la universidad. Y eso me encantaba porque era la oportunidad de hablar con gente con quien yo no había tenido posibilidad. Yo era de una familia muy modesta, de inmigrantes españoles. Fui a un colegio del Estado, en Nuñez, y después me mudé a las Cañitas, a lo de mis abuelos, porque a mi papá en el año 30 le fue muy mal. Tuve una hermana que falleció, Estela se llamaba, a los quince años. Supuestamente fue por una hepatitis B. Para mis padres fue terrible; ella era muy linda, muy inteligente y pacífica, igual que mi mamá; yo era tremenda como mi papá, inquieta. Tenía doce años cuando se murió, y hasta los 16 tuve una vida muy triste. Yo en realidad era tremendamente alegre, una persona que exteriorizaba todo, pero volvía a casa del colegio y era muy duro. En aquel entonces fue una tía mía la que le sugirió a mamá que me mandara a un club, para socializar. Ahí en ese club cambió mi vida.
Cuando nos pusimos de novios, en mi primer cumpleaños me regaló este anillito con un brillantito, es lo único que me queda de aquella época, lo tengo siempre puesto, aunque no soy amiga de las joyas y esas cosas, y nunca las tuve porque con Héctor jamás tuvimos plata, él nunca tenía nada. Al mes de comprometernos le publicaron ese cuento, en el año 43, que se llamaba “Truila y Miltar”. Sucedió que un compañero de él de la facultad, José Santos Gollán, le pedía siempre escritos para leer. Entonces Héctor le dio este cuento y su amigo se lo dio a su padre, que era editor del diario La Prensa. ¡Y se lo publicaron! En ese tiempo él estudiaba Geología, pero tenía la carrera medio abandonada, sólo iba al cine, leía, estaba con amigos, y tenía problemas en la relación con su papá, que era un hombre muy enérgico y veía que su hijo no agarraba ningún camino. Pero parece que el amor lo impulsó a estudiar: con ese tema estuvimos cuatro años de novios. Yo no llegué a terminar la escuela secundaria porque pasé a la escuela nacional de música con el profesorado de armonía y empecé a estudiar piano porque mi hermana era muy buena pianista. En realidad yo tenía pasión por la danza, pero sabía que en mi mundo no iba a funcionar como bailarina, estaba destinada a ser la chica esquema de aquella época, y el mundo en ese entonces era muy limitado para una chica, una chica debía reunir ciertas condiciones. El padre era macanudísimo, nos queríamos mucho, teníamos una relación muy particular. Cuando nos pusimos de novios, Héctor llevó una foto mía y se la dio a la madre y le dice a su marido ¡mirá Fernando, con lo que nos vino Tito! Porque en la casa le decían Tito, yo siempre le dije Héctor. Y cuando el padre vio la foto dijo, ah no, esta foto me la quedo yo, esa chica es para mí, y la puso en su mesa de luz. Ahí se dio algo muy simpático entre los dos porque yo era muy dada y me encantó el viejo, era medio criollazo; como había trabajado en el campo toda la vida, estaba todo el tiempo con gente campesina. Tenían campos en la provincia de Buenos Aires, no sé bien dónde… Héctor vivió un tiempo en el campo, de chico, cuando la familia tuvo problemas económicos. Y en Rosario. Ellos eran dos varones y tres mujeres. Después volvieron. Parece que el padre tenía cierta simpatía por los alemanes en la guerra, nada serio, y con Héctor chocaban, porque Héctor era todo lo contrario. Conmigo, en cambio, el viejo era divino, y se tranquilizó porque vio que el hijo empezaba a encaminarse.
En el 47 nos casamos y nos fuimos de luna de miel a las Cataratas, paramos en el Viejo Hotel Cataratas, una belleza, todo de madera, se podía escuchar el ruido del agua y Héctor estaba fascinado con los bichos. Nos casamos en una iglesia a una cuadra del Hospital Militar, en Belgrano, hicimos una fiesta en la confitería Ritz, era un sacrificio muy grande de los dos lados, él era agnóstico, pero la familia era terriblemente católica, yo no, pero sí creía en lo cristiano, en la figura de Cristo. Mis hijas estaban bautizadas y tomaron la comunión más por algo familiar, por los abuelos y porque en ese tiempo se estilaba.
