09 - noviembre - 2024

Rossana Rossanda, fundadora de Il Manifiesto y figura de la izquierda italiana, ha muerto a los 96 años

Rossana Rossanda (Pola, 1924-Roma, 2020) fue periodista fundadora de Il Manifiesto, dirigente del Partido Comunista Italiano en los años cincuenta y sesenta, hasta su expulsión –por sus divergencias con la línea del partido sobre la política exterior soviética– en 1969. Conocida por sus ensayos y por su labor al frente del diario Il Manifesto. En el 2008 Rossanda presentó su libro La muchacha del siglo pasado, una crónica personal de la historia italiana.

LA HORA DE LA REFLEXIÓN

ROSSANA ROSSANDA
«Éste no es un libro de historia. Es lo que me devuelve la memoria cuando me encuentro con la mirada recelosa de quienes me rodean: ¿por qué has sido comunista? ¿Por qué dices que lo eres? […] Después de más de medio siglo atravesado corriendo, tropezando, retomando de nuevo la carrera con algunos moratones de más, a la memoria le entra el reuma. No la he cultivado, conozco su indulgencia y sus trampas. También las que consisten en darle una forma».
Rossana Rossanda, La muchacha del siglo pasado

Yo no soy escritora, así que si escribo es para intervenir. De hecho, este libro nace de una primera reacción colérica: en él digo, y mantengo, que la historia del comunismo ha terminado muy mal, y que en parte se debe a que no se ha hecho un análisis de su recorrido.

Fui expulsada de mi partido en 1969 por criticar a la URSS. El problema era evidente; mi falta consistió en señalarlo con una anticipación de catorce o quince años. Aunque los comunistas italianos estaban haciendo cosas muy distintas de lo que se hacía en la URSS –Gramsci apenas había sido publicado allí–, en Italia se consideró que era un país hermano y pionero hasta el 16 de noviembre de 1989. En pocos meses, la URSS desapareció y de pronto fue como si ya nadie se acordara: ni siquiera se intentó comprender qué fue todo aquello, cómo comenzó y cómo terminó. También la historia del comunismo italiano corre el riesgo de terminar sin dignidad: ha sido una parte importante del siglo XX y es imprescindible comprender por qué ha acabado como lo ha hecho. Lo que queda es una versión empobrecida, una referencia superficial a la falta de libertad de expresión y otros errores que requerirían un análisis y una reflexión más pausados. De ahí la necesidad de contar la historia que yo he vivido, y la he querido narrar sin consultar documentos: no era mi intención rastrear la historia «objetiva» del Partido Comunista Italiano, sino transmitirla tal como yo la conocí.

En mi reconstrucción de la historia hay un punto fundamental que puede pasar inadvertido a quien no lo haya vivido, y es que dentro del PCI había dos partidos: uno con alma septentrional, del que formaría parte el diario L’Unità en la etapa de Vittorini, y que estaba más atento a la modernidad, a la composición social del país, a las clases y las modificaciones del capitalismo que tenían lugar en Italia –que salió de la Guerra como país agrícola y en diez o veinte años pasó a ser uno de los más industrializados del mundo–; el otro partido era el meridional, en el que se había formado la clase dirigente, más ligado a la tradición de la izquierda italiana, a Labriola, a Gramsci o a Croce. Éste representaba una vía de salida, de insubordinación frente al modelo soviético, y estaba más atento a la superestructura, a la complejidad de la formación de los intelectuales italianos, a desmontar la visión elemental de la historia del materialismo dialéctico. Mientras por un lado todo eran vivas a Stalin, por el otro se llevaba a cabo la publicación de la obra completa de Gramsci.

