En el curso de los últimos treinta o cuarenta años, las élites oscurantistas parecen haber tomado en serio la amenaza y haber concluido que su dominación estaba amenazada; parece que han decidido desmantelar la ideología de un planeta común para todos y haber comprendido que ese abandono no podía hacerse público, que había que actuar en secreto obliterando los conocimientos científicos que estaban en la raíz del movimiento.
Por filósofo Bruno Latour
La hipótesis parece inverosímil: la idea de negación remite demasiado a una interpretación psicoanalítica; se acerca en exceso a una teoría del complot.
Sin embargo, es posible documentarla suponiendo razonablemente que la gente sospecha muy pronto que le ocultan información y actúa en consecuencia.
A falta de pruebas flagrantes, los efectos son palmarios un delirio epistemológico se apoderó de la escena pública.
La negación no es una situación cómoda. Negar es mentir fríamente y luego olvidar que uno mintió (y, pese a todo, recordar siempre la mentira). Es una actitud que menoscaba. Es posible imaginar lo que un nudo semejante produce en las personas: las vuelve locas.
La negación enloquece, ante todo, a ese «pueblo» que los comentaristas autorizados parecen descubrir de repente. Los periodistas se han apoderado de la idea de que el plebeyo se ha vuelto partidario de «hechos alternativos», hasta el punto de olvidar toda forma de racionalidad.
Ahora se acusa a la gente de complacerse en su visión estrecha, en sus miedos, en una desconfianza natural hacia las élites, en su deplorable indiferencia a la idea misma de verdad, y sobre todo en su pasión por la identidad, el folclor, el arcaísmo y las fronteras. Añadiendo, para redondear, una culpable indiferencia ante los hechos.
De ahí el éxito de la expresión «realidad alternativa».
Pero esto equivale a olvidar que ese «pueblo» ha sido traicionado fríamente por quienes abandonaron la idea de realizar de verdad la modernización del planeta incluyendo a todo el mundo, porque supieron antes que los demás que tal modernización era imposible: falta, ni más ni menos, un planeta suficientemente vasto para sus sueños de crecimiento para todos.
Antes de acusar al «pueblo» de no creer en nada, hay que medir primero el efecto de esta descomunal traición: ha sido dejado a su suerte en un campo raso.
Sabemos de sobra que ningún conocimiento digno de ese nombre se mantiene por sí solo. Los hechos solo pueden ser robustos cuando existe una cultura común que los sostiene, instituciones confiables, una vida pública más o menos decente y medios de comunicación respetables.
Y, sin embargo, se quiere que esa gente, a la que no se le ha dicho abiertamente (aunque lo presiente) que todos los esfuerzos de dos siglos de modernización están a punto de fracasar, que sus dirigentes han lanzado por la borda todos los ideales de solidaridad, se quiere que esa gente tenga, en los hechos científicos, la confianza que tenían Louis Pasteur o Marie Curie.
Pero el desastre epistemológico es igualmente grande entre los encargados de consumar dicha traición colosal.
¿Cómo respetar los hechos mejor establecidos cuando se debe negar la enormidad de la amenaza y estar, sin decirlo, en una guerra mundial contra todos los demás? Es como vivir con el proverbial «elefante en la cristalería» o con el rinoceronte de Ionesco. Nada más incómodo. Esos grandes animales roncan, cagan, barritan, te aplastan y te impiden alinear tres ideas.
Y es que la negación envenena a quienes consuman el abandono como a los supuestamente engañados.
La única diferencia, aunque es enorme, reside en que los multimillonarios han añadido a su fuga un crimen imposible de redimir: la negación obsesiva de las ciencias del clima. A ella se debe que la gente haya tenido que arreglárselas en medio de una bruma de desinformación, sin haberles dicho en ningún momento que la modernización había terminado y que el cambio de régimen era inevitable.
Si las personas del común ya tenían tendencia a desconfiar de todo, se las ha incitado, además, mediante la inversión de miles de millones de dólares en desinformación, a desconfiar también de un pequeño hecho masivo: la mutación climática, si bien para evitarla a tiempo habría sido necesario dar crédito enseguida a la veracidad del hecho y así obligar a los políticos a actuar antes de que fuera demasiado tarde. Así, en caso de que el público encontrara la salida de emergencia, sería inútil dirigirse a ella: los escépticos climáticos se han puesto delante para cerrarle el paso. Cuando llegue el tiempo de juzgar, este es el crimen que habrá que incoar.
No tenemos suficiente conciencia de que el negacionismo climático organiza toda la política del presente.
A falta de esa conciencia, los periodistas hablan con gran ligereza de «posverdad». Sin embargo, lo que no señalan es por qué algunos siguen en política, aunque hayan abandonado voluntariamente una verdad que los horrorizaba —con razón—. Tampoco explican por qué las personas del común han decidido —también con razón— no creer en nada. En vista de las mentiras que les han hecho tragar, se entiende que desconfíen de todo y ya no quieran escuchar a nadie.
La reacción de los medios de comunicación prueba que la situación no es más alentadora —¡lástima!— entre quienes se precian de ser «mentes racionales», indignados por la indiferencia ante los hechos del rey Ubú, y condenando la estupidez de las masas ignorantes. Estos últimos siguen creyendo que los hechos se sostienen solos, sin mundo compartido, sin instituciones, sin vida pública, y que bastaría con llevar al pobre pueblo a un aula a la antigua, con tablero negro y tareas en el pupitre, para que al fin triunfe la razón.
También ellos han caído en las redes de la desinformación. Por ejemplo, no ven que no sirve de nada indignarse porque la gente cree en hechos alternativos cuando ellos viven, en efecto, en mundos alternativos.
La cuestión no es tanto cómo reparar los defectos del pensamiento, sino de qué modo compartir la misma cultura, cómo hacer frente a los retos de un paisaje que podemos explorar colectivamente. Aquí nos encontramos de nuevo el vicio habitual de la epistemología, consistente en atribuir a los déficits intelectuales lo que es apenas un déficit de práctica común.
Dónde aterrizar. Cómo orientarse en política. 2019. Bruno Latour.
Traducción de Pablo Cuartas
Crisis terminal del orden mundial de la elites aspiracionales, según el filósofo Bruno Latour