Héctor estaba lleno de amigos y a la vez era un tipo muy para adentro, pero yo lo entendía, le decía que la Geología no le interesaba como carrera sino que le daba la posibilidad de estar en plena naturaleza solo, porque parecía muy dado pero en realidad era un hombre que siempre buscaba la soledad. Yo era muy vivaz, activa, extrovertida, me encantaba la vida, experimentar, y nos complementábamos muy bien. Héctor se recibió, terminó su carrera, pero le quedó pendiente la tesis porque ahí ya estaba decidido a seguir escribiendo. Él siempre había escrito para chicos chiquitos, era un hobby pero al mismo tiempo soñaba con ser escritor. Después, cuando nos casamos, dejó la carrera, dejó el laboratorio del Banco Industrial en el que trabajaba, y decidió dedicarse a escribir. Antes lo hacía, pero en el banco le impedían firmar con su nombre, por eso en las obras para chicos firmaba Sánchez Puyol, Sánchez por mí y Puyol por la madre. Cuando vio que lo reclamaban de las editoriales para chicos, lo hizo su profesión y ahí entró en editorial Abril, donde le pidieron que hiciera una revista que se llamó Gatito y para mí fue lo más lindo que se hizo en la Argentina para chicos, la dibujaba Cses, de origen húngaro. Y después le pidieron que escribiera historietas. El que hacía los guiones en ese momento era Alberto Ongaro. Era del grupo de los italianos contratados por Abril, entre ellos estaban Hugo Pratt, Memo Letteri, Ivo Pavone, Faustinelli. Ongaro mismo le dijo a Héctor que ocupara su lugar: “Vos podés adaptarte, hacer cualquier cosa”. Héctor hizo dos o tres historietas que le aprobaron enseguida y se dio cuenta de que tenía posibilidades. Y también de que los chicos del secundario no leían libros y todavía no había televisión. “El chico común con una familia sin acceso a libros no tiene acceso a nada, entonces las historietas tienen que ser algo bien hecho, para que aprenda historia, ciencia, geografía, y estimule su imaginación”, decía. Empezó con Bull Rockett y el Sargento Kirk, yo que no leo las historias de aviones y de cowboys me divertía como loca, claro que era un tipo cultísimo, leía varios idiomas, alemán, inglés, francés, era científico y todo eso le daba la posibilidad de escribir sobre cualquier tema. Yo empecé a ayudarlo a trabajar, aprendí dactilografía, vivimos los primeros años en un departamentito en Belgrano, hasta que quedé embarazada de la segunda. Al principio ninguno de los dos quería tener hijos enseguida y viajamos un poco por el país. Él estaba acostumbrado porque lo había hecho como geólogo de YPF, en donde también trabajó. Incluso ni bien nos casamos le habían ofrecido un puesto en San Juan pero él dijo que no, porque la vida de geólogo es horrible, yo tendría que haber vivido sola en la ciudad a los 22 años mientras él venía una vez por semana quién sabe de dónde. Ahí empezó con los cuentos para chicos, antes de ser padre. Y después, cuando dijimos de tener hijos, yo no quedaba embarazada. Fui al médico y me dijo que no pasaba nada raro, que esperara, que la salud reproductiva mía era una maravilla. Y quedé. No tuve nunca un problema, todos los partos naturales. Estela nació en el 52, Diana en el 53, Beatriz en el 55 y Marina en el 57. Cuando quedé embarazada de la segunda, nos mudamos al chalecito de Beccar, que tenía tres habitaciones y es el que aparece en El Eternauta. Necesitábamos más espacio, y nos gustó el barrio, el verde, que tuviera jardín. Sabíamos que íbamos a tener más hijos. Yo siempre quise tener cuatro. El varón no vino pero a mí no me preocupaba, me encantaban las nenas. Él estaba encantado, más que un padre era un abuelo. En Beccar nos decían la familia Conejín. La gente no entendía que estuviéramos todos en la casa todo el tiempo. Ahí había mucha gente extranjera que te encontrabas en la verdulería y se preguntaban qué hace este hombre, de qué vive, parecía que vivía de rentas. Lo veían en el jardín plantando flores con las cuatro nenas y llamaba la atención: ¿en dónde había un padre en esa época que estuviera todo el tiempo con los chicos?, sólo un loco, un escritor como él. Cambiaba pañales, hacía mamaderas, para él era una distracción, y cuando veía que sus hijas lo reconocían y se reían, se volvía loco. Él les daba a leer los cuentos. Papu, le decían, ¿hiciste algo nuevo? ¿Terminaste este? Estaban todo el tiempo en las piernas de él. Era un padrazo. Tenía un escritorio y tuvo que donarlo para que durmieran Beatriz y Marina y pasó a trabajar en el living a la no che, en la mesa, hasta las cinco de la mañana. Después se tiraba a dormir en el sillón, o se levantaba a la madrugada, si tenía que entregar un trabajo. En esa casa estaba lleno de chicos y vecinos, primero para jugar con las nenas, y después bueno, después cambió. Yo me ocupaba de la casa, de las nenas y él de los dibujantes, que también venían. Las chicas fueron creciendo en un núcleo de artistas, ellas dibujaban, escribían, cantaban, vivían en un mundo idílico. La política existía pero nosotros estábamos al margen. Después empezó a venir a casa un sociólogo, un chico que se llamaba Pablo Fernández Long, y ahí mi marido ya hablaba de otras cosas.
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