Goethe, sostiene Kundera, fue quien formuló por primera vez la frase: “La literatura nacional ya no representa mucho hoy en día, entramos en la era de la literatura mundial (die Weltliteratur) y nos compete a cada uno de nosotros acelerar esta evolución”
DIE WELTLITERATUR
Milan Kundera
Son dos los contextos elementales en los que podemos situar una obra de arte: o bien el de la historia de la propia nación (llamémoslo el pequeño contexto), o bien el de la historia supranacional de su arte (llamémoslo el gran contexto). Nos hemos acostumbrado con toda naturalidad a considerar la música en el gran contexto: saber cuál era la lengua natal de Orlando di Lasso o de Bach no tiene mucha importancia para un musicólogo; por lo contrario, al estar vinculada a su lengua, se estudia una novela en todas las universidades del mundo casi exclusivamente en el pequeño contexto nacional. Europa no ha conseguido pensar su literatura como una unidad histórica y no cesaré de repetir que éste es un irreparable fracaso intelectual. Porque, si permanecemos en la historia de la novela, Sterne reacciona contra Rabelais, Sterne inspira a Diderot, Fielding apela constantemente a Cervantes, Stendhal se mide siempre con Fielding, la tradición de Flaubert se prolonga en la obra de Joyce, a partir de su reflexión sobre Joyce desarrolla Broch su propia poética de la novela, Kafka le hace comprender a García Márquez que es posible salirse de la tradición y “escribir de otra manera”.
Goethe fue quien formuló por primera vez lo que acabo de decir: “La literatura nacional ya no representa mucho hoy en día, entramos en la era de la literatura mundial (die Weltliteratur) y nos compete a cada uno de nosotros acelerar esta evolución”. Éste es, por decirlo así, el testamento de Goethe. Un testamento traicionado más. Porque abrid cualquier manual, cualquier antología: la literatura universal es presentada como yuxtaposición de las literaturas nacionales. ¡Como una historia de las literaturas! ¡Literaturas, en plural!
Sin embargo, siempre subestimado por sus compatriotas, nadie comprendió mejor a Rabelais que un ruso: Batjín; a Dostoievski, que un francés: André Gide; a Ibsen, que un irlandés: G.B. Shaw; a Joyce, que un austriaco: Herman Broch; los escritores franceses fueron los primeros en destacar la importancia universal de la generación de los grandes norteamericanos, Hemingway, Faulkner, Dos Passos (“En Francia, soy padre de un movimiento literario”, escribió Faulkner en 1946 quejándose de la sordera con la que se topaba en su país”). Estos pocos ejemplos no son extrañas excepciones a la regla; no, son la regla: el alejamiento geográfico distancia al observador del contexto local y le permite abarcar el gran contexto de la Weltliteratur, el único capaz de hacer aflorar el valor estético de una novela, es decir: los aspectos hasta entonces desconocidos de la existencia que esa novela ha sabido iluminar; la novedad de la forma que ha sabido encontrar.
¿Quiero decir con eso que, para juzgar una novela, podemos prescindir del conocimiento de su lengua original? Pues sí, ¡es exactamente lo que quiero decir! Gide no sabía ruso, G.B. Shaw no sabía noruego, Sartre no leyó a Dos Passos en su lengua original. Si los libros de Witlod Gombrowicz y de Danilo Kis hubieran dependido únicamente del juicio de los que saben polaco o serbio, nunca se habría descubierto su radical novedad estética.
(¿y los profesores de literaturas extranjeras? ¿No es su misión natural la de estudiar las obras en el contexto de la Weltliteratur? Es demasiado desear. Para demostrar su competencia como expertos, se identifican ostensiblemente con el pequeño contexto nacional de las literaturas que enseñan. Adoptan sus opiniones, sus gustos, sus prejuicios. Es demasiado desear: precisamente en las universidades en el extranjero es donde hunden una obra de arte en el más profundo atolladero de su provincia natal.)
Milan Kundera
El Telón. Ensayo en siete partes, 2005.
Traducción: Beatriz de Moura