YO LA AMÉ
Yo la amé,
y ese amor tal vez,
está en mi alma todavía, quema mi pecho.
Pero confundirla más, no quiero.
Que no le traiga pena este amor mío.
Yo la amé. Sin esperanza, con locura.
Sin voz, por los celos consumido;
la amé, sin engaño, con ternura,
tanto, que ojalá lo quiera Dios,
y que otro, amor le tenga como el mío.
1829
El autor de la traducción, Rubén Darío Flórez ,es magister en Ciencias filológicas de la Universidad Rusa de Moscú, ciudad en la que vivió 6 años. es profesor de Lingüística y Semiótica en la Universidad Nacional de Bogotá. Ha traducido poesía de A. Blok, A. Ajmatova e I. Brodsky. Ha publicado sus traducciones de Pushkin en El Habitante del otoño, (2000)
PUSHKIN. NO HUBO MÁSCARA EN ÉL
Rubén Darío Flórez
Y difícilmente podríamos usar ese pronombre tan engañoso: «él» para nombrarlo. El idioma de una embriagadora melancolía de alguno de sus poemas, no parecía compatible con aquel que sentía la belleza brutal de la naturaleza indiferente al tiempo individual. A veces un acento de cinismo venía con la melodía sin esperanza de sus primeros poemas. Y ese «él» siempre distinto, en el instante de la inquietud carnal que lo tocaba, se dejaba llevar por la nostalgia de otro exilio sensual. En su tiempo no tuvo muchas razones para el optimismo. Los ídolos de su juventud Byron y Napoleón sucumbieron. Sus amigos fueron derrotados y desterrados. El zar Nicolás I quiso convertirlo en su secretario para odas y adulaciones. Hoy nos suenan lastimosas las confesiones íntimas de A. Pushkin, preguntándose si debía renunciar a su cargo ínfimo de Kamer-Iunker humillado por el zar.
Esas confesiones escritas la víspera en que por equivocación o provocación el poeta decide no vestirse de frac para desentonar con las formas cortesanas de Sanct Petersburg. Sin la poesía de Alexander Pushkin nos parece imposible pensar que la poesía rusa haya ocurrido.
Alexander Pushkin fue un nómada que amó lo imposible: los versos, en una autocracia que sólo veía la conveniencia de los ucases. La historia, en un país del s. XIX que sellaba los archivos y prohibía los nombres. Amó a Natalia Reznich que errante moriría en Italia.
Los sueños nocturnos que dictan versos con enigmas sacudieron su alma y a sus lectores. Amó la revolución francesa cuando era santo y seña de conjurados. Deshizo el decoro de la corte y el idioma de Sanct Petersburg de cristal y tiniebla, con una elegancia perturbadora. Sus versos liberaron de toda tutela la poesía de su desmesurado país. «Vasallo de mis impulsos estar aquí y allí». Sucesivamente entendió el alma de Byron para entrar en la oscuridad del designio de un sublevado: Pugachev, nombre que fue proscrito como lo sería el suyo después de su muerte. De su m·sica salieron los Demonios de Dostoevsky. Al tiempo que su poesía arrebató a la mudez de las ruinas, la Guerra y la Paz de L. Tolstoy. Podemos tomar para él la invocación de M. Tsvet·yeva: «Existen palabras de conjuro, magia aparte del sentido. Palabras que sin ser dichas tienen significación. Palabras que dejan a un lado la razón porque sólo necesitan del oído. Son las palabras de una lengua de fieras, de niños, de vidente.
La poesía de Alexander Pushkin (1799-1838) puede ser sentida así. Fue precursor de la poesía moderna, por su consciencia del sitio del sueño de la literatura d·ndole un idioma a la vida. Creó su leyenda con una muerte oscura por sus razones. Tal vez la angustia suya ante el hastío y la humillación lo llevaron al duelo sangriento donde perdió su vida. Rubén Darío Flórez Arcila (1960, Pijao, Colombia).