18 - enero - 2025

«Poner el cuerpo». Escuela política y aprendizaje personal

«Poner el cuerpo» Un cuerpo involucrado en la realidad que vive y que percibe, que le afecta y que le concierne. Es la idea  de la filósofa española Marina Garcés y su escuela política y su aprendizaje personal en los nuevos movimientos sociales. Garcés  es  profesora titular de Filosofía en la Universidad de Zaragoza, e impulsora del pensamiento crítico.

PONER EL CUERPO

Marina Garcés

Nací por segunda vez el 28 de octubre de 1996 en la Via Laietana de Barcelona. Esa mañana la policía había desalojado el Cine Princesa, después de siete meses de okupación. Yo no había entrado nunca en el Cine Princesa, ni en ninguna casa okupada. Pero esa tarde estuve allí. Estuvimos allí.

Un nosotros sin nombre se sintió y se hizo sentir.
No sabíamos quiénes éramos y aún no lo sabemos del todo. Éramos la ciudad que no cabía en el escaparate. La ciudad no se había terminado de creer el éxito olímpico. Barcelona era una ciudad que empezaba a sufrir la especulación y la precariedad, aún impronunciables.

Y nosotros éramos una gente, sólo gente, que no se reconocía en ninguna sigla, bandera o identidad.

En diversas tradiciones, quizá sí. En historias lejanas y más recientes, también. Pero la Via Laietana, esa tarde, dejó entrever la posibilidad de tomar una posición que desbordaba los marcos establecidos y los lugares previstos.

Sólo teníamos el cuerpo. Habíamos puesto el cuerpo, sin saber para quién ni por qué.

«Que nos quiten lo bailao», habían dejado pintado en las paredes, dentro del Princesa. La realidad se había agrietado y una fuerza centrífuga casi nos hizo asaltar la comisaría de la Via Laietana. Recuerdo cómo flotaban los cuerpos, de un lado a otro y sin dirección. Recuerdo un abrazo que se convertiría más adelante en el abrazo de un compañero de vida. Recuerdo una pregunta, «¿tienes cita?», que no entendí, pero que me transmitió complicidad. No teníamos móviles y esta pregunta significaba que alguien me esperaba al final de la mani, para saber que todos estábamos bien.

¿Quiénes éramos todos? ¿Por qué yo?

Cuando escribo estas líneas han pasado veinte años desde ese día. Algunos de los que estábamos allí ahora son políticos de renombre. Otros se han perdido en el anonimato. Algunos mantenemos vínculos extraños, intermitentes pero fieles. A pesar de nuestras trayectorias personales, la verdad es que no sé en qué nos hemos convertido, qué ha sido de nosotros.

Nacer no es empezar nada nuevo. Nacer es un desplazamiento irreversible.

Llegar al mundo, salir de los espacios conocidos, ponerse al margen y alterar el punto de vista, salir para volver a entrar. Cada uno de estos movimientos interrumpe la circulación, sabotea lo que estaba previsto y abre una dimensión impensada.

Esto es un nacimiento.
Nada sale de la nada, como aprendí en mi primer curso de filosofía. Pero hay acontecimientos que hacen que nada vuelva a ser igual.

«Seamos todos okupas. Démonos prisa. Hay infinitas casas por okupar. Hay infinitos mundos por abrir».

Así determinaba una octavilla que salió poco después del desalojo del Cine Princesa, un texto anónimo como muchos de los que se hacían en ese momento, escrito por el entorno que esa tarde me había incluido en su «cita» después de
la manifestación. Con esas palabras la okupación dejó de ser, por lo menos durante un tiempo, una tribu urbana o un movimiento. Se convirtió en un gesto radical compartido por mucha gente y por muchos mundos. La okupación, se viviera directamente o no, pasó a ser el gesto de abrir espacios de vida en una ciudad que se estaba volviendo
invivible. Escaparate, supermercado, cárcel… aún no podíamos imaginar lo que estaba por llegar, en qué se convertiría la ciudad bajo la presión del turismo, con el control de la normativa cívica, tras la represión de la Ley Mordaza y en medio de la destrucción de la crisis. Pero ya entonces era una ciudad donde costaba cada vez más respirar. Abrir espacios de vida fue la consigna y la pragmática de las okupaciones, de sus espacios, de los barrios que transformaba y de las acciones y manifestaciones que provocaba.

