Soleda Barruti es una periodista y escritora argentina. En su país ha publicado el libro de denuncia Malcomidos: Cómo argentina nos está matando. Junto con Carlo Petrini, participó el pasado mes de enero en el Congreso Futuro celebrado en Chile, una de las reuniones latinoamericanas más importantes sobre los desafíos de la humanidad.
Ha respondido algunas preguntas para nosotros.
¿Cómo ves el sistema alimentario actual: problemas y contradicciones?
El sistema alimentario es un reflejo perfecto de lo peor de esta época. En primer lugar está asentado sobre la ignorancia de los que lo consumen: nadie estaría de acuerdo con que su comida saliera de un combo de tortura, desprecio, envenenamiento y destrucción como sucede hoy con todo lo que lo involucra: personas, animales, plantas, ecosistemas enteros. Si los supermercados son un éxito y siguen atiborrados de clientes, si las marcas parecen aún confiables, es porque los gritos están silenciados, las imágenes del horror hay que irlas a buscar, nadie sabe cuánto realmente lo perjudica alimentarse y alimentar a sus hijos de todo eso, y la información es un bien de lujo, que cambiamos por la publicidad permanente que termina de taparnos los ojos.
En segundo lugar el sistema alimentario se sostiene con miedo. ¿A qué? A las máximas que se repiten sin ningún sustento científico, sin ningún rigor: “Si se dejara de producir de este modo millones de personas van a morir de hambre”, “hay que aumentar la producción y este es el único modo”… “No hay otra forma de darle de comer al mundo”, dicen, como si esta forma estuviera funcionando. Como si no hubiera 850 millones de hambreados, como si un tercio de lo que se produce no terminara en la basura, como si esta forma de producción no implicara un pacto suicida de agotamiento de recursos, extinción de la biodiversidad, supresión de las culturas. Yo digo: si no hay otro modo de darle de comer al mundo, si de verdad creemos eso, apaguemos la luz y renunciemos. Porque si con lo creativo que puede ser el ser humano no se nos ocurre algo mejor que devorarnos todo para tener las góndolas llenas de chatarra, no valemos la pena.
En particular, ¿cuál es la situación en América del Sur?
En América central y del sur el peor fenómeno actual es la transculturización y la entrega de los paladares a la industria de los ultraprocesados. Las grandes corporaciones, ven en esta región un paraíso de oportunidades: buenas tierras para sus monocultivos, mano de obra barata, consumidores a los que les van entrando con una promesa de progreso y fórmulas adictivas que resultan un boom. Hay comunidades enteras que abandonan el agua o las bebidas tradicionales cuando se instalan las refresqueras con todas sus ofertas, tienditas que reemplazan los puestos de comida tradicional, y luego el cambio de la materia prima de calidad por sustitutos industriales, como el maíz de verdad por maíz transgénico. Eso es una tragedia que ya tiene la dimensión de un desastre de salud pública que, al igual que el negocio, no reconoce nuestras propias fronteras. Obesidad, diabetes, problemas cardiovasculares: estamos teniendo un record de todo eso. Y curiosamente es peor en los lugares donde la comida de verdad debiera estar más al alcance de la mano, como las comunidades indígenas. Eso sucede, claro, con la complicidad de los gobiernos que ven en las grandes marcas oportunidades de desarrollo, o socios estratégicos para extender ciertas políticas.
Por supuesto son dos sistemas de difícil sino imposible convivencia: la agricultura industrial tiene la fuerza bruta del atropello y va deglutiendo pequeñas huertas, desplazando campesinos, arrinconando a los productores, reduciendo la naturaleza a su mínima expresión. Entonces, si bien seguimos teniendo una variedad y una diversidad que hacen que viajar por la mayoría de nuestros países sea una experiencia gastronómica increíble, cada vez va empobreciéndose más. Y lo seguirá haciendo a no ser que le pongamos un límite pronto al sistema.
¿Tienes confianza en la posibilidad de cambio? Y si es así, qué actitudes tendriamos que adoptar? ¿Con qué deberíamos comenzar?
Hay días que tengo más confianza que otros.
