Luis Cornejo (1925-1992) escritor chileno. Su obra narrativa está integrada por: Barrio Bravo, cuentos (1955); Los amantes de London Park, novela (1960); El último lunes, novela (1986); Show continuado, novela (1987); Tal vez mañana, novela (1989); La silla iluminada, cuentos (1987); Ir por lana, cuentos (1989); y La tormenta, novela (1991).
El Allegao
— ¡Agua ¡Agua! — musita María.
José sentado en un piso de madera junto al brasero, se alza y camina pisando sobre ladrillos, para evitar los charcos de agua. Llega al lecho de la enferma.
— ¡Agua! ¡Agua! — le suplica la mujer.
José le seca la transpiración con un pedazo de trapo.
Vuelve a caminar por sobre los ladrillos. Se agacha para sacar un tarro de las brasas, pero se detiene al ver las cenizas que se levantan al caer una gota de agua en el fuego. Observa el techo y pone la mano extendida para recibir la nueva gota y ubicar el agujero. Una nueva gota cae. José corre la fonolita, pero ahora son más abundantes las gotas, y el brasero reclama lanzando nubes de cenizas. José vuelve la fonolita a su punto primitivo y corre el brasero de lugar. Otros pasos sobre ladrillos. Levanta un jergón que le sirve de puerta a su rancha. Saca una mano al exterior; la retrotrae. Su mano está mojada. El hombre la mira: una mueca de desagrado.
— ¡Agua! ¡Agua!
José escucha a la enferma mirándose la mano; repite la mueca Ahora el gesto es de rabia e ironía.
Vuelve al brasero, saca el tarro y vacía su contenido en un tazón.
— Tome, mijita…
María se aferra al tazón y bebe a sorbitos, entre resoplidos.
Con el tazón desocupado. José, se sienta junto al fuego.
Prende un cigarrillo y mirando las brasas, hunde la cabeza entre sus hombros.
La colilla quema los dedos del hombre Maldiciéndola, la lanza lejos.
— ¡Agua! ¡Agua!
José mira el tarro vacío, le da una patada. Se pasea nervioso por la habitación.
Observa la agitación de su mujer, se soba el cuello. Repite su paseo restregándose las manos ásperas y percudidas.
José se acerca al lecho. La cubre. Día lucha con las ropas. Los ojos del hombre tratan de adentrarse en ese cuerpo convulsionado, para encontrar el mal que la aqueja y arrancarlo de cuajo. La enferma se destapa nuevamente. José la arropa con una mano, mientras la otra la extiende a los pies de la cama, Esa mano suya se aprieta fuertemente contra unas piernas que están debajo de la frazada y dice autoritario y anhelante a la vez:
— ¡Despierta, Jesús! ¡Despierta, chiquillo de porquería…!
— ¡Ah! ¿Qué pasa?
—Levántate.
— Tengo sueño.
— ¡Qué te levantís te digo…
— ¿Y por qué tengo que levantarme?
— Anda a buscar al Allegao.
El niño, sin decir palabra y de mala gana, empieza a vestirse.
Jesús levanta el pesado jergón y recibe la bofetada de la lluvia ventosa Se encoge arropándose en la raída chaqueta de José que a él se le ha asignado como tapalodo, y que le cubre hasta los tobillos. Va mascullando:
— ¡Aquí no lo dejan ni dormir tranquilo a uno! ¡Cuando no hay curaos durmiendo en la cama, hay enfermos! ¡Y cuando me dejan tranquilo, tampoco puedo dormir de pura hambre!
Elige, sin advertirlo, piedras y ladrillos que él sabe lo librarán de caer en un charco. Llega hasta un carretón de mano y se afirma en él.
— ¡El carretón llega a estar podrío con tanta lluvia! ¡Cuándo llegará el verano pa’ saltar el canal y entrar a la viña y comer uva hasta quedar hinchao!
Se da ánimo y camina unos cuantos metros más, pero un pie resbala en una piedra mal asentada.
— ¡Mierda! ¡Me mojé una pata! ¡Y este zapato jetón tiene puros hoyos! ¡Cuándo seré grande pa’ comprarme zapatos nuevos!
Jesús mira hacia la rancha de sus padres. —¡Chitas que llueve fuerte! Pero si me pegan porque se muere la vieja, me voy a vivir con los chiquillos del Mapocho.
Da otros cuantos saltos y llega hasta un viejo horno campesino. Un perro le ladra amistoso desde el cobertizo de jergón que le ha preparado el niño.
— ¡Cállate, Nerón! ¡No me lamái La mano! ¡Déjame tranquilo, mira que vengo con e1 buey comío!
