Hay rincones perdidos de nuestro exilio, remotas ciudades de la diáspora, olvidadas, donde aún arde en secreto nuestra antigua llama, donde Dios ha salvado un resto del desastre.
Chaim Nachmin Bialik
Paula Kaiser, In Memoriam (Kattowitz 1910 – México, D.F.
1986)
I
La mañana del 23 de mayo de 1939, Joseph Roth se dispuso a escribir, como todos los días, en la terraza del café Tournon. La primavera de ese año en París, meses antes de la segunda guerra mundial, se recordaría como una de las más calurosas y transparentes. Había terminado su último libro: La leyenda del santo bebedor, una historia escrita con la solidaridad del alcohólico que describe a un hermano, a un compañero del mismo destino: “Mientras Andreas Kartak bebía, se dio cuenta de que se encontraba en París sin el correspondiente permiso de residencia. Revisó sus papeles y llegó a la conclusión de que en realidad podía considerarse un exiliado, pues había llegado a Francia en calidad de minero, procedente de Olschowice, en la Silecia polaca”.
Roth presintió esa mañana que no volvería a escribir. Su cuerpo era una ruina: la pierna derecha casi inmóvil, los pies hinchados y una infección estomacal crónica. No soportaba la luz. Lo estremecía un violento dolor de cabeza que se comunicaba a los ojos y al estómago. Lo recorrían escalofríos y vomitaba. El Pernod era el responsable de que las noches fueran el gran terror, el gran misterio. Cinco años antes se internó en una clínica para alcohólicos. Después de cuatro semanas de terapia, fracasó y volvió a beber con mayor ansiedad. Sus paseos se limitaron entonces a una sola calle: su pequeña república de Tournon, como él decía.
A finales de 1937, sobrevivió sin ánimo al último naufragio: la demolición del Hotel Foyot, su casa desde 1927. El edificio del siglo XVIII, situado en el cruce de las calles Tournon y Vaugirard, fue el cuartel de los Borbones en la revolución francesa; Hegel se hospedó ahí en 1827, durante su estancia parisina Rilke pasó tres semanas escribiendo y Raymond Radiguet, el joven escritor francés, murió en uno de sus cuartos. Roth pensó siempre que la muerte lo esperaba en esos corredores porque, después de Rilke y Radiguet, era el tercer escritor cuyo nombre comenzaba con R. “Amo mi quartier latin, mi Hotel Foyot”, escribió. “El Hotel es mi casa. Me da dinero y me alimenta si tengo hambre. Es tranquilo, discreto y distinguido, como una vieja moneda de provincia”. El dueño del hotel, seducido por ese escritor austriaco, cronista de tantas desdichas y bebedor de coñac y ajenjo, le ofreció un cuarto en el segundo piso, no permitió que pagara la cuenta y ordenó al personal que se le atendiera como si fuera uno de casa. Era un cuarto diminuto; aunque un espejo que duplicaba la longitud y reproducía la ventana daba la ilusión del espacio y aun del aire libre. Roth no necesitaba sino cruzar la calle y dirigirse al café Tournon, su estudio y oficina por varios años. Al amanecer regresaba a su casa. Auguste, el portero de noche, lo recibía diciéndole:
– Usted es un barco con demasiada carga. Se está yendo a pique, monsieur Roth.
Discutía con Auguste los contratos con las editoriales. Le explicaba que la esperanza no compensa mejor que el recuerdo una pérdida afectiva, y que el tiempo no era la verdadera medicina contra la tristeza.