Sobre todo la esperanza me aparece cuando veo la tenacidad, la convicción, la valentía de los indígenas y campesinos de esta región. Mujeres y hombres que no están dispuestos a renunciar a su lugar en el mundo, a hacer lo que saben y aman hacer, a defender la tierra. Han logrado cosas inmensas aunque es una tarea de riesgo porque acá defender el territorio es estar en riesgo de muerte. Pero son más los que persisten que los que renuncian. Y eso obliga a quienes compartimos la causa sin poner el cuerpo a mantener la fe.
Creo que el cambio debería comenzar por acercar la información correcta a las personas. Hay que mostrar que detrás de la cara encantadora que muestran los páckagings, detrás de las promesas de progreso y de los planes de la agricultura industrial sólo hay más violencia y desdicha para todos. Hay que contar que lo que está en juego es demasiado: es nuestra salud, la naturaleza, la belleza, la empatía, el disfrute, el gusto. Y hay que no sólo es hay otra forma de darle de comer al mundo sino que esa forma existe, está entre nosotros. Estamos en la región de donde salieron algunos de los alimentos más importantes de la humanidad, el maíz, el cacao, el tomate. Eso sucedió porque acá se desarrollaron saberes increíbles, y lejos estamos de haberlos perdido.
La clave está en devolver el micrófono a los que saben hacer comida de verdad para que cuenten y muestren lo que hacen, para que garanticemos su permanencia en la tierra, para que los que estamos en las ciudades nos volvamos sus coproductores, para que se les pague un precio justo, para que sean realmente valorizados.
En este contexto, ¿qué papel crees que puede tener movimientos como el de Slow Food?
Creo que Slow Food es un espacio que da visibilidad a los campesinos, indígenas, pescadores, recolectores, guardianas de semillas, mujeres rurales, y eso es un montón. Porque podría ser un movimiento de hedonismo, de disfrute de la buena comida y no: se posiciona políticamente, con lo que molesta escuchar hablar de política a tantos que sólo parecieran querer comer bien. Slow Food les dice: si quieres comer bien, tienes que procurar que los campos, las selvas, las montañas, los desiertos mantengan sus pueblos, que los productores sean los protagonistas, no el producto solamente. Claro que siempre puede haber quien se acerque en busca de un rico queso y un buen vino, pero de camino se topará con una cantidad de información más que al menos puede darle curiosidad, una inquietud, un acercamiento más humano a un acto que muchos han vuelto uno de mero consumo.
¿De dónde viene tu relación con la comida y la idea de escribir el libro Mal Comidos?
Mi relación con la comida siempre estuvo vinculada al placer: me gusta comer, y me pone muy de malhumor comer algo feo, sin gusto o que no haya más opciones que un sándwich industrial, como ocurre cada vez en más lugares. Sin dudas es una relación que viene del lado materno: mi abuela siempre cocinó como los dioses y se la celebró por eso. Su comida, aunque cotidiana, era algo extraordinario. Crecí dándole esa importancia. Luego, ya desde la escuela primaria me gustó meter mano en la cocina. Cocinarme, conocer. Mi madre es muy curiosa de especias, recetas con ingredientes poco frecuentes, huertas y productos orgánicos.
Ese amor en algún momento se unió con mi profesión. Soy periodista, me gusta investigar, soy curiosa. Y la producción de alimentos es el tema donde convergen los temas más importantes de esta época. Es un terreno tan fértil para quedarse a intentar entender el mundo por todos sus costados: la biología, la historia, la política, la economía, la cultura, las humanidades.
¿Qué deberíamos esperar en tu nuevo trabajo editorial? ¿Cuáles son los aspectos más importantes en los que te estás enfocando?
Mi próximo libro es una especie de continuación del anterior. Malcomidos fue el intento por explicar qué ocurre con el sistema de producción de alimentos en Argentina. Cómo, cuándo, para qué y con qué nos volvimos productores de soja transgénica de exportación, un cultivo al que le entregamos el 60 por ciento de nuestras tierras productivas. Qué hicimos con la ruralidad, nuestros alimentos, las personas que viven en el campo expuestas a casi 400 millones de litros de agroquímicos por año… En esta nueva investigación el territorio es Latinoamérica: me interesa reflejar la transformación que está teniendo y las luchas que existen para defenderla, poniendo a los niños como protagonistas de esta época. Creo que ellos son las principales víctimas del sistema alimentario.