Ursula K Le Guin (1929-2018) fue una autora estadounidense conocida por sus obras de ficción especulativa y, en especial, por las obras de literatura fantástica ambientadas en el mundo ficticio de Terramar, así como la serie de ciencia ficción de la federación Ekumen
INVENTAR UN UNIVERSO ES UN TRABAJO DURO
Por Ursula K Le Guin, Prólogo. El cumpleaños del mundo y otros relatos, Traducción: Estela Gutiérrez.
Jehová se tomó un día sabático. Vishnú duerme siestas. Los universos de ciencia ficción son sólo diminutos fragmentos de mundos hechos de palabras, pero aun así requieren mucha reflexión; y en lugar de imaginar un universo nuevo para cada historia, el escritor puede usar el mismo universo una y otra vez, en ocasiones hasta que las costuras se le gastan un poco, se ablanda, queda natural, como una camisa vieja.
Aunque he dedicado una considerable cantidad de trabajo a mi universo de ficción, no
siento exactamente que lo haya inventado. Me topé con él, y desde entonces estoy dándole vueltas sin método: dejándome un milenio aquí, olvidando un planeta allá. Hay personas honestas y serias que, llamándolo universo Haini, han intentado trazar su historia en líneas temporales. Yo lo llamo el Ecumen, y digo que es imposible. Su línea temporal parece algo que un gatito hubiera sacado de la cesta del punto, y en gran parte de su historia abundan los vacíos.
Esta incoherencia tiene sus razones, aparte del descuido, el olvido y la impaciencia de la
autora. El espacio, después de todo, es en esencia un vacío. Los mundos deshabitados están muy, muy lejos. Einstein dijo que las personas no podían viajar más rápido que la luz, así que en general mis personajes viajan sólo casi a la velocidad de la luz.
Esto significa que cuando atraviesan el espacio apenas envejecen, gracias a la dilación temporal de Einstein, pero llegan al término del viaje décadas o centurias después de su partida, únicamente pueden averiguar lo que Ira sucedido mientras tanto en casa usando mi aparato manual, el ansible.
(Resulta interesante pensar que el ansible es más antiguo que Internet, y más rápido: en mis libros, la información viaja instantáneamente.) Por tanto, en mi universo, como en éste, ahora estamos aquí y luego allá, y viceversa, lo cual es una buena manera de evitar que la historia sea clara o útil.
Evidentemente, se les puede preguntar a los haini, que llevan por ahí un largo tiempo y cuyos historiadores no sólo saben muchas cosas que sucedieron, sino también lo que está sucediendo y lo que volverá a suceder… Son algo parecido al Eclesiastés, pues no ven nada nuevo bajo el sol, ajo cualquier sol; pero eso les hace mucho más alegres que el libro.
Es normal que la gente de los otros mundos, que desciende exclusivamente de los haini, no quiera creer lo que cuentan los ancianos y por tanto empiece a crear su propia historia; así todo se repite sin cesar.
Yo no planifiqué estos mundos y estas gentes. Me los encontré, poco a poco, por etapas, al escribir relatos. Todavía me los encuentro.
En mis primeras tres novelas de ciencia ficción existe una Liga de los Mundos, que abarca, sin que nunca se diga claramente, los planetas conocidos de nuestro trozo local de la galaxia local, incluida la Tierra. Ésta se transforma, imprevisiblemente, en el Ecumen, un consorcio de mundos que no pretende gobernar a nadie, sino recopilar información, y que de vez en cuando desobedece su propia directiva de no intentar dirigir a nadie.
Había encontrado la palabra griega que significa«casa común», «familia», oikumene, como en ecuménico, en uno de los libros de antropología de mi padre, y la recordé cuando buscaba un término que pudiera transmitir el concepto de una humanidad todavía más amplia surgida de un único hogar original. Decidí ponerle «Ecumen».
Cuando escribes ciencia ficción puedes cambiar la ortografía de las cosas como quieres, a veces.
Los primeros seis relatos de este libro tienen lugar en mundos del Ecumen, en mi universo pseudocoherente con los codos agujereados.
En mi novela de 1969 La mano izquierda de la oscuridad, la voz principal es la de un móvil del Ecumen, un viajero, que envía un informe a los estables, que permanecen en Hain. Esta nomenclatura me vino junto con el narrador. Decía que se llamaba Genly Ai. Él empezó a contar la historia y yo la escribí.
Poco a poco, no sin dificultades, los dos averiguamos dónde estábamos. Él nunca había ido a Gethen hasta entonces, pero yo sí, en un cuento, «El rey de Invierno». Aquella primera visita fue tan precipitada que ni siquiera me había percatado de que había algo raro en el género getheniano. Igual que un turista. ¿Andróginos? ¿Había andróginos?
Durante la redacción de La mano izquierda…, me llegaban fragmentos de mitos y leyendas según los necesitaba, cuando no entendía adónde iba la historia; y una segunda voz, la de Gethen, se adueñaba del relato de vez en cuando. Pero Estraven era una persona muy reservada. Y la trama condujo a mis dos narradores tan rápidamente a una situación tan complicada que muchas preguntas se quedaron sin respuesta, o ni siquiera llegaron a formularse.
Al escribir el primer relato de este libro, «Mayoría de edad en Karhide», volví a Gethen veinticinco o treinta años después. Esta vez no tenía a mi lado a un varón terrestre honesto pero desconcertado que confundiera mis percepciones.
Podía escuchar a un getheniano franco que, a diferencia de Estraven, no tenía nada que ocultar. Esta vez no había una trama que me estorbase.
Podía hacer preguntas. Podía ver cómo funciona el sexo. Al fin pude entrar en una casa de kémmer.
Podía divertirme de verdad.
«La cuestión de Seggri» es un compendio de informes sobre la sociedad de un mundo llamado Seggri escritos por varios observadores a lo largo de un periodo de muchos años. Estos documentos proceden de los archivos de los historiadores de Hain, que son a los informes lo que las ardillas a las nueces.
El germen de la historia se encuentra en un artículo que leí sobre el desequilibrio de género que el aborto y el infanticidio continuados de fetos y bebés femeninos están causando en varios lugares del mundo —nuestro mundo, la Tierra—, donde se cree que sólo los varones valen la pena.
Debido a una curiosidad irracional e insaciable, en un experimento mental que se convirtió en este relato, invertí y aumenté el desequilibrio y lo hice permanente. Aunque me gustaron las personas que conocí en Seggri y disfruté muchísimo encauzando sus diferentes voces, no fue un experimento afortunado.
(No me refiero a un encauzamiento real. Es sólo una manera de abreviar mi relación con mis personajes de ficción. Ficción, ¿de acuerdo? Por favor, no me escribáis cartas sobre otras vidas. Tengo todas las que puedo manejar.)
En la historia que da título a la recopilación de cuentos Un pescador del mar interior, inventé algunas reglas sociales para la gente del mundo llamado O, que está bastante cerca de Hain. Aquél, como es habitual, parecía ser un lugar en el que me encontraba y que tenía que explorar; dediqué una verdadera reflexión, una reflexión respetable y sistemática, a las costumbres matrimoniales y de parentesco del pueblo de O. Dibujé tablas, con símbolos masculinos y femeninos, y líneas con flechas, muy «científicas». Necesitaba esas tablas.
Todavía estoy confundida. Por suerte, la editora de la revista que publicó la historia originalmente me salvó de una horrible metedura de pata, peor que el incesto. Había mezclado mis mitades. Ella se dio cuenta y lo arreglamos.
Como me llevó un tiempo desarrollar estas complejidades, puede que haya sido la mera conservación de la energía lo que me ha devuelto dos veces a O; pero creo que es porque me gusta.
Me gusta pensar en estar casada con otras tres personas y sólo poder acostarte con dos de ellas (una de cada género pero las dos de la otra mitad).
Me gusta pensar en complejos entramados sociales que generan y frustran relaciones con una elevada carga emocional.
En este sentido, podría decirse que «Amor no escogido» y «Las costumbres de las montañas» son comedias costumbristas, por extraño que pueda parecer a quienes creen que la ciencia ficción se escribe con una pistola de rayos en la mano. La sociedad de O es diferente de la nuestra en el presente, pero no mucho más diferente que la de la Inglaterra de Jane Austen; tal vez menos diferente que la de La historia del príncipe Genji.
En «Soledad» me fui a los márgenes del Ecumen, a un lugar algo parecido a la Tierra sobre la que solíamos escribir en los sesenta y los setenta, cuando creíamos en el holocausto nuclear y el final del mundo que conocemos y en los mutantes de las ruinas resplandecientes de Peoría. Todavía creo que llegará el holocausto nuclear, por supuesto, pero ahora no es momento de escribir sobre el tema; y el mundo que conocía ha terminado ya varias veces.
Dejaré a un lado lo que causara el derrumbe de población en «Soledad» —probablemente la población misma—, eso fue hace mucho tiempo y no es importante para la historia, que trata de supervivencia, lealtad e introversión. Casi nadie escribe algo bonito sobre los introvertidos. Mandan los extrovertidos. Es algo bastante extraño, teniendo en cuenta que de cada veinte escritores unos diecinueve son introvertidos.
Nos han enseñado a avergonzarnos de no ser «abiertos». Pero el del escritor es un trabajo introvertido.
Los protagonistas, los supervivientes, de esta historia, como la mayoría de los personajes de estos relatos, toman unas medidas peculiares respecto al género y la sexualidad; pero no está entre sus planes el matrimonio. El matrimonio es demasiado extrovertido para los auténticos introvertidos. Sólo se ven unos a otros a veces.
Durante un tiempo. Luego se van y están solos otra vez y son felices.
«Música Antigua y las esclavas» es una quinta rueda.
Mi libro Cuatro caminos hacia el perdón está compuesto de cuatro historias relacionadas. Una vez más ruego que a esta forma de ficción (que se remonta al menos a Cranford, de Elizabeth Gaskell, y cada vez es más frecuente e interesante) se le otorgue nombre y reconocimiento: un libro de relatos unidos por el lugar, los personajes, el tema y el movimiento que forman no una novela, sino un todo. En Gran Bretaña existe un término despectivo, «fix-up», que alude a los libros de autores que, al decirles que las recopilaciones «no venden», pegan relatos que no tienen relación alguna entre sí con una cinta adhesiva verbal. Pero en realidad no se trata de una recopilación al azar, no más que una suite de violoncelo de Bach. Tiene elementos que no son propios de las novelas. Es una forma real, y merece un nombre real.
Tal vez podamos llamarla «suite de relatos».
Creo que yo lo haré.
Así, la suite de relatos Cuatro caminos ofrece una visión de la historia reciente de dos mundos, Werel y Yeowe. (Este Werel no es el Werel de la novela Planeta de exilio. Es otro. Como os he dicho antes, me olvido de planetas enteros.) La sociedad y la economía esclavistas de estos mundos está sufriendo un cambio revolucionario. Un crítico se burló de mí por tratar la esclavitud como un tema del que vale la pena escribir. Me pregunto en qué planeta vive.
«Música Antigua» es el nombre traducido de un hombre haini, Esdardon Aya, que aparece en tres de las historias de la suite. Cronológicamente, esta historia es posterior a la suite, un quinto movimiento, que cuenta un incidente de la guerra civil de Werel. Pero también es una obra por derecho propio. Su origen se encuentra en una visita a una de las grandes plantaciones de esclavos más allá de Charleston, en Carolina del Sur. Los lectores que hayan visto ese hermoso y terrible lugar quizá reconozcan el jardín, la casa, las tierras llenas de fantasmas.
La historia que da nombre al libro, «El cumpleaños del mundo», tal vez tenga lugar en un mundo del Ecumen y tal vez no. La verdad es que no lo sé. ¿Acaso importa? No es la Tierra; su gente difiere un poco de nosotros físicamente, pero el modelo de sociedad que utilicé para crear la suya en algunos aspectos es sin duda la de los incas.
Como en las grandes sociedades antiguas de Egipto, la India o Perú, el rey y dios son la misma persona, y lo sagrado es tan cercano y común como el pan o la respiración. E igual de fácil de perder.
Estos siete relatos siguen la misma pauta: de un modo u otro nos muestran, desde dentro o mediante un observador (que tiene tendencia a ser un nativo), a personas de sociedades distintas de la nuestra, incluso de fisiología distinta de la nuestra, pero que sienten igual que nosotros. En primer lugar, para establecer una diferencia —para dar sensación de extrañeza— y luego para que el apasionado arco de las emociones humanas dé un salto y atraviese la separación: esta acrobacia de la imaginación me fascina y me satisface como casi ninguna otra.
El último y extenso relato, «Paraísos perdidos», no sigue esa pauta y no es una historia del Ecumen.
Tiene lugar en otro universo, también bastante usado: el «futuro» genérico y compartido de la ciencia ficción. En esta versión, la Tierra envía naves a las estrellas a velocidades que son, según nuestros conocimientos actuales, más o menos realistas, al menos alcanzables en potencia. Estas naves tardan décadas, siglos, en llegar al término de su viaje. No hay Deformación Nueve, no hay dilatación temporal, sólo tiempo real.
En otras palabras, se trata de un relato sobre generaciones que se suceden dentro de una nave. Este tema se ha utilizado en dos libros notables, Aniara, de Martinson, y The Dazzle of Day, de Gloss, y muchos cuentos. En la mayoría de los relatos breves la tripulación de colonos se congelaba de alguna manera y la gente que dejaba la Tierra despertaba en su destino. Siempre quise escribir sobre unas personas que se pasaran toda la vida viajando, las generaciones intermedias que no conocían ni la partida ni la llegada. Lo intenté varias veces. Nunca logré la historia hasta que un tema religioso empezó a entrelazarse con la idea de la nave sellada en el vacío muerto del espacio, como un capullo, llena de transformación, de transmutación, de vida invisible: el cuerpo de la crisálida, el alma alada.