La escritora y periodista chilena Marta Blanco ha muerto hoy 21 de abril a la edad de 82 años. Debutó con la novela La generación de las hojas, en 1965. El cuento fue un género que desarrolló con gran destreza en diversos libros, como en Todo es mentira de 1974.
La Muerte Inconclusa, por Marta Blanco
«Chejov es, junto con Pushkin, el escritor más puro que ha dado Rusia”.
Vladimir Nabokov
Cuando leyó el cuento de Carver, el de la muerte de Chejov, le pareció hermoso y terrible, abrumador como la misma muerte, una mierda de cuento, la verdad sea dicha. No era posible que el glorioso viejo hubiera muerto así, tan convencido de que no iba a morirse todavía y diciéndoselo a medio mundo, aunque bien sabía que se estaba muriendo, no en balde era médico y había cuidado a los enfermos más pobres, más olvidados, más abandonados en el espantoso mundo que él nunca vio espantoso sino dulce, traspasado de vientos de invierno y aves peregrinas y el olor de las flores en la primavera; él no podía haber muerto así, contándole al que entrara por la puerta de su pieza de hospital que estaba engordando o luego, cuando fue a morir a las termas aquellas de cuyo nombre no quiso acordarse, porque las termas no son lugar de muerte sino de moribundos, contando a todo el mundo que se estaba recuperando y pronto estaría de regreso en Moscú.
Cuando leyó el cuento de Carver, el gran Carver como lo llamaban, nacido en 1939 y muerto en 1988, apenas a los cuarenta y nueve años, o sea cinco años más viejo que Chejov, comprendió que no entendía nada, que la literatura se había volado por algún agujero espacial rumbo al impreciso cosmos que se agrandaba o achicaba según dijera algún matemático Nobel de última hora; los cuentos habían desaparecido de la vida humana, ahora se escribían historias, los eventyr de Hans Christian, ácidas y crueles historias post Hiroshima, fin de mundo esos cuentos sobre seres ni inmaculados ni dóciles ni tristes ni serios, crecidos frente a la pantalla del televisor, adormilados por el ruido de las grandes ciudades, hipnotizados por las tareas cotidianas de ganarse el sustento y el respeto ajeno, sin el cual no valías un pepino y además la tarjeta de crédito era tu presentación, la compra de teles grandes, de aparatos de música cada vez más complejos, qué vida, Dios santo, los malls eran las iglesias de las mujeres, ahí se quemarían vivas en un incendio y no en la Compañía; nada que ver con su bisabuela, que ardió como un candil frente a la Catedral, de la que rescataron su cuerpo hincado con la cabeza gacha y pura ceniza, era pura ceniza, sollozaba la abuela Sara, la recogimos con una pala a la pobrecita, tocarla y deshacerse fue cosa de un instante y no salvamos ni el rosario; hoy día es otra cosa, las revistas y los diarios se encargan de sacarlas al alba de los hogares y los jardines a la gimnasia, al masaje, al tenis, al golf, al botox o al mall, sin el cual no pueden vivir; saltaban de las camas blandas y huían de los livings cubiertos de alfombras persas y viejas fotografías de los padres vestidos de novios sobre las mesas de costado, las ordenadas mesas de centro cubiertas de enormes libros recordatorios, ahí estaban la Mistral y Neruda, Masperó y Cezanne, libros para contemplar las vidas de los grandes del mundo, suponía; aunque el mundo era otra cosa, lo habían desnaturalizado las noticias, la televisión y el ulular de las sirenas de las ambulancias que corrían por las calles llevando moribundos a las clínicas y a las salas de urgencia, donde les embutían tubos y sales minerales, antibióticos y mangueras por todos los orificios del cuerpo, en esas salas llamadas UTI, donde quedaban cual cadáveres tibios hasta que algún pariente comedido o cicatero o algún médico indispuesto con Hipócrates, ese hipócrita de los tiempos modernos, cortara el suministro de falsa vida. Y es que no era la llamada manera hipocrática este contener la vida cuando era un hilo apenas, un reguero de sangre escuálida corriendo por venas endurecidas y la máquina gigante, cargada de energía por toda la eternidad, conteniéndolos suspendidos en un estado de inconciencia y sueño, y la familia sin saber si en esa quietud de muerte respiratoria, de circulación artificial de hematocritos a mal traer, no soñaban aún; cómo saber si ese reguero de sangre impulsada, ese oxígeno aguijoneado, esa adrenalina espoleada por la máquina inhumana los mantenía en el limbo de una vida conclusa e inconclusa, suspendidos en el acto final, impedidos del acto final por la espeluznante tecnología administrada sin piedad por enfermeras autómatas manteniendo a autómatas rígidos en camillas angostas y salas asépticas, donde mujeres que más parecían estar tocando el órgano en la iglesia del frente —allí los muertos recibían su último destino y despedida entre flores y cánticos y bendiciones, rodeados por sus familias—, que señoritas tipo Florence Nightingale, la primera mujer que salvó a los enfermos, permitiendo, eso sí, morir a los moribundos en la lejana y a lo mejor inexistente Crimea en el siglo XIX. Después de todo, ¿dónde quedaba esa Crimea en que había vivido Chejov en la casa que más amó, construida por sus propias manos?
