El sueño de Sultana es un relato escrito en 1905 por Begum Rokeya (1880-1932), una escritora y feminista pionera de Bangladés. Fue una mujer muy valiente. El sueño de Sultana es una novela transgresora sobre personajes femeninos libres. Lee el inicio.
El Sueño de Sultana
Begum Rokeya
Una noche, estaba recostada en el sillón de mi habitación pensando vagamente en la situación de la mujer india. No estoy segura de si me quedé traspuesta. Que yo recuerde, estaba completamente despierta. Vi con claridad un cielo bañado por la luz de la luna; en él brillaban miles de estrellas que parecían diamantes. De repente, apareció frente a mí una mujer; cómo entró, no lo sé. La confundí con mi amiga, la Compañera Sara.
—Buenos días —dijo la Compañera Sara.
Como no era por la mañana sino noche estrellada, reí para mis adentros. Aún así, le contesté:
—¿Cómo estás? —pregunté.
—Estoy bien, gracias. ¿Podrías venir a ver nuestro jardín?
Por la ventana abierta, miré de nuevo la luna y pensé que no había nada de malo en salir a aquella hora. Los sirvientes varones de afuera estaban en aquel momento profundamente dormidos y podía dar un agradable paseo con la Compañera Sara. Antes, cuando vivíamos en Darjeeling, solía pasear con la Compañera Sara. En más de una ocasión, paseamos agarradas de la mano y hablamos alegremente en los jardines botánicos de allí. Me imaginé que la Compañera Sara habría venido para llevarme a alguno de aquellos jardines y acepté de buena gana su ofrecimiento y salí afuera. X XI Conforme andaba, me sorprendió descubrir que hacía una mañana estupenda. La ciudad ya estaba en marcha y las calles bullían de gente. Me daba vergüenza pensar que estaba caminando en la calle a plena luz del día, pero no había ningún hombre a la vista. Algunas de las transeúntes se reían de mí. No podía entender la lengua que hablaban, pero estaba segura de que se mofaban de mí.
—¿Qué dicen? —le pregunté a mi amiga.
—Las mujeres dicen que pareces muy masculina.
—¿Masculina? —repetí—. ¿A qué se refieren?
—Se refieren a que eres vergonzosa y tímida como los hombres.
—¿Vergonzosa y tímida como los hombres? Menudo chiste. Me puse muy nerviosa cuando descubrí que la persona con la que hablaba no era la Compañera Sara, sino una extraña. Ah, qué tonta había sido al confundir a aquella dama con mi querida amiga, la Compañera Sara. Como íbamos caminando agarradas de la mano, se dio cuenta de que me temblaban los dedos.
—¿Qué te ocurre, querida? —dijo con cariño.
—Me siento rara —me excusé—. Soy una mujer que acata el purdah y no estoy acostumbrada a estar afuera sin velo.
—No tienes nada que temer. Aquí no te vas a cruzar con ningún hombre. Este es el País de las Damas, desprovisto de delito y peligro. Aquí reina la virtud misma.
Al cabo de un rato, empecé a disfrutar del paisaje. Era espléndido. Confundí un trozo de césped con un cojín aterciopelado. Sentía como si estuviera caminando en una alfombra mullida y, cuando bajé la mirada, vi el camino cubierto de musgo y flores.
—Esto es maravilloso —dije.
—¿Te gusta? —preguntó la Compañera Sara. (La seguí llamando «Compañera Sara» y ella me siguió llamando por mi nombre).
—Sí, muchísimo. Pero no quiero pisar las flores; son tan bonitas y delicadas. —No te preocupes por eso, querida Sultana. No vas a estropearlas por pisarlas; son flores de la calle.
—Todo el lugar parece como un jardín —añadí admirada—. Habéis dispuesto las flores con un gusto exquisito.
—Tu Calcuta podría ser un jardín mejor que este si tus compatriotas quisieran.
—Pensarían que es una pérdida de tiempo prestarle tanta atención a la horticultura cuando tienen tantas otras cosas que hacer.
—Ya podrían inventarse una excusa mejor —respondió ella con una sonrisa.
Sentía mucha curiosidad por saber dónde estaban los hombres. Durante el paseo, me crucé con más de un centenar de mujeres, pero con ningún solo hombre.
—¿Dónde están los hombres? —le pregunté.
—En el lugar que les corresponde; donde deben estar.
—Por favor, dime a qué te refieres con eso de «el lugar que les corresponde».
—Ah, ya veo que he cometido un error. Como no has estado aquí antes, desconoces nuestras costumbres. Tenemos a los hombres dentro de casa.
—¿Igual que a nosotras nos confinan a la zenana, al harén?
—Igual.
—Qué gracioso —prorrumpí en una carcajada. La Compañera Sara también rió.
—Pero, querida Sultana, qué injusto es encerrar a mujeres indefensas y dejar sueltos a los hombres.