George Steiner murió hoy a la edad de 90 años en su casa de Cambridge, Inglaterra. Era un destacado intelectual, escritor de ensayo, poesía y novela, y un brillante crítico y teórico de la literatura. Defendió el canon literario y mantuvo la crítica al relativismo y a la banalización técnica de la literatura. Aquí el primer capítulo de su libro «Tolstói o Dostoievski».
La crítica literaria debería surgir de una deuda de amor.
George Steiner
De un modo evidente y sin embargo misterioso, el poema, el drama o la novela se apoderan de nuestra imaginación. Al terminar de leer una obra no somos los mismos que cuando la empezamos. Recurriendo a una imagen de otro campo artístico, diremos que quien ha captado verdaderamente un cuadro de Cézanne verá luego una manzana o una silla como si nunca las hubiera visto antes. Las grandes obras de arte nos atraviesan como grandes ráfagas que abren las puertas de la percepción y arremeten contra la arquitectura de nuestras creencias con sus poderes transformadores. Tratamos de registrar sus embates y de adaptar la casa sacudida al nuevo orden. Cierto instinto primario de comunión nos impele a transmitir a otros la calidad y la fuerza de nuestra experiencia, y desearíamos convencerlos de que se abrieran a ella. En este intento de persuasión se originan las más auténticas penetraciones que la crítica puede proporcionar.
Digo esto porque buena parte de la crítica contemporánea es de otra índole. Burlona, quisquillosa, inmensamente conocedora de su linaje filosófico y de sus complejos instrumentos, a menudo viene más para enterrar que para encomiar. Realmente, muchísimo es lo que debe ser enterrado si se desea conservar la salud del lenguaje y de la sensibilidad. En vez de enriquecer nuestra conciencia, en vez de ser manantiales de vida, demasiados libros encierran para nosotros las tentaciones de la facilidad y de un grosero y efímero solaz. Pero éstos son libros para el apremiante menester del reseñista, no para el reflexivo y recreador arte del crítico. Hay más de «cien grandes obras», más de mil. Pero su número no es inagotable. A diferencia del reseñista y del historiador de la literatura, el crítico se interesa por las obras maestras. Su principal función no consiste en distinguir entre lo bueno y lo malo, sino entre lo bueno y lo mejor.
Aquí, de nuevo, el criterio moderno propende a un punto de vista más tímido. Al aflojarse los goznes del antiguo orden político y cultural, ha perdido aquella serena seguridad que permitió a Matthew Arñold referirse, en sus conferencias sobre las traducciones de Homero, a los «cinco o seis supremos poetas del mundo». Nosotros no nos expresaríamos así. Nos hemos convertido en relativistas; comprendemos, presas del desasosiego, que los principios críticos son intentos de imponer efímeros hechizos de autoridad a la inherente mudanza del gusto. Al dejar Europa de ser el centro de la historia, estamos menos seguros de la preeminencia de la tradición clásica y occidental. Los horizontes del arte han retrocedido, en el tiempo y en el espacio, más allá de lo que nadie podía sospechar. Dos de los poemas más representativos de nuestra época, La tierra baldía, de T. S. Eliot, y los Cantos, de Ezra Pound, se han inspirado en el pensamiento oriental. Las máscaras del Congo asoman en los cuadros de Picasso como una vengadora desfiguración. En nuestros espíritus se proyectan las sombras de las guerras y las bestialidades del siglo xx; nuestra herencia nos hace ser cautos.
Pero no debemos ir demasiado lejos. En los excesos del relativismo se encuentran los gérmenes de la anarquía. La crítica debería traernos los recuerdos de nuestro gran linaje, la incomparable tradición de la épica que va de Homero a Milton, los esplendores de la tragedia en la antigua Atenas y del drama isabelino y neoclásico, de los maestros de la novela. Debería afirmar que, si Homero, Dante, Shakespeare y Racine ya no son los más grandes poetas del mundo entero —el mundo se ha hecho demasiado grande para la supremacía—, son todavía los supremos poetas de aquel mundo del que nuestra civilización saca su fuerza vital y en cuya defensa debe arriesgarse. Al insistir en la infinita variedad de los asuntos humanos, sobre el papel de las circunstancias sociales y económicas, los historiadores quisieran que descartásemos las viejas definiciones, las antiguas categorías de significación. ¿Cómo podemos —preguntan— emplear el mismo rasero para la Ilíada y El paraíso perdido, cuando estas obras están separadas por siglos de hechos históricos? ¿Puede el término «tragedia» significar algo si lo usamos tanto para Antígona como para El rey Lear o Fedra?
La respuesta es que los recuerdos y los hábitos mentales calan más hondo que las exigencias del tiempo. La tradición y la gran continuidad de la unidad no son menos reales que el sentimiento de desorden y de vértigo que debemos a la nueva época de oscurantismo. Llamemos épica a esa forma de aprehensión poética en la que está insertado un momento de la historia o un mito religioso; digamos de la tragedia que es una visión de la vida cuyos principios de significación provienen de la precariedad de la condición humana, de lo que Henry james llamaba la «imaginación del desastre». Ninguna de estas dos definiciones es válida en un sentido total, pero bastan para recordarnos que existen grandes tradiciones, líneas de herencia espiritual que relacionan a Homero con Yeats y a Esquilo con Chéjov. A esa crítica debemos regresar con un apasionado temor y un siempre renovado sentido de la vida.
En nuestros días, hay un dolorido anhelo de tal regreso. Estamos completamente rodeados de un nuevo analfabetismo, el analfabetismo de los que pueden leer palabras ásperas y palabras de odio y de relumbrón, pero que son incapaces de comprender el sentido del lenguaje en función de su belleza o verdad.
Tolstói o Dostoievski. George Steiner
Traducido por: Agustí Bartra
Sello: Siruela