Jesús se afirma en el horno, se saca el zapato mojado, bajo la mirada inteligente de Nerón y empieza a secarse el pie con la larga chaqueta Luego de ponerse el zapato, se acerca a la negra boca del horno y grita:
— ¡Allegao! ¡Allegao!
Desde el vientre del horno, alguien responde con un gruñido y el perro contesta alegre.
— ¡Allegao! ¡Salga, pues Allegao!
Por la boca del horno, asoma un rostro que es lamido por Nerón.
— ¡Quita allá, perro del diablo! ¡Aparta a Nerón, chiquillo…! ¿Qué pasa?
— Mi papá dice que vaya porque parece que mi mamá sigue mal.
El Allegao saca las manos y las pone en el suelo, como punto de apoyo; al caminar con ellas descubre el tórax y después el tronco; los pies era lo más fácil. Una vez afuera, hace unos leves ejercicios para estirar los músculos.
El Allegao mira a la enferma, mientras Jesús vuelve a acostarse.
Ante el mutismo de José, pregunta:
— ¿Qué diablos tendrá?
José contesta con monotonía:
—Yo creo que es lo que usted dice.
— Entonces hay que llevarla al Hospital Barros Luco.
— Sería bueno… Ya debe estar por amanecer.
— Todavía no… Deben ser las cinco.
María los mira a través de un velo denso y se agita violentamente.
— Calma, mijita… no se ponga así… ¿Quiere que la llevemos al hospital?—. María rechaza significativamente con la cabeza. —Pero, mijita, si allí los médicos la van a mejorar.
María se aferra a los brazos de José, dejando ver sus carnes fláccidas, cubiertas apenas por una raída enagua. José trata de calmarla. Ella forcejea. Intenta levantarse El Allegao ayuda a sostenerla. Los ojos saltados de ella buscan piedad en las pupilas de los hombres. Sus manos huesudas atacan. Cae. Se levanta. Les da la espalda. Se vuelve bruscamente; boca espumosa y pelo revuelto. Apega ese rostro suyo a los hombros de los hombres. Chilla, forcejea y cae derrotada.
Ellos se acercan al brasero y se sientan. Fuman.
— ¿No ha pedido más trago?
— Sí, pero se acabó… y no quiero darle agua.
— Claro… puede hacerle mal…
— Se me acabó la plata…
— A mí también.
Prenden otro cigarrillo. José se pregunta en voz alta:
— ¿Qué le habrá hecho mal?
— Las gallinas tienen la culpa.
— ¿Cree usted?
— Por algo estaban botadas en ese tarro. Estoy seguro que murieron de la urisma o envenenadas. No estamos en el año veinte para botar dos gallinas… ¡No, pues! Estarnos en el año treinta y tres. ¡Mal año! ¡Claro que eso le pasa por porfiada!
José continua fumando, mientras el Allegao recuerda el asunto de las gallinas. El hecho había acontecido cinco días atrás, cuando él, Jesús, María y José estaban trabajando. Jesús había dicho:
— ¡Mire, mamá! ¡Aquí hay dos gallinas en este tarro!
Nerón ladraba feliz junto a su amo con ganas de atracarle los dientes. María llegó al tarro y dejando su enorme bolsa de papeles, huesos y vidrios, en el suelo, exclamó sorprendida:
— ¡Puchas, qué lindas son! —y la-s sacó del tarro para tomarles el peso.
El Allegao, que arrastraba el carretón, dijo:
— ¡Déjense de mirar porquerías y sigan recogiendo papeles antes que los pille el Carretón Municipal!
— ¡A esto llamas porquerías! — preguntó María—. Vas a ver qué ricas van a quedar.
— ¡Estai loca! No vis que si las botaron es porque no sirven.
— Los ricos son caprichosos.
— ¡No seas porfiada! Mira el tarro, hasta hay un tremendo ratón.
— ¡Va! ¡Será la primera vez que vis un guarén, tonto jetón!
— ¿Por qué discuten? —preguntó José llegando a ellos.
— José, estas gallinas deben estar envenenadas y la María quiere cocinarlas.
— ¡No están envenenadas! Han muerto de la urisma. Yo sé sacarles la fiebre. Es cosa de no tomarse el caldo.
— ¡Puchas la mujer bien burra!
— ¿Crees, vieja, que se pueden echar a la olla?
— Por supuesto.
— Si es así, mételas al carretón y sigamos trabajando —ordenó José.
María, satisfecha, dijo a Jesús:
— ¡Tome, mijito, guarde bien estas gallinitas en el carretón. Esta noche se va a hinchar comiendo y harta falta que le hace, mire que está muy flaquito.
— ¡Cuarenta por lo menos! ¡Hay que llevarla al Barros Luco! — dice el Allegao después de retirar su mono de la frente de María.