Las autoridades de París decretaron en noviembre la demolición del Hotel Foyot: existía inminente peligro de -derrumbe. Roth fue el último en abandonar el edificio. Permaneció dos días enclaustrado, escribiendo. Todos se habían ido: Auguste y los meseros, las tres recamareras y el dueño. Poco a poco se llevaron los espejos, las alfombras y las macetas con las palmeras. Mientras las grúas arrasaron la cocina, Roth estaba fascinado en ese barco que se hundía. Tuvo la sensación de que le había caído una maldición en la que residía todo el mal y la perfidia del mundo. Cuando comenzaron a destruir el techo, salió del Foyot y cruzó la calle: se hospedó en el hotel de enfrente, en los altos del café Tournon. Durante dos semanas, desde la terraza del café, se distrajo observando cómo destruían su casa. “Amo el Hotel Foyot como otros aman a su patria. Nada me importa tanto, nada me afecta en mayor grado, ni nada puede conmoverme tanto como su demolición. Muchas veces regresé a mi cuarto como otros regresan a su tribu o a su casa”.
Por esos años Joseph Roth le dio al café Tournon el aire y la dignidad de los antiguos cafés de Viena. Su mesa fue el punto de reunión de muchas personas cuyo solo interés era escucharlo. La fauna que entraba y salía del café se dividió en tres turnos: de las cuatro a las nueve de la noche se acercaban actores, periodistas, representantes del partido monárquico de Austria y exiliados; de las diez a las tres de la mañana llegaban amigos más íntimos como Soma Morgenstern y Jean Janés, quienes vivían con Roth en el Hotel; escritores como Stefan Zweig, Ludwig Marcuse, Hermann Kesten y Ernst Toller.
A partir de las tres de la mañana, Roth bebía con Joseph Gottfarstein, el rabí de Letonica, un misterioso exégeta del Talmud. Después de viente o treinta “Suze a la Mirabelle”, mezcla de coñac y aguardiente, subía a su cuarto temblando y se echaba en la cama.
La tarde del 23 de mayo, después de comer sólo un pedazo de pan, Roth llegó al café acompañado por Eduard Brocyzner, un médico polaco, el periodista Hans Natonek y Stefan Fignal, su viejo amigo. Lúcido, alegre, vitalísimo, Roth tuvo una agitada discusión con Natonek, quien se empeñaba en hacerle ver la victoria contundente del fascismo. Natonek le preguntaba por qué creía que los nazis estaban derrotados y largamente volvía a la carga, sugería hipótesis apocalípticas de las que Roth, sin desmentirlas, lograba evadirse. Las arremetidas de Natonek y las evasiones de Roth fueron un enfrentamiento prodigioso. Toda esa agilidad, buen humor, suspicacia, inteligencia y destructora capacidad de mentir eran las de un hombre completamente ebrio. En eso entró al café un exilado alemán. Sin saludar, les dijo que Ernst Toller se había ahorcado en Nueva York, el mismo día de su llegada. Roth, que aprendió a estimar a Toller en el Berlín de los veinte, se puso de pie gritando:
– Toller fue siempre un imbécil. No tenía remedio. íAhorcarse ahora que nuestros enemigos están casi derrotados!
Antes de sentarse cayó sobre la silla y rodó por el suelo. Madame Alazard, la dueña del café y una suerte de constante enfermera, ordenó a los meseros que lo llevaran a su cuarto. Eduard Broczyner le puso una inyección de cafeína y le sirvió un coñac. Natonek pidió una ambulancia por teléfono y alarmó a Blanche Gidon, su traductora francesa. Pero Roth bajó las escaleras y tomó su lugar en la mesa. Le sirvieron otro “Suze a la Mirabelle” y pidió disculpas:
– Toller fue uno de los mejores alumnos de Max Weber, ¿lo sabían? Weber decía que Dios en su cólera infinita lo hizo político.
Media hora después llegó la ambulancia. Salió del café Tournon apoyado en Janés y contra su voluntad. Soma Morgenstern le entregó su sombrero y el bastón. Se despidió de Madame Alazard besándole la mano.