Cuando leyó la muerte de Chejov escrita por Raymond Carver, que ya llevaba muerto él mismo más de veinte años, recordó el palomar de su vieja casa desmantelada, vio a las palomas blancas de cola de abanico, y le vino a la mente el azul violento de la chimenea, las petunias en flor y la clemátide que florecía en la entrada. Vio las petunias del prado frente a la casa y el olmo gigante donde anidaban las lechuzas y los tordos y hasta a una loica de pecho rojo en medio del pasto; a los conejitos corriendo en el amanecer entre la niebla y a las madres conejas corriendo tras de ellos; sintió la vaharada del pan fresco calentándose sobre la Comet y el olor a la leche recién ordeñada y los huevos revueltos de la hora del desayuno. También, al montón de niños corriendo por el pasillo recogiendo las mochilas, los abrigos, las bufandas, tomándose de un trago la taza de café con leche, corriendo para llegar a tiempo a sus colegios con un pan con mantequilla a medio comer en la mano.
Cuando leyó la muerte de Chejov de Raymond Carver pensó que todo eso solo pudo ser escrito por un escritor. Un ser humano sin la intención narrativa no iba a contarlo así, no señor. Un hombre moderno, muy siglo veinte y aún veintiuno, uno de nosotros, pensó con asombro, contará siempre así la muerte, porque ya no se muere la muerte como es la muerte y le corresponde sino que se administra en sólidas, estólidas, asépticas y escépticas escenas solitarias. No en escenas con risa y llanto y champagne en el último instante. Esto le gustaba más que todo lo anterior. Sí, quizás un vaso con forma de tulipa lleno hasta el borde del gorgoreante líquido era la más hermosa escena final para el hombre de La Gaviota, chaika en ruso.
Cuando leyó la muerte de Chejov according to Carver, la señora Kraussen comprendió que no quería vivir en este mundo nuevo y mucho menos morir en él. Pero el asunto no tenía remedio, la vida ya no era como fue, el horrible argumento de la riqueza siempre creciente había carcomido la dignidad de la pobreza, Francisco Bernardone habría terminado sus días en un hospital psiquiátrico en Asís hoy día, nadie creía en el voto de pobreza, esa manera de controlar a los pobres diciéndoles que siguieran pobres era la esclavitud moderna como proclamaban los engatusados por el progresismo o el Opus Dei, mientras compraban y viajaban y gastaban como locos y seguían diciendo “progresismo”, la palabra que suplantó a Dios.
Pensó en la vida mínima de los pobres del mundo, esa pobreza que no tenía más apellido que su inicial significado. Ser pobre es eso no más. Pobre. Con el destino insalubre a pura salubridad que otorgaban los planes de seguro y trabajo para todos en algunos estados no había disminuido la pobreza, nadie lo decía pero los pobres dominaban el mundo, llenaban el mundo, nacían y vivían y morían manteniendo con pertinacia su estado de pobreza, y aunque los políticos auguraban días de holgura y casas amplias y agua potable y mil vacunas, siempre ocurría algo que desarmaba los sueños de los potentados, los filántropos, los políticos, los científicos. Entonces recordó que en el fondo de una mina olvidada en el desierto más seco del mundo, el de Atacama, en Chile, treinta y tres mineros estaban atrapados en un derrumbe sin salida. Diez días llevaban allí. Todo se había hecho para sacarlos. Pero la mina, decían los mineros viejos, no quería soltarlos y se había sentado. Y cuando una mina se sienta, decían, no la levanta nadie.
Pero las familias, como viejos Chejovs resucitados y multiplicados, insistían en que seguían vivos, que no iban a morir, que eran mineros y se iban a defender de la muerte con dientes y uñas y con la ayuda de la virgen de la Candelaria, que no en balde era milagrosa y reina de los mineros.
Nadie se defiende de la muerte, pensó la señora Kraussen, y si el destino de esos hombres recios y buenos era morir enterrados en vida, quizás fuera mejor una muerte instantánea que el sufrimiento de la larga, oscura, ardiente agonía en el fondo negro de la mina, acurrucados en un hueco cenagoso o bajo la tierra derrumbada, padeciendo hambre y sed, hombres jóvenes y hombres viejos, mineros honrados y trabajadores, todos pobres como la rata.
Entonces vio a Chejov en su lecho de las termas de Badenweiler, con un vaso de cristal en la mano, bebiendo el último trago de champagne acompañado solo por su mujer y su médico; bebió un sorbo y luego, torciendo la cabeza sobre la almohada, cerró los ojos y murió.
La señora Kraussen pensó que eso sí le gustaba. Se puso de pie en el atardecer que presagiaba lloviznas, fue a la cocina, abrió el refrigerador, sacó una botella de champagne y se sirvió una copa de cristal francés, tulipa, por supuesto, rogando para que los mineros encerrados por la tierra que entregaba oro y cobre a los dueños y miseria, siempre miseria a los mineros, les diera una muerte sin agonía ni sufrimiento. Una muerte suave y dulce para los que van a morir, pidió.
Y empinando la copa con decisión, bebió hasta la última gota.
Fuente: Ojo Literario