16 - febrero - 2025

Dadme de beber. Cuento de Guillermo Martínez

En este cuento del escritor chileno Guillermo Martínez, un hombre joven y bello se encuentra con una samaritana a la que le pide de beber. Si alguno tiene sed, venga a mí. Beban estas aguas los sedientos, dicen ciertos textos místicos.

Guillermo Martínez es escritor y pintor chileno  (1946). Su reciente novelaEl Traductor”, ha recibido excelentes críticas. Ha publicado además: «El Juicio Final y Otros cuentos” ; “Cuento Mineros”; “Entre pata de cabra y cantina”; “Los caballeros de la sirena negra”.  Estudió en la Escuela de Artes Aplicadas de la Universidad de Chile, Facultad de Arquitectura y en la prestigiosa Escuela de Grabadores Forum Grafic en Malmo, Suecia.

DADME DE BEBER

Guillermo Martínez

El sol quema la tierra en la mitad de la tarde. Junto a un pozo circundado por una muralla de piedras una mujer llena sus cántaros suavemente, se acomoda de rodillas y se saca un gran manto que cubre su cabeza y sus hombros. Lleva un pañuelo como un cintillo, lo humedece y lo pasa por su rostro, por su cuello, y el blusón abierto permite ver el nacimiento de sus senos. El calor es sofocante y sólo escucha sus movimientos y el crepitar de las piedras del desierto. Humedece el paño, se arremanga y se refresca, dejando sus blancos brazos al descubierto. Musita una canción durante su hermoseamiento, no escucha los pasos del viajero que a sólo unos metros se detiene a observarla. Cuando se acerca, el viajero se sienta apoyando la espalda al muro del pozo, y le habla.

–¡Mujer, dadme de beber!

            Sorprendida y espantada, se cubre rápido con su manto, se inclina asustada y sólo en esa posición ve las sandalias polvorientas del viajero y parte de su sayo de lino. No se atreve a levantar la cabeza y de rodillas busca un cazo de madera, lo llena con agua del cántaro y se lo alcanza. No se atreve a levantar la vista, sólo lo hace lentamente cuando ya está más calmada. Lo miró ahí sentado, bebiendo lentamente, y le parece un hombre bello y rebosante de vida. Sintió un ardor en sus entrañas.

Atrevida, le habló y le sugirió que su casa estaba cerca del pozo y que podría prepararle algo de comer.

El hombre sonrió y pensó, pero no lo dijo: Cuánto ha que enterraste un marido. La mujer lo miraba esperando una respuesta afirmativa. El paño con que se cubría llevaba cosida una guarda color grana, signo que indicaba su viudez, una vieja costumbre entre los samaritanos.

–Señor, veo que no llevas morral ni alimento para el camino.

El viajero le sonrió, ella encontró que su mirada era dulce como la miel y, estremecida con esa mirada, le dijo:

–Señor, en casa tengo pan y carne seca de cabro, para que llenes tu estómago, porque has llegado a nuestra aldea cansado y sin cabalgadura. Quizá es porque te han robado, los caminos desde Jerusalén hasta aquí están plagados de ladrones.

Él sonrió.

–Mujer, dentro de la ciudad hay más ladrones que afuera, los Levitas y Fariseos esquilman al pueblo por servir dóciles a los Romanos. Los sacerdotes roban más en la puerta del templo que los ladrones de caminos. Los puestos de los cambistas de monedas y vendedores de ofrendas vivas y muertas son el gran negocio de ellos y sus familias.

–¿Señor, eres de Samaria? –le preguntó asustada.

Pensó en su falta al haberle dado agua y entablado conversación con un extraño en el pozo de Sicar, venerado por generaciones. El hombre que tenía frente a ella no parecía ni Samaritano ni judío. Haber hablado con él e invitarlo a comer a su casa le pesaba ahora, era una falta que le podían reprochar las mujeres del pueblo y los ancianos. Sin embargo, pensó que no tenía que reprocharse nada, no sentía arrepentimiento. Ella siempre se consideró libre, como le enseñó su madre, porque las mujeres de Samaria no eran entregadas en matrimonio a cambio de ovejas ni camellos, y por esta razón los sacerdotes de Jerusalén consideraban a los hombres de Samaria débiles e incapaces de hacer cumplir las leyes de los patriarcas y a los maridos de no saber sujetar a sus mujeres. Se levantó y se quedó esperando una respuesta a su invitación. El hombre miraba un punto indeterminado del camino, abstraído en sus pensamientos e irradiaba calma. Ella no quiso distraerlo.

Sorpresivamente, él le habló.

–Te llaman esas mujeres que van hacia el pueblo.

Ella volteo, sorprendida, y, efectivamente, a unos doscientos metros unas mujeres y niños arriaban un piño de cabras y ovejas. Le hacían señas y ella sólo escuchó su nombre entre los gritos y saludos.

Él hombre le preguntó:

–¿Por qué esas mujeres no traen sus cabras a este pozo? Deberían abrevarlas aquí después del pastoreo, antes de guardarlas, para la larga noche.

–Son mis vecinas, vienen de una vertiente cercana. Este pozo antiguo ahora se usa para sacar agua para beber nosotros, los del pueblo. El agua sabe mejor que ninguna.

–Tienes razón, el agua tiene sabores. Ahora el pueblo de Israel bebe agua amarga.

Se levantó, le dio las gracias por el agua, y le dijo:

–De verdad es tarde y no he comido, recibiré tu pan. Mis amigos hace tiempo ya que fueron por comida al pueblo y aún no vienen.

–Nadie ha pasado por este camino. Yo vine calmadamente y camino al pueblo no encontré a nadie. Vivo en las primeras casas cerca de este pozo.

–Debieron ir por entre los montes para no llamar la atención, son judíos devotos y saben que no deben ser visto con la gente de Jacob.

Emprendieron la marcha hacia el poblado. A mitad de camino, ella que marchaba adelante, sorpresivamente se detuvo y dejó el cántaro en el suelo.

–Espera que yo me adelante –le indicó una casa a la distancia–. ¿Ves allí, ves esa casa donde crece ese sicomoro gigante? Yo dejaré un paño blanco en la puerta. Si no ves a nadie, entra; si te encuentras con alguien, pueden ser Leda y Sara, mis vecinas más cercanas. Pueden adelantarse y estar volviendo con sus ganados y son muy fisgonas. Si las ves, llama desde fuera, como un caminante cualquiera.

Él sonrió.

–Ve, mujer. No encontraré a nadie hasta llegar a tu casa.

La vio alejarse con su brazo en alto sujetando el cántaro sobre la cabeza, dejado ver su brazo desnudo y terso. Mientras ella se alejaba, el hombre se acercó a unos pedruscos. Observó unas pequeñas flores del desierto que bregaban por sobrevivir entre las peñas. Se inclinó y arrancó una y se la puso en la oreja como adorno.

Los gallos anunciaban la mañana. El hombre se levantó, se estiró para desentumecer sus miembros y se sentó en una banca a amarrarse sus abarcas. La mujer entró con una jofaina de agua y un paño limpio para que se secara.

–Señor, tengo leche ácida y pan, para que te alimentes. Él le sonrió y fue tras ella a un cuarto donde preparaba los alimentos. Comió en silencio, mientras ella lo observaba con admiración.

–Si te marchas ahora, quizá no encuentres a tus acompañantes. Yo puedo ir adelante, hacia el templo, porque deben estar en sus alrededores.

–No subiré a Gerizin, sino que tomaré el camino de vuelta y los encontraré cerca del pozo. Sé que ahí estarán esperándome, debo continuar mi camino a Galilea.

Se despidió y salió por la parte de atrás de la casa. Ella, extrañada, le preguntó por qué lo hacía.

–Tus vecinas deben estar emprendiendo la marcha a sus tierras de pastoreos.

Le hizo un gesto con la mano, despidiéndose, y salió orillando el monte camino al pozo. Vio que solo un anciano estaba a su alrededor con un asno enjaezado con una pequeña carga. Se acercó, el viejo se asustó por aquella presencia que se aproximaba y se quedó de rodillas, cabizbajo, y lloró.

Él se quedó a unos metros del anciano y le preguntó:

–¿Por qué gimes? ¿Acaso soy un bandido o es mi presencia tan horrible que te causa espanto? Busco a mis acompañantes, que deben estar cerca. ¿Ha visto a alguien?

El anciano lo miró, ya más calmado.

–Sí, Rabbi. Hay unos toldos, camino a Samaria, donde dormían unos hombres. Hace un tiempo que pase cerca de ellos y dormían.

–¿Por qué te causó llanto mi presencia?

El viejo lo miró triste y le dijo:

–Una adivina me dijo que un ángel vendría por mí, porque ya estaba cerca mi hora y creí que eras vos.

Él sonrió.

–No soy yo, puedes quedarte en paz.

Se despidió y se fue por el camino que el viejo le había señalado. Caminó un tramo y divisó a sus acompañantes que desarmaban el toldo donde pasaron la noche. Cuando lo vieron venir hacia ellos, se le acercaron dando gritos de alegría.

–¡Maestro, Maestro! Creíamos que te habías ido solo a Galilea.

Les sonrió y se allegaron a donde tenía sus pertenencias. Él se dirigió a todos:

–Debemos irnos antes de que el sol esté en su cenit y debamos buscar sombras y volver a caminar con el frescor de la tarde.

Uno de ellos dijo:

–¡Miren!, una mujer viene hacia nosotros, venía tras de ti, Señor. Iré a decirle que no queremos compañía.

Él se volvió a mirar y era la mujer que le había dado agua y alojamiento. Cargaba un morral, seguramente sus mudas de ropa.

–¡Déjala! –le dijo–, es bueno que caminemos juntos. Llegará un tiempo en que hombres y mujeres serán iguales en derechos y deberes.

Uno de ellos preguntó, ¿cuándo será ese tiempo?

La mujer se había allegado a ellos, la saludaron dándole la bienvenida y El Rabbi respondió:

–Será el tiempo en que los hombres querrán ser mujeres y las mujeres ser hombres, pero antes pasarán muchas crueldades.

Todos se quedaron cabizbajos y en silencio, pero uno de ellos, él más joven y que tenía solo unos pelillos en la barba, dijo para todos:

–Señor, he tenido un sueño muy terrible. Soñé que a los hijos de Israel los llevaban a unos cuartos cerrados llenos de pestilencia, niños, hombres y mujeres como en un infierno de vapores pestilentes, y después sus cuerpos eran tirados a un horno. He llorado mucho por haber soñado esto. ¿Será en ese tiempo, señor?

Un largo silencio se produjo entre ellos, el maestro no respondió nada, solo dijo:

–Debemos irnos. Tenemos mucho camino por delante.

 

Guillermo Martínez
[gs-fb-comments]
spot_img

Últimas Informaciones

Artículos Relacionados