El hombre que llegó esa noche al hospital Neker era un alcohólico incurable, de baja estatura y rostro congestionado. Nació en Galizia, provincia del imperio austrohúngaro. Cumplía cuarenta y cinco pero representaba sesenta años. Le repugnaban la estupidez y la hipocresía. Amaba el idioma alemán y veneraba la memoria de un imperio perdido. Profesaba la fe católica y la creencia en la monarquía. Hablaba francés con una perfección notable. Fue el gran cronista del Frankfurter Zeitung, el periódico más prestigiado en la Europa de los veinte. Un judío desarraigado, melancólico, con la certidumbre de que todos los comportamientos son comprensibles y moralmente enjuiciables. Su pasión era la literatura; fue uno de los mejores novelistas alemanes de este siglo.
A pesar de todo, al ingresar al hospital, su estado no era agónico. No mostraba el menor rasgo de congoja y desesperación. La primera noche la pasó bromeando. Desfilaron más de nueve personas por su cuarto. Al día siguiente le diagnosticaron una bronquitis.
– Quiero salir de aquí -le dijo a Fignal-, el alcohol tiene la culpa, como siempre.
El tercer día fue terrible. El doctor Herbert Stoerk, un amigo del café Tournon, le diagnosticó delirium tremens y pulmonía doble. Cuando Broczyner llegó cuatro horas más tarde Roth ya no lo reconoció, gritaba que Hitler era el anticristo y la guerra, inevitable. Los médicos del hospital cometieron una falta gravísima: le suspendieron el alcohol. Considerado como un fenómeno neurofisiológico y metabólico, el delirium tremens no es más que la manifestación psiquiátrica, la protesta del organismo por la suspensión inesperada del alcohol, una droga a la que se adaptó el metabolismo. Sin embargo, nadie conoce el puente entre la neurobioquímica y la psiquiatría. La mala suerte hizo lo demás. El hospital Neker era una institución para indigentes. Nadie se molestó en elaborar una historia clínica. En cambio, lo ataron con correas a la cama y lo dejaron morir. Stefan Fignal, la última persona que habló con él, narraría después ese encuentro: “Cuídate de esa mala gente -me dijo Roth-, no son sino verdugos. No quiero quedarme aquí -agregó-, todavía puedo escribir. Antes de hundirse en el delirio, Roth imploró a esa gente que lo desatara, rogó que lo llevaran a otro hospital. Nadie lo escuchó. Siguió atado a la cama, entre accesos de tos y vómitos. Así, una gripe fue después bronquitis y, más tarde, una pulmonía doble”.
El hospital Neker se le volvió un infierno improvisado. Al final de La leyenda del santo bebedor, Roth escribió: “Dénos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte”. Nadie le concedió esa muerte. Murió entre alucinaciones espantosas. El delirio lo mantuvo doce horas en un estado de tal exacerbación que le ocasionó por fin un paro cardiaco.
Después de la segunda guerra mundial los testigos desaparecieron y nació la leyenda del suicidio. Desde entonces se ha querido ver en Roth a otro de los escritores que, ante el avance del nazismo, eligieron el suicidio. Tal cosa es falsa: aunque la psicosis alcohólica sea una lenta variante del suicidio, nadie puede asegurar que Roth no saliera con vida de otra clínica. Ante el peligro real de la conciencia y la lucha fascistas Roth no perdió nunca su actitud combativa. Cuando los ejércitos alemanes entraron en Viena el escritor Egon Friedell se suicidó lanzándose de un quinto piso. Al enterarse Roth escribió el artículo Contra los Suicidas, en el que protestaba por la decisión de Friedell: “El suicida es alguien incomprensible. Después de todo, vale la pena preguntarse por qué las personas con la fuerza necesaria para quitarse la vida, no consideran la posibilidad de llevarse consigo a quienes causaron su suicidio. Soy -lo confieso- un bárbaro si me comparo con tantos nobles suicidas. Sin embargo, sigo creyendo que el suicida es alguien que equivocó el blanco. Si tuviera la capacidad de matarme, no me iría solo de este mundo”.
Nexos, 1 SEPTIEMBRE, 1987