20 - septiembre - 2024

Sociedad decadente: viejos que no arriesgan y jóvenes absortos en el porno.

El periodista conservador estadounidense Ross Douthat sostiene que hoy vivimos en una sociedad decadente y estancada, un declive económico, político, cultural y demográfico  que puede durar mucho tiempo.

ROSS DOUTHAT. INTRODUCCIÓN A LA SOCIEDAD DECADENTE (ARIEL), TRADUCIDO POR BEATRIZ RUIZ JARA.

La era del estancamiento es el fruto de la «economía capturada» en la que todo, desde las normativas sobre el uso del suelo hasta la zonificación excluyente, las licencias profesionales, las protecciones de la propiedad intelectual que no dejan de expandirse, las subvenciones a las empresas y las deducciones fiscales, todo ello converge para crear un sistema que en esencia está compuesto por lo peor del socialismo y lo peor del capitalismo juntos: plutocrático y esclerótico, excesivamente regulado y escasamente gravado, con una clase alta que se enriquece más gracias a las rentas que a la innovación y una clase trabajadora que no puede escalar más allá de su posición.

El solapamiento de este argumento más libertario con la crítica izquierdista al neoliberalismo se pone de manifiesto en uno de los textos primordiales de la izquierda posterior a la crisis financiera: el volumen de 2013 del economista francés Thomas Piketty, El capital en el siglo xxi, que echó por tierra siglos enteros de estadísticas para sostener que el capitalismo, por definición, enriquece a los ricos (porque los rendimientos del capital siempre serán más elevados que el simple crecimiento económico), a no ser que intervenga alguna fuerza poderosa.

Las fuerzas que intervinieron en el siglo xx fueron la Gran Depresión y dos guerras mundiales, que no solo aportaron el brío de la intervención masiva de los gobiernos en la economía, sino que también destruyeron por completo buena parte de la riqueza capitalista, lo que desembocó en una edad dorada provisional para las clases medias de Occidente.

Pero ahora, según Piketty, estamos regresando a la norma histórica: una tasa de crecimiento más lenta de lo que nos indujo a pensar la explosión de mediados del siglo xx y un «capitalismo patrimonial», en el que una clase de rentistas se enriquece de forma pasiva por medio de la inversión y el patrimonio heredado mientras todos los demás se van quedando más y más rezagados.

La teoría de Piketty sobre la inevitable deriva del capitalismo fue extremadamente controvertida y suscitó un complicado y muy técnico debate en torno a este aspecto del libro. Pero, en lo que a nosotros concierne, baste con decir que los villanos de Piketty, los grands rentiers (los superricos globales) y petit rentiers (la abultada clase alta forjada en la meritocracia) son tipos reconocibles al instante, y su descripción de cómo la moderna clase alta ha consolidado su posición tampoco desentona en absoluto con el análisis más libertario de Lindsey y Teles.

La izquierda de Piketty y la centroderecha libertaria difieren en lo relativo a la clase de rentista que condenan con más ardor: Piketty y sus seguidores se emplean más a fondo contra los superricos, culpando a su influencia política y a su egoísmo intrínseco de haber frustrado la necesaria redistribución a gran escala, mientras que los antirrentistas son más proclives a argüir que los más ricos entre los ricos, en general, siguen debiendo su ascenso a méritos propios (pensemos en Jeff Bezos o Warren Buffett), mientras que es la masiva clase alta la verdadera culpable de lo que Richard Reeves, de la Brookings Institution, llama «acaparamiento de sueños»: los efectos combinados de un patrimonio heredado, unos requisitos formativos, unos precios de los bienes inmuebles y unas desgravaciones fiscales que básicamente perpetúan el privilegio de generación en generación.

No obstante, aquí hay una postura común esencial, una crítica compartida entre la izquierda y el libertarismo ante la consolidación y la autocontratación que describe con claridad algunos rasgos esenciales de nuestra prolongada desaceleración. Desde Nueva York hasta Londres, pasando por París y San Francisco, nuestra clase alta no solo es más rica y más extensa, sino que también está más autosegregada y mejor resguardada que hace cincuenta años: se congrega en la misma lista invariable de centros educativos elitistas de resultados inflados, arraiga en el mismo grupo reducido de ciudades «globales», concentra a sus privilegiadas familias en barrios exclusivos protegidos por estrictas normativas de zonificación, defendiendo su territorio por medio de unos precios que excluyen a todos los demás, a excepción de los necesarios prestadores de servicios, que son en su mayoría  inmigrantes, bienvenidos porque trabajarán más duro a cambio de menos dinero que los compatriotas de los miembros de esas clases altas. Produce escasa sorpresa que la movilidad y el espíritu emprendedor estén decayendo: si eres forastero de, digamos, Silicon Valley, no puedes «irte a la conquista del Oeste» en busca de las oportunidades que allí se ofrecen cuando no estás en condiciones de pagarte el vivir y trabajar allí. Por otra parte, el hecho de que esta nueva élite sea oficialmente más meritocrática (por muy discutible que sea la realidad) que las antiguas clases dirigentes algunas veces parece justificar su espíritu de «coge el dinero y corre», su temerosa acumulación de ventajas (a no ser que unos malos resultados en los exámenes de acceso a la universidad desbaraten los privilegios ganados a pulso de sus hijos). Si bien el viejo capitalismo patrimonial al menos demostró cierto gesto de nobleza, llegando incluso a generar su ración de traidores al derecho a la competencia de clase, los nuevos se sienten más legitimados a autocontratar, más santurrones en su avaricia. Y el coste de ese privilegio, por lo visto, es la decepción económica para todos los demás. Los límites al crecimiento Este relato es deprimente, pero, por otra parte, también es modestamente alentador, ya que entraña soluciones al estancamiento, por muy difíciles que resulten en términos políticos.

