En los últimos 60 años nuestro país ha sido un miembro activo del Sistema del Tratado Antártico, un acuerdo internacional vanguardista que ha logrado resguardar a un continente entero para la paz, la cooperación científica y la protección del medio ambiente. En vez de insistir en el reclamo (congelado) de nuestro país en el continente, nuestra nueva Constitución debería plasmar el rol de Chile como custodio de la Antártica para generaciones presentes y futuras. Además, este modelo antártico puede servir como inspiración tanto en lo que se refiere al lugar de la naturaleza en nuestro ordenamiento jurídico como a la institucionalidad apropiada para gobernar ciertos ecosistemas.
Por: Alejandra Mancilla, 03 de noviembre de 2021. publicado en https://elojoparcial.wordpress.com/
Chile celebró, en 2020, 80 años desde que el Decreto Supremo No. 1.747 fijó los límites de su Territorio Antártico, entre los meridianos 53 y 90 longitud oeste hasta el polo sur. Como una forma apropiada de marcar la fecha, se publicó ese año la Ley Antártica Chilena, nuevo marco normativo para regular nuestra política antártica. Al mismo tiempo, nuestro país cumple 62 años como miembro fundador y activo partícipe del Tratado Antártico, que en 1959 “congeló” los reclamos territoriales de Chile y otros seis países (Argentina, Gran Bretaña, Francia, Noruega, Australia y Nueva Zelandia), además de las pretensiones territoriales de otros dos (Estados Unidos y la entonces Unión Soviética). Por virtud del Tratado, la Antártica se convirtió en el único continente del mundo cuyo estatus territorial se encuentra suspendido, y donde las actividades humanas se limitan a promover los objetivos de cooperación científica internacional, paz y protección del medio ambiente; esto último, sobre todo desde la firma del Protocolo Ambiental en 1991.
Hoy, por un lado, nuestro país publica una ley cuyo primer objetivo es “proteger y fortalecer los derechos soberanos antárticos… con claros fundamentos geográficos, históricos, diplomáticos y jurídicos”. Por otro lado, acepta que esos derechos soberanos se encuentran suspendidos mientras el Tratado esté en vigencia, y celebra y protege la continuidad de este acuerdo internacional. La estrategia de Chile (también ocupada por otros países reclamantes, como Australia) se conoce como “bifocalista”, es decir, con un discurso interno que enfatiza la presencia soberana, y un discurso externo que busca promover la legitimidad, efectividad y resiliencia del Sistema de Tratado Antártico. Junto a los demás reclamantes, Chile ha optado por proteger su interés soberano manteniendo el Tratado en vigencia. Después de todo, lo que el Tratado hizo fue legitimar el rol de los reclamantes en la creación conjunta de una institucionalidad antártica internacional, a cambio de postergar indefinidamente la discusión en torno a la soberanía –que fue la razón por la cual se juntaron a negociar en primer lugar, al no poder ponerse de acuerdo entre ellos respecto a los límites de sus respectivos “territorios”–.
En un momento histórico, cuando se escribe nuestra futura ley fundamental, pero cuando también se repiensan las reglas en torno a la institucionalidad medioambiental a nivel global, es hora de preguntarse qué lugar darle a la Antártica en la Constitución.
Una respuesta es que la Antártica debería aparecer explícitamente, porque esto daría una señal tanto a nivel doméstico como internacional. Esta es la posición de Luis Valentín Ferrada, profesor de derecho internacional y especialista en materias antárticas. En una columna de opinión, Ferrada propone que la inclusión de la Antártica en la Constitución “revitalizará la importancia de los espacios australes para el Chile del siglo XXI, reforzará la identidad antártica nacional y promoverá un incremento en los recursos destinados a las actividades antárticas”, además de reforzar “el compromiso con la protección del medio ambiente antártico, especialmente amenazado por los efectos del cambio climático global”. Ferrada reconoce, además, la importancia de que la Constitución condicione expresamente el ejercicio de la ley chilena en el continente, armonizándola con los compromisos internacionales adquiridos por Chile; por ejemplo, en lo que se refiere a la administración de la justicia o al ejercicio de la libertad de residencia o desplazamiento. Hacia el mundo, en tanto, la inclusión de la Antártica en nuestra Constitución sería un recordatorio de que el reclamo territorial chileno no está muerto: “Una acción decidida (…) que recuerde al mundo que (…) Chile mantiene incólume la defensa de sus derechos soberanos”.
Concuerdo plenamente en que incluir la Antártica en nuestro nuevo marco constitucional daría nueva fuerza a la protección del medio ambiente antártico y contribuiría a armonizar el ejercicio de la ley chilena con los acuerdos que forman parte del Sistema del Tratado Antártico. Discrepo con Ferrada, sin embargo, en que la señal hacia el mundo deba ser una que insista en recordar un reclamo congelado –vestigio, por lo demás, de la última oleada colonialista e imperialista a nivel global–. Al contrario, creo que la nueva Constitución debería reconocer el rol de Chile como custodio responsable del continente para generaciones presentes y futuras (donde el tema de si esto equivaldría a una concepción novedosa de “soberanía” o a algo cualitativamente distinto sería parte de la discusión). Además, el modelo antártico podría inspirar el debate en torno al lugar del mundo natural no humano en nuestro ordenamiento jurídico y a la institucionalidad deseable para ciertos ecosistemas.
El lugar del mundo natural no humano dentro de la nueva Constitución será un tema de discusión importante en los meses que vienen. A modo de inspiración, algunos han sugerido mirar las leyes de países vecinos, como Bolivia o Ecuador, que reconocen explícitamente los derechos de la naturaleza o Pachamama, o los de países más lejanos, como Nueva Zelandia, que ha otorgado personalidad jurídica a un río y a un antiguo parque nacional.
Pero ¿por qué no usar como modelo un documento que Chile ya ha hecho propio durante 30 años, esto es, el Protocolo Ambiental del Tratado Antártico? En este, los firmantes reconocen explícitamente “el valor intrínseco de la Antártica” y se comprometen a que sea una consideración fundamental a la hora de regularla. “Valor intrínseco” en jerga filosófica es lo opuesto a “valor instrumental”: la intención de los legisladores fue entonces distinguir el valor de la Antártica como laboratorio científico, destino turístico o potencial bodega de recursos explotables de su valor en sí y por sí. Un documento vanguardista a nivel internacional, el Protocolo reconoce así que los firmantes no ven la Antártica tan solo como un medio, sino como un fin, digna de respeto en sí misma. Al menos en lo que se refiere a nuestras diez “Reservas de la Biósfera”, este podría ser el modelo a seguir. Afirmar la voluntad de respetar nuestros espacios naturales más allá de la Antártica sería una señal potente para los chilenos y para el mundo entero de que no entendemos la naturaleza meramente como “recurso”.
La institucionalidad antártica es única, además, en enfatizar los deberes más que los derechos de los países que la gobiernan. Si un componente central de la soberanía tradicional ha sido la propiedad del soberano sobre el territorio (con derechos de acceso, extracción, aprovechamiento y alienación), en la Antártica el énfasis ha estado en preservar en lugar de explotar, excluyendo las actividades que se consideran nocivas para el medio ambiente antártico y sus ecosistemas dependientes y asociados. Ese mismo énfasis debería estar presente al pensar la institucionalidad sobre ciertos ecosistemas específicos dentro de Chile continental.
Algunos objetarán que enfatizar el rol de custodio antes que de soberano de Chile en la Antártica es geopolíticamente suicida e imperdonablemente ingenuo. Basta con ver cómo Argentina publica mapas donde sus posesiones antárticas aparecen comiéndose a las chilenas, o cómo Rusia y China bloquean las decisiones de proteger el Mar Austral, para poder explotar recursos marinos que supuestamente nos pertenecen. Como ha dicho Jorge G. Guzmán en una columna reciente en este medio, frente a esto último Chile debería ejercer activamente su soberanía, con actos políticos afirmativos en línea con la tradición “realista” en relaciones internacionales (donde los Estados son vistos como agentes puramente egoístas en medio de una anarquía donde, quien tiene el poder, tiene la razón).
Al contrario, me parece que lo que es ingenuo, si no francamente peligroso, es creer que Chile podrá embarcarse sin consecuencias en actos soberanos sobre espacios que Argentina y Gran Bretaña también reclaman como suyos (las reclamaciones de los tres se superponen en gran medida). Por lo demás, si de realismo se trata, nada garantiza que potencias como Estados Unidos, Rusia o China no dispongan de un arreglo propio y se lo impongan al resto –en cuyo caso, probablemente, no nos quedaría más que acatar–.
Nuestro país tiene ante sí la oportunidad de escribir una Constitución hecha para el siglo XXI, una Constitución que mire a la Antártica como territorio especial bajo nuestra custodia y al modelo antártico como inspiración. Esto daría una muestra interna y externa de que los chilenos entendemos el valor del mundo natural no humano no tan solo como un medio para nuestros fines, y podría ser el origen de una institucionalidad territorial sobre ecosistemas complejos más flexible y más a tono con lo que estos demandan.