— No se preocupen por mí. A la noche estaré bien. Vayan a trabajar. Apúrense antes que se las gane el carretón basurero.
— Pero, ¿cómo te vamos a dejar así?
— Que se quede Jesús conmigo, él me cuidará.
— ¿Qué e damos para la fiebre?
— Hay que llevarla al hospital, ahora mismo.
— No quiero ir al hospital, para servir de experimento a los doctores.
— Bueno… bueno… no te pongas así. ¿Qué le podemos dar?
El Allegao sentenció:
— Bueno, si no quiere ir hay que darle algo fuerte. Hay que darle vino o chicha con naranja. El vino es muy curador. ¡Cura a todos!
Así llevaban cuatro días. Insistían en hospitalizarla y Mana que no.
El Allegao fue sacado de sus recuerdos cuando José le dijo:
— Tenía rasan usted. las gallinas le hicieron mal.
Ve que María duerme y ríe sorpresivamente El Allegao, curioso, le pregunta
— ¿De qué se ríe?
José responde, sin dejar de reír:
— A la vieja le van a cortar el pelo al cero, en el hospital. ¡Y por diosito que se va a ver fea!
Los hombres ríen de buenas ganas El Allegao se inclina sobre el lecho y le pone una mano en la frente a la enferma.
— Parece que le bajó la fiebre… está fresca. De todas maneras hay que llevarla al hospital.
— Sí… Partiremos apenas deje de llover.
— En todo caso nunca será antes de las ocho…
— Claro… Hoy día no trabajaremos.
— Bien; entonces me voy a dormir.
José hizo un leve movimiento como para detenerlo, pero el Allegao no lo comprendió.
Se quedó sentado junto al brasero y luego se durmió, afirmado en otro asiento.
Por las rendijas de la covacha, empiezan a entrar las luces del amanecer. De pronto, María se sienta bruscamente en la cama. Su rostro se contrae de dolor. Lanza un quejido tenue. Se agarra la garganta. Sus manos son aspas en remolino por sobre su pelo. Se destapa íntegra. Estruja su enagua. Trata de levantarse y gritar. Pretende llegar basta Jesús y luego hasta José. Su boca está llena de espumarajos. Todo su cuerpo se convulsiona. Se levanta. Cae de rodillas. Tiende sus manos huesudas hacia su hombre. Cae al suelo dándose una voltereta en el espacio. Queda con el rostro hacia el cielo y la cabellera incrustada en un charco de agua barrosa, a escasos centímetros de José. Sus ojos abiertos, sin pestañear, vacíos, fijos en las fonolitas.
— ¿De qué murió?
El Allegao, que hace las veces de dueño de casa, sirviendo vino a los acompañantes al velorio, mientras José, sentado en un rincón, no despega los ojos del cadáver alumbrado por unas velas, responde:
— Los doctores dijeron que muró de Tifus Morino o Murino o algo por el estilo. Esa enfermedad la pegan los piojos de los ratones. Más que seguro un piojo del ratón, que había junto a las gallinas, la picó. Los tarros de basura dan plata, pero a veces…
Una vieja sanó a tirones a José de su lugar y lo llevó al patio donde estaban los invitados al velorio y le dijo:
— Oye, José… yo comprendo tu pena, pero ahora hay que preocuparse de enterrar a la finaíta. Anda a buscar la libreta de matrimonio para sacar permiso en el cementerio.
— ¿Es necesario ir con libreta para eso?
— Claro. Eso tiene que hacerlo el viudo.
— ¿Tiene que hacerlo el verdadero marío? —indagó, molesto, José.
— Sí, pues. —confirmó la vieja
José miró a todos y luego dijo, retirándose hacia el velorio.
— Entonces, que pida el permiso para enterrarla el Allegao.
El Allegao, todo cohibido, se explicó, ante las miradas curiosas:
— Bueno… yo soy el marío ¿y qué…? Hace seis años que abandoné a la María. Anduve por el sur. Me fue mal y regresé hace unos meses.
— ¿Y por qué vivías con ellos?
— Cuando regresé, no tenía dónde dormir ni en qué trabajar. José me encontró. El tiene carretón. Me ofreció trabajo.
— ¿Y José sabía que la María era tu mujer legítima?
— Claro… José es primo mío.
— ¿Y el niño de quién es?
— Mío.
La vieja preguntó por último muy extrañada:
— Y si todos eran de la familia ¿por qué vivías apretado en el horno?
El Allegao respondió tragando saliva:
—Por delicadeza.
[FIN]
Título: El Allegao
Autor: Luis Cornejo Gamboa (1955)
Relato publicado en “Barrio Bravo” primera edición (1955)