11 - noviembre - 2024

Cada generación ha de empezar desde el principio. Kierkegaard, crear silencio

Sören Kierkegaard nació Copenhague en mayo de 1813 murió en 1855. Fue uno de los grandes filósofos  del siglo XIX, y el primer existencialista. Crear silencio, para poder escuchar lo esencial, fue su recomendación. «El estado actual del mundo y de la vida en general es uno de enfermedad. Si yo fuera un doctor y me pidieran mi opinión, les diría «Creen silencio.»  

CADA GENERACIÓN HA DE EMPEZAR DESDE EL PRINCIPIO

Søren Kierkegaard, epílogo de Temor y Temblor, 1843.

Cierta vez, habiendo alcanzado las especias precios muy bajos en Holanda, los mercaderes arrojaron unos cuantos cargamentos al mar para así hacer subir los precios. Era una treta perdonable y, posiblemente, necesaria. ¿Estaremos necesitando de un recurso semejante en el mundo del espíritu? ¿Tan convencidos estamos de haber llegado a lo más alto que no nos queda sino imaginar a modo de pasatiempo que no hemos llegado hasta allí? ¿Será éste el autoengaño que necesita inferirse a sí misma la generación actual? ¿Será éste el virtuosismo que desea alcanzar? ¿O no ha alcanzado todavía la perfección en el arte de engañarse a sí misma? O, al contrario, ¿no estará necesitada de una seriedad profunda, una seriedad que, intrépida e insobornable, señale cuáles son las tareas que hay que realizar, una radical seriedad que amorosamente vigila el cumplimiento de estas tareas y que no asusta a los hombres incitándoles a lanzarse de golpe a lo más alto, sino que conserva las tareas que se han de cumplir frescas, hermosas y agradables de contemplar y atrayentes para todos, aunque a la vez difíciles e interesantes para los espíritus nobles, porque una naturaleza egregia sólo se entusiasma en presencia de lo difícil? Aunque sí es muy cierto que una generación puede aprender mucho de las que le han precedido, no lo es menos que nunca le podrán enseñar lo que es específicamente humano.

En este aspecto cada generación ha de empezar exactamente desde el principio, como si se tratase de la primera; ninguna tiene una tarea nueva que vaya más allá de aquélla de la precedente ni llega más lejos que ésta a no ser que haya eludido su tarea y se haya traicionado a sí misma.

Lo que yo considero como genuinamente humano es la pasión, en la que cada generación comprende plenamente a las otras y se comprende a sí misma. De modo que ninguna generación ha enseñado a otra a amar, ni ninguna ha podido comenzar desde un punto que no sea el inicial, y ninguna ha tenido una tarea más corta que la precedente; y si no se quiere, como en las generaciones anteriores, quedarse en el amar, sino ir más allá, todo esto no será más que un parloteo tonto tan carente de sentido como inútil.

Pero la fe es la pasión más grande del hombre y ninguna generación comienza aquí en otro punto que la precedente; cada generación comienza desde el principio, y la siguiente generación no llega más lejos que la precedente, a condición de que haya sido fiel a su tarea y no haya renunciado a ella. Y ninguna generación tiene el derecho de decir que obrar así resulta fatigoso, pues esa es precisamente la tarea suya, sin importarle que la generación precedente haya tenido idéntica tarea, a no ser que una determinada generación, o los individuos que forman parte de ella, sea tan presuntuosa como para intentar ocupar el lugar que le corresponde por derecho al Espíritu que gobierna al mundo, y que es tan paciente que no conoce la fatiga.

Cuando una generación comienza de ese modo, lo trastrueca todo, y entonces no deberá extrañarse de que el mundo parezca estar al revés; pues no hay nadie que haya encontrado el mundo más al revés que aquel sastre del cuento que, habiendo subido vivo al cielo, comenzó a contemplar desde allí al mundo. Si una generación se preocupa únicamente de su tarea —que es lo más importante que puede hacer—, ya no podrá fatigarse nunca, pues es trabajo suficiente como para ocupar la duración de una vida humana. Cuando unos niños un día libre han jugado ya antes del mediodía, a todos los juegos que conocían, comienzan a impacientarse y dicen: ¿Es que nadie es capaz de inventar un juego nuevo? ¿Demuestra esta actitud que estos niños están más adelantados o han evolucionado más que aquellos de la misma generación o de las precedentes a quienes les bastaban los juegos conocidos para tener todo el día ocupado? O, al contrario, ¿no será que los primeros carecen de algo que yo definiría como seriedad agradable, que es un elemento esencial cuando se juega?

La fe es la más alta pasión del hombre. Muchos hay posiblemente en cada generación que nunca consiguen alcanzarla, pero no hay nadie que la rebase. Si son muchos en nuestra época los que no la descubren es algo sobre lo que no deseo pronunciarme. Sólo me atrevo a usar de mí mismo como punto de referencia, y no quiero ocultar que me queda aún mucho por hacer, sin que por eso pretenda yo traicionarme o traicionar a lo grandioso considerándolo como una insignificancia, una enfermedad infantil que se espera cure lo antes posible. Pero incluso a aquel que no llega a la fe, ofrece la vida sobradas tareas, y si las emprende con amor, su existencia no será en vano, aunque nunca se pueda parangonar con aquéllas que se elevaron hacia lo más alto y lo alcanzaron. Pero quien llega a la fe (que éste sea un superdotado o un simplón es algo que no hace al caso) no se detiene en ella, es más, se enfadaría si alguien le invitase a tal cosa, del mismo modo que se indignaría el amante si oyese decir de él que sólo se detiene en el amor; replicaría: no permanezco inmóvil, porque me juego en ello el sentido de la existencia. Sin embargo tampoco va más allá, hacia algo diferente, pues cuando descubre esto, encuentra otra explicación.

«Hay que ir más allá, hay que ir más allá.» Este impulso de ir más lejos es ya muy antiguo en la tierra. Heráclito, el Oscuro, que depositó sus pensamientos en sus escritos y sus escritos en el templo de Diana (porque sus pensamientos habían sido su armadura durante su vida y por eso los colgó delante de la diosa), Heráclito, el Oscuro, ha dicho: «Nadie puede cruzar dos veces el mismo río.» Heráclito, el Oscuro, tenía un discípulo que no se contentó con permanecer en este punto de vista; fue más lejos y añadió: «…ni siquiera una vez.» ¡Pobre Heráclito, que tuvo tal discípulo! La máxima de Heráclito se convertía con esta puntualización en un aforismo eleático que niega el movimiento, sin embargo este discípulo deseaba únicamente ser un discípulo de Heráclito…, e ir más allá…, pero de ningún modo volver a una posición que ya Heráclito había abandonado.

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