En el grupo de afinidad que empecé a frecuentar cada semana, hablábamos de «poner el cuerpo».

No era terminología técnica, como sucede ahora cuando las ciencias sociales han incorporado lo que llaman el «giro corporal» y que ha sido el paradigma que ha venido a suceder al «giro lingüístico».

Era una expresión intuitiva que señalaba una posición donde, precisamente, filosofía y práctica no se podían separar.

«Poner el cuerpo» significaba que sólo se puede pensar actuando y que sólo se puede actuar pensando.

Es decir, que pensamiento y acción se transforman y se empujan uno a otro y que no nos valía, por tanto, la separación entre intelectuales y militantes, entre grupos de acción y grupos de reflexión, entre academia y movimientos sociales. Poner el cuerpo significaba, también, exponerse. Arriesgar no sólo bordeando o traspasando los límites de la legalidad, sino también de la propia vulnerabilidad. En un mundo de espectadores, clientes y consumidores, la vida sólo podía volver a ser nuestra poniendo el cuerpo en común, haciendo cosas juntos, compartiendo el espacio y el tiempo. Okupar, en este sentido, se nos ofrecía como un gesto que se alzaba contra la privatización de la existencia, de la existencia de cada uno de nosotros, atacando el corazón de la propiedad privada.

Es decir: de la especulación con los espacios vacíos de la ciudad y de su planificación capitalista.

Con el paso de los años, «poner el cuerpo» también ha sido la idea que ha guiado mi pensamiento y mi escritura filosófica.

El aprendizaje de esos años me enseñó a leer y a escribir de otra manera y a entender que la teoría no representa el mundo sino que es una herramienta para desplazarnos y para aprender a percibirlo de otra manera. Los conceptos no capturan sentidos, sino que son llaves que abren caminos, los caminos de lo impensado. Pero para eso hay que dejarse caer, hay que entrar en el mundo y encontrar la puerta que no se espera.

Toda teoría es la de un cuerpo involucrado en la realidad que vive y que percibe, que le afecta y que le concierne.

Por esto toda teoría es parcial. Contra esta insuficiencia inevitable, hemos inventado puntos de vista superiores: la mirada de Dios, la eternidad de las ideas, el punto de fuga de un futuro utópico… Son perspectivas que falsean y violentan la realidad porque pretenden ponernos fuera de ella, allí donde no nos puede tocar, allí donde no nos puede afectar, allí donde pensamos que la podemos dominar. De ahí la peligrosa proximidad de la teoría y de los intelectuales con los poderes fácticos. Aprendiendo a poner el cuerpo, aprendí a salir de la esfera de la representación para entrar en el espacio del compromiso. La esfera de la representación funciona sobre la base del reconocimiento y, por tanto, de la identidad. El espacio del compromiso sólo depende, en cambio, de nuestra capacidad de afectar y de dejarnos afectar sin rompernos por el camino.

Mientras hacía estos aprendizajes colectivos, en la calle y en los centros sociales okupados, empecé en solitario mi primer trabajo filosófico largo, la tesis doctoral. Más concretamente, en el curso 1996-1997 me matriculé en lo que entonces eran los cursos de doctorado e inscribí mi primer proyecto aún sin forma, pero sí con un título
que sobreviviría y que me ha acompañado siempre: En las prisiones de lo posible. En este trabajo abordaba un problema, que era el que entonces se me clavaba en la piel y en la conciencia: ¿cómo podemos entender una realidad hecha de posibles y que al mismo tiempo no podemos cambiar?

Esta paradoja era, precisamente, la que presentaba entonces el capitalismo global: un mundo hecho de posibles al cual no había alternativa. Un mundo, por tanto, en el que estábamos condenados a escoger sin poder transformarlo.

A medio camino de este trabajo filosófico, en 1999 el movimiento antiglobalización lanzó al mundo una consigna: otro mundo es posible. ¿Qué sentido sentido podía tener ese «posible», en un mundo que había planetarizado las condiciones de vida del capitalismo y que, por tanto, no dejaba nada fuera?

En la grieta que se había abierto en la Via Laietana esa tarde de octubre de 1996, habíamos empezado a explorarlo.

 Ciudad Princesa. Marina Garcés. Galaxia Gutenberg, 2018. 256 páginas.

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