A veces resulta imposible no hablar (hasta) por los codos. La impotencia y rabia, claro está, nos lleva a esto. Duros y hasta violentos, los codos nos permiten llamar la atención de alguien y en ciertos casos y ante la desesperación, usarlos para salir del prieto en que nos coloca el encierro. Eso, mientras otros, a distancia y con frialdad que indigna, desde el cómodo y regio palco del coliseo, se permiten emitir consejos espirituales y llamados a la calma, dirigiéndose a la arena política, cuando los leones acechan a la gente encerrada en esas espectaculares y estructurales jaulas que la clase política, es decir, la parentela y amigos de estos mismos gurúes de la cultura en Chile, han construido. Es irritante ver como estos agudos y «rebeldes» defensores del status quo llaman a evitar los codazos y a optar por lo obtuso y romo de una prudencia digna de la colonia o del siglo XIX con el sí de las niñas, de Leandro Fernández de Moratín. Resulta que ahora, como un loco de patio (desde El Jardín, en este caso) Cristian Warnken -en una carta abierta- pide a los políticos grandeza y sabiduría, solicitándoles ser los adalides de una nueva «gran política» para «salvar» a Chile del exceso (la nueva versión del caos y la anarquía predicada por Pinochet hasta el hartazgo). Llega a citar a Lao-Tse en su desvarío. Sinceramente, da pena. Por su parte, Rafael Gumucio, el torombolo de la patrulla juvenil que tiene la élite farándulo-literaria (la «disidencia blindada» del The Clinic o del ex-Canal 2 Rock and Pop) viene a decirnos que el pueblo es una noción idealizada por la izquierda (¡tremendo descubrimiento!) y que en realidad se trata de una manga de gente inconsciente, impredecible y más derechista que el Papa, por lo cual no hay que darle tanta cuerda ni credibilidad. Poco les faltó a ambos para decir que hay que confiar y dejar que las instituciones funcionen y dejar que la República nos salve de la plebe, desatada y sin despertar (eso cree Gumucio) en la temida noche portaliana, aunque parece ser que estos llamados a la calma, estas apelaciones al orden y a la más beata sensatez, nos remiten al miedo que moviliza a estos señoritos de corte y a sus mayores que empiezan a temer y son la antesala para soltar a los lobos del poder que sí saben hacen su trabajo sucio, cuando los del remilgo mercurial retiran sus manos, para no mancharse demasiado y dejar, de una vez por todas, que los jefes actúen sobre el coliseo antes de que sea demasiado tarde y que la debacle, como un diluvio, arrase con sus paraísos fiscales y desestabilice su tinglado de privilegios y tribunas sacerdotales. Es paradójico. Ven al otro como un lobo, siendo ellos mismos el lobo. Temen al enemigo, siendo ellos el enemigo. Es su pavor bélico aquello que se esconde tras esta fachada de serenidad y orden, esta supuesta ponderación y ecuanimidad, tan bien alojada en estos discursos que francamente lindan con la violentación y la locura, cosas que por lo menos, quienes reclaman y hablan hasta por los codos parecen asumir como lo único a mano para remecer y soltar las mordazas (el aislamiento) así como las amarras impuestas, liberándose del cepo que en nombre del orden nos imponen, y que no es más que otra cara del abuso instalado desde el palco legal como normal natural. Ese es el «curso regular» a que nos quieren enrielar. Una camisa de fuerza impuesta a quienes no forman parte del séquito de analfabestias y descerebrados que nos gobiernan y del conjunto de bufones de corte que mandan cartas histéricas disfrazadas de sabiduría oriental o intentan poner un manto de neutralidad o sociología barata para lograr morigeración ante la intranquilidad que el mal comportamiento de la corona desata en el gentío que es, para ellos, algo así como el Monstruo de Viña en un Festival que ya no controlan y donde pronto deberán huir, excepto que sus mayores pongan coto y orden de una vez por todas, como ya otras veces lo han hecho y están siempre dispuestos a hacer, por el bien de «sus» hijos y la patria, por supuesto. No creo, en todo caso, que un miedo se cure con otro miedo. La plasticidad de la comunidad es tan expansiva como la creatividad del ser humano, que muchas veces llega al borde de lo destructivo y desde ahí ha sobrevivido a todo afrontando los riesgos más temidos. Pero hay un costo, me dirán. Claro, y yo les pregunto: ¿y quién deberá pagar ese costo nuevamente?, ¿alguna vez no han sido los mismos de siempre, quienes han soportado los sacos de la historia sobre sus hombros y pagado el costo de su porvenir?
Fuente. Miguel Vera Cifras