Derribemos o debilitemos los nuevos monopolios; revirtamos varios privilegios de la élite; gravemos el patrimonio; gravemos Harvard; desregulemos, pero de otra forma; recortemos en asistencia social, pero esta vez a los ricos; protejamos y demos un impulso a la clase media; hagamos todo esto y más, y la economía del mundo desarrollado cumplirá una vez más su antigua promesa de un crecimiento ampliamente compartido y acelerado.

Sin embargo, este solucionismo podría quedarse corto ante la magnitud del problema. Una ojeada a los registros históricos apunta a que hay algo, más allá de la desigualdad, la austeridad y la deslocalización, que está contribuyendo a la desaceleración y al estancamiento. Si una sociedad desigual y una clase dirigente atrincherada bastaran para asfixiar el crecimiento, la Revolución industrial, para empezar, nunca habría despegado. Si las fortunas exorbitantes llegaran necesariamente a costa de los ingresos de la clase media, entonces la década de los noventa, la última en que hubo un crecimiento sólido, habría sido la peor época reciente en lo relativo a la prosperidad de la clase media, y no la mejor. Si corregir el neoliberalismo con políticas proteccionistas fuese el camino de regreso hacia otra trentes glorieuses, Francia sería la economía más fuerte de Europa.

Si corregir el neoliberalismo con socialismo fuese la panacea, Venezuela sería el tigre de América Latina, y no el caso perdido que es. Y si la austeridad ha debilitado a las economías occidentales, acostumbra a ser la clase de «austeridad» que hace cincuenta años se habría considerado un derroche desaforado (con mucho más gasto social y déficits mucho más elevados y con más costes a expensas del futuro que en los prósperos años cincuenta y sesenta, lo cual indica que, aunque esos déficits sean necesarios, hay algo dramático y desafortunado que ha cambiado entre esa época y la actual).

Lo que ha cambiado, según rezan otros análisis menos solucionistas y más pesimistas, es que hemos entrado en una era de límites económicos, una era de «estancamiento secular», tal y como escribió el neoliberal retractado Larry Summers en 2013, en la que «no se puede mantener la suposición de que se van a volver a dar unas condiciones económicas y políticas normales en un momento dado». Para los pesimistas, las peculiaridades del panorama posterior a 2007 —los tipos de interés obcecadamente bajos, la baja tasa de inflación, el decepcionante índice de crecimiento, las grandes fortunas asentadas en la búsqueda de rentas en lugar de asumir riesgos— son en realidad elementos inevitables en un mundo desarrollado en el que sencillamente no hay suficientes empresas imponentes en las que invertir; un mundo desarrollado que infla burbujas para hacerlas estallar a continuación (o que invierte en Theranos y luego se arrepiente), porque eso es lo único que sabe hacer el capital; un mundo desarrollado que poco a poco se va acostumbrando a la imposición de unos límites inopinados sobre sus posibilidades futuras. Entre los defensores de la teoría de los límites con más poder de convicción se encuentran Cowen, con su libro de 2011 The Great Stagnation: How America Ate All the Low-Hanging Fruit of Modern History, Got Sick and Will (Eventually) Feel Better, y su colega, el economista Robert Gordon, con su trabajo magistral de 2016 The Rise and Fall of American Growth: The U.S. Standard of Living Since the Civil War. Ambos autores estarían de acuerdo con algunos aspectos del razonamiento que acabo de esbozar sobre el hecho de que el neoliberalismo se llevó demasiado lejos o que se aplicó de forma errónea, y de que la economía está atascada por causa de la desigualdad o capturada por una clase alta autocontratada. Pero ambos ofrecen una visión ampliada sobre el estancamiento del mundo desarrollado y un listado más largo de fuerzas que están ralentizando el crecimiento. Los dos se inclinan por distintas metáforas: Cowen habla de tres tipos de «fruta que pende al alcance de la mano», de la que Occidente, y en especial Estados Unidos, ha estado tirando durante todo su largo periodo de expansión económica, solo para descubrir que las ramas más bajas se han quedado peladas y que las potenciales fuentes de nuevo crecimiento quedan fuera de su alcance; Gordon prefiere hablar de seis «vientos en contra» que mantienen paralizado el progreso económico. Pero sus argumentos se pueden combinar eficazmente en una lista de cinco fuerzas estructurales básicas que hacen poco probable una recuperación de los índices de crecimiento previos a los años setenta

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