Por María Emilia Tijoux
El coronavirus (Covid-19) devela la situación de excepción que vivimos pues hoy supura con más fuerza la herida de las profundas desigualdades sociales que condujeron a la rebelión social que estalló en Chile en octubre de 2019. En este contexto de temor ante una pandemia que modifica las rutinas cotidianas, que destroza el tiempo y quiebra la organización de la existencia, se intensifica el cuidado de la vida y se diversifican los protocolos para defender y cuidar al cuerpo propio ante la amenaza del contagio de un virus que proviene de otro cuerpo.
Cuesta imaginar que quien contagia pueda ser una persona cercana y por eso se busca a un “otro”, como sujeto ideal -no nacional- cuyo cuerpo sí pueda ser considerado culpable de la infección, pero también de la cesantía o de la pobreza que se desata. Pero cuando alguien indica a una persona o a una comunidad migrante para culparle de la propagación de un virus, no se trata de algo casual.
Desde los años noventa, cuando la inmigración comenzó a ser realidad, gran parte de la sociedad chilena comenzó a despreciar, humillar o atacar físicamente a las personas migrantes. A la vez que llegaban desde Perú, Bolivia, Ecuador, Colombia, República Dominicana, Haití o Venezuela (en tanto países considerados como productores de migrantes) se iba erigiendo en su contra una construcción racista basada en mitos y en estereotipos (rasgos, color de piel, nacionalidad) que los (as) señalaban como responsables de la cesantía, las enfermedades, la delincuencia o la prostitución. Pero hay que buscar más allá del acto violento y trajinar en nuestra historia, por ejemplo, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, cuando en un contexto de crisis social se configuraba un nuevo “nosotros” como una identidad nacional que incorporara a la figura de la “raza chilena” que consolidaba el mito de la homogeneidad de la nación.
En dicha configuración los procesos migratorios jugaron un importante rol que fue -y es hoy visible-, en los escenarios de las interacciones entre chilenos y migrantes, cuando los cuerpos se encuentran y conviven. Por una parte, surge el sujeto deseado (como los migrantes alemanes europeos cuando el Estado invitó y apoyó su selección para poblar los territorios del sur, y, “mejorar la raza”). Y por otra el no deseado (o sujeto migrante, considerado como el “problema” al igual que la migración), que para los chilenos(as) interrumpe y violenta sus rutinas. Así, el “reconocimiento de la diferencia” abre un proceso identitario, donde el “otro” migrante precipita la construcción racial desde factores históricos, económicos, sociales, culturales y simbólicos, haciendo posible el reconocimiento entre chilenos, como el potente “nosotros”, que acredita la apertura de los significantes de la diferencia.
El “enemigo”
La búsqueda y construcción del “enemigo” en tiempos de pandemia, no es más que la continuidad de una construcción racial expresada en el odio contra este sujeto migrante que se puede explotar laboralmente: pagos de miseria, malos tratos, carencia de contrato e incluso trata laboral; y señalar como responsable de los distintos problemas que (…)
Texto completo en la edición impresa del mes de junio 2020