Al mismo tiempo, la experiencia de los camaradas refundadores del PCI tras la Guerra había sido la de la insurgencia fascista. Esa experiencia dejó tras de sí un temor permanente al resurgir del fascismo que ha impregnado toda la historia del PCI –con la excepción de Togliatti, figura a la que he aprendido a valorar con retraso– hasta los años setenta. Cuando en 1973 Berlinguer propone el compromiso histórico y el pacto con la Democracia Cristiana, rompe con el movimiento del 68 a partir de un análisis equivocado: está convencido de que en Europa, como en Chile, se consolidará el fascismo. La historia no le da la razón: tan sólo un año más tarde, en 1974, tiene lugar la revolución portuguesa; en 1975 muere Franco y en 1976 se convocan las primeras elecciones en España.

El proyecto de gobierno de unidad de la Democracia Cristiana fracasa, como es bien sabido, mas no porque las Brigadas Rojas mataran a Aldo Moro, como tantas veces se ha dicho: creo que Moro no habría sido el interlocutor adecuado para alcanzar ese compromiso histórico. A partir de ese momento, Berlinguer intenta volver atrás y recuperar el contacto con la clase obrera, duramente golpeada por la crisis económica y las oleadas de despidos en el sector industrial.

A finales de los setenta se produce la recuperación económica capitalista. Era sin duda el momento de cambiar, de renovarse y hacer frente a la situación, algo que no supimos hacer desde el PCI. Las transformaciones fueron de gran calado: la Guerra Fría ya no era como la de los años cincuenta y la clase obrera había maduradodo tras la explosión internacional en 1968 del elemento estudiantil, que por primera vez ya no reclamaba un recambio generacional que les situara al frente del sistema, sino que exigía una transformación del sistema mismo. En Italia la revolución comenzó en 1967 –ocupación de fábricas, autogestión de la producción…– y el PCI no supo hacerse cargo de esos cambios.

Con los años, el principal partido de la izquierda se deshizo del elemento social y pasó a llamarse «democrático», con referencia explícita al sistema bipartidista estadounidense. Ha pretendido convertirse en un gran partido de centro, con lo que ha perdido los votos de la izquierda y ni siguiera ha logrado los suficientes votos de centro como para obligar a pactar a Berlusconi.

¿En qué se equivocó, pues, el PCI? Yo creo que llegado un cierto punto dejó de entender en qué posición se encontraba y cómo era la sociedad italiana. En efecto, la composición de clase ha cambiado mucho; ya no existen las divisiones de la época de Gramsci, ahora lo que hay es una gran clase de precarios que apenas ve luz al final del túnel, y un vínculo vicioso de una parte de la clase obrera del norte con la Liga y su separatismo, lo que produce una mayor fragmentación de la subjetividad de la clase trabajadora.

No puedo sino agradecer que me consideréis un puente entre generaciones de la izquierda, pero me temo que no es cierto: si he sido un elemento de conexión, ha sido sólo desde un punto de vista existencial, y en un grupo reducido. Es cierto que hace ya treinta y ocho años que mantenemos Il Manifesto, un periódico respetado que ha conseguido ser independiente, aunque siempre en la cuerda floja, a punto de caer. Desde Il Manifesto hemos podido identificar las transformaciones que estaban teniendo lugar, pero no hemos sido capaces de influir en la conformación de las subjetividades necesarias para hacer frente a este proceso.

Me elogian porque he dicho que se puede ser comunista sin tener el carné de un partido, y sí, desde un punto de vista existencial, yo soy comunista por lo menos desde 1943, pero lo cierto es que no hemos sabido cambiar el país. Parece que la mayor ambición hoy es la de resistir frente a la avalancha de derechas que se ha producido.

Si he escrito este libro ha sido para decir que nuestro movimiento ha sido una fuerza esencial que condujo la reconstrucción de 1945 a 1960. Lo demás es otra historia. Aunque dudo mucho que se puedan afrontar los nuevos escenarios sin contar con el pasado, sin tener en cuenta la formación del comunismo y su capacidad de crear una conciencia mundial.

En estos momentos, me asusta pensar lo que pasará con nuestras vidas, con las vidas de nuestros hijos, con la posibilidad de vivir libremente. Como ven, éste no es un mensaje de esperanza –contado por una anciana aún lo es menos– pero sí creo que es una reflexión necesaria.

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