22 - febrero - 2025

1973. Los septembristas salvajes en las dolidas memorias de Alfonso Calderón, Premio nacional de Literatura.

Alfonso Calderón (1930-2009) fue director de la Escuela de Periodismo de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Premio Nacional de Literatura 1998. Extracto de su libro “El Miedo a olvidar. Memorias” (Catalonia, 2022).

1973

Cuando caminaba ayer, a las ocho de la mañana, hacia la Escuela de Periodismo de la Católica, sentí bocinas y, a la altura de la Alameda con San Isidro, pregunté qué ocurría. Las Fuerzas Armadas depusieron al gobierno, me dice alguien. Apuro el paso, y encuentro a algunos alumnos en la Universidad. Un par de horas y oímos por una radio portátil la despedida del presidente Allende. He llorado silenciosamente. Cuando los militares toman el poder, no se van. Hay que echarlos, porque tras el falso principio del “desinterés espartano” se encubre un ansia de poder. Cada uno se siente un O´Higgins, y la hacen en grande…

¿Qué va a ocurrir con los pobres de Chile? ¿Serán humillados y puestos en campos de concentración; les aplicarán la “ley de fuