21 - noviembre - 2024

Tu perro te sobrevivirá. Rex, un cuento de Laird Barron

Laird Barron (1970) es un escritor y poeta estadounidense, nació en Alaska y vive actualmente en Nueva York. Su obra se inscribe en el género del horror y la fantasía oscura. 

Rex

Laird Barron

I

Piensas en ti mismo como en Caninus Rex.

Millones de años antes del paraíso de los animales, eras un cachorro llamado Buck en honor a aquella famosa novela de London. Un niño te rescató de un saco de arpillera en los bajíos del río Yukón. Disfrutaste de una buena vida. Al crecer te convertiste en un perro de dientes largos y hocico blanco. Tu dueño, un muchachito que había aprendido cómo debe comportarse un hombre viendo Fiel amigo[1], te llamó para que lo acompañaras al bosque. Apoyó el cañón de un rifle contra tu cráneo. Frío. Supiste lo que se avecinaba, pero lo miraste y sacudiste la cola contra las hojas secas.

Nova de sangre, sesos y pensamiento.

 

II

Érase una vez alguien, en algún lugar, que apretó un botón, y entonces acaeció algo más sangriento, pero no menos transformador, que la Parusía, tras de lo cual se instauró el paraíso de los animales.

En el paraíso de los animales toda la creación ha revertido a un estado primigenio.

Los polos están helados. Los desiertos resultan inhóspitos salvo para los escorpiones, las serpientes y las imponentes cúpulas de los hormigueros. Bosques y selvas están blindados por doseles que abarcan continentes. Las llanuras abundan en leones y paquidermos. Los alces migran siguiendo los montañosos senos de las Black Hills, con lobos y coyotes merodeando a su zaga. Las mareas retroceden del azul y el verde al negro, y los monumentos humanos en los archipiélagos fruncen sus rasgos hasta convertirse en ruinas mientras los antiguos dioses continúan sumidos en su letargo.

En el paraíso de los animales, la tierra ya no está veteada por carreteras pavimentadas. El marrón y el verde las han devorado. Ciudades de juguete son restituidas sin falta a las frondosas necrópolis que las rodeaban. De noche, los campos de estrellas destellan en lo alto formando arrecifes inmensos. El terreno es llano, informe y negro, salvo por el fuego volcánico en el ribete del horizonte, esos trazos de refulgente pintura de dedos divina.

La única música que se oye son los cantos de los somormujos y el viento sonando flautas óseas en cementerios de elefantes.

 

III

Pasaron décadas y una ajada célula raspada de la bota de un niño muerto largo tiempo atrás te resucitó a una nueva vida. En aquella época, los hombres podían obrar milagros.

Distintos modelos de ti atendían los caprichos de potentados y diplomáticos, de ahí tu piel lustrosa y tus enormes ojos marrones que derretían corazones, o cosas peores. Eras soldado, espía, mascota. Hablabas cientos de idiomas. El inglés norteamericano es lo único que recuerdas ahora. Y el lenguaje matemático. Nada dura eternamente, ni siquiera tú con tu sistema inmunológico nanorreforzado y coraza de aleación de titanio, tus ojos nucleares de mortíferos rayos y colmillos de aglomerado de diamante. Tu velocidad de sprintmáxima se ha reducido a ciento cuarenta y cinco kilómetros por hora. Solo aguantas la respiración ocho horas y trece minutos, en el agua te sumerges hasta una ridícula profundidad de tres mil quinientos metros. En el pasado eras inmune a adversidades y tremendos infortunios. Ahora simplemente eres resistente a la radiación y a un espectro de toxinas. Tu cerebro positrónico almacena la totalidad del conocimiento humano en una base de datos celular más pequeña que la gotita en un portaobjetos de un microscopio, pero se ha degradado. Te encantaban Bach y Carly Simon, antaño. Jugabas a recoger los objetos que te arrojaban. Soñabas en Technicolor.

 

IV

Caninus Rex. Los perros domésticos se han extinguido y las manadas salvajes te evitan. Eres el último de los tuyos.

Todavía sueñas, aunque tus sueños ya no son tan variados, ya no tienen demasiada coherencia. Son fragmentarios, ilusorios. Sueñas que corres por las orillas del Yukón. Hay pueblos, fértiles y rezumando aroma a perras en celo, humo de madera y carne podrida. Salmones saltando en las gélidas ondas del río. Sueñas con el niño y su rifle y la pequeña explosión que te lanzó a través de tiempo y espacio. Sueñas con los días postreros, días de llanuras infinitas envueltas en humo, de fulgor rojo de cohetes retumbando en lo alto, de abrasar enemigos con tu mirada carmesí, de hacer hervir su sangre con tu aullido, de desgarrar su carne con tus colmillos. Sueñas con la mano de tu amo humano en tu frente. Alguien te llama por tu nombre, pero al volverte te enfrentas a un abismo.

Te despiertas en la oscuridad de tu gruta con un gemido, solo.

Los hologramas de los psiquiatras alemanes ya no te susurran análisis fantasmagóricos. La advertencia final de Freud fue que la crisis es inevitable. Incluso las nanorréplicas tienen sus límites. Ya no puedes fiarte de tu calendario integrado. La hora y fecha locales han abierto una sima entre lo que sabías y tu situación presente, que supondría todo un desafío a tu cordura canina de tenerla en cuenta.

 

V

Al parecer, el tiempo es un círculo.

En el valle bajo tu guarida mora una familia de homínidos. Tus ciclos de hibernación duran meses o años, y cuando te despiertas allí están los hombres-simio. Huelga decir que se declara una guerra. Los machos ululan, farfullan y te atacan con lanzas y garrotes. Sientes tentaciones aniquilar a toda la tribu y de ese modo cumplir la última directriz que recibiste: destruir todos los objetivos hostiles. Pero apagas tu hocico lanzallamas y tus rayos mesónicos y te escabulles para considerar tus opciones. Estas criaturas no son hombres, pero sus descendientes podrían evolucionar hasta el estatus de Homo sapiens en unas pocas eras… siempre que ningún asteroide asesino de planetas y la consiguiente ola de edades de hielo los extingan. Siempre que los tigres, osos y ejércitos de hormigas no los devoren. Entretanto, el Sol va engordando y enrojeciendo cada vez más.

Patrullas en un radio de muchos kilómetros alrededor del valle y ahuyentas o aniquilas los depredadores más letales: leones, hienas y pitones que han alcanzado dimensiones monstruosas. Masacras los simios carnívoros. Acabas con un clan de osos sádicos y crueles cuyos pensamientos llenos de visiones de un infierno osuno se inmiscuyen en los tuyos. Incineras una veintena de abovedadas ciudadelas de tierra de la colonia de hormigas rojas y negras que esclaviza a osos y simios mientras sueña con dominar en breve a todas las especies inferiores —monstruos del abismal océano aparte, las hormigas son las únicas criaturas a las que temes. La hormiga reina proyecta en tu mente una imagen del paraíso insectil que es mucho peor que las anteriores visiones infernales. «¡Únete a nosotras! ¡Únete a nosotras!», claman mientras apagas sus vidas con llamas y radiación. Por fin has acabado y en tu cabeza reina de nuevo el silencio. Cubierto de sangre y hollín, los huesos al aire a través de un millar de cortes, cojeas hasta tu hogar y duermes un sueño no muy distinto a la muerte.

Es un letargo muy, muy prolongado, pero sin sueños, solo fragmentos gélidos y la voz del niño llamando desde la otra vida. Al despertar vas a ver a los homínidos, y descubres que ahora habitan grutas y cuevas propias. Han redescubierto el fuego. Los acantilados están decorados con petroglifos. Entre historias pictóricas de caza y batallas con tribus rivales hay dibujos representándote. Han tallado una gran roca hasta asemejarla a ti. Eres el dios de los perros, el Protocanino. Rex.

Podrías enseñarles los secretos de la lingüística y la química, podrías revelarles cartas estelares que pronostican el próximo apocalipsis categoría extinción, podrías mostrarles un atajo de cien mil años. Aunque tal vez fuera mejor que te cruzases de patas, te refugiaras en tu divinidad y soñases con el Yukón y el sencillo placer de jugar a recoger un palo. A lo largo de todos estos millones de años has aprendido dos cosas al menos: melancolía y paciencia.

Así que regresas a los territorios más salvajes; te lames los huevos y afrontas un nuevo día en el planeta. El negro bosque que todo lo cubre te llama.

Copyright © 2015 Laird Barron

Traducción, Marcheto.

De la ilustración, Copyleft Pedro Belushi


Nota sobre la traducción:

[1] Old Yeller, película de 1957 que transcurre en Texas en 1869, y en la que un muchacho de 15 años debe ponerse al frente del rancho familiar durante la ausencia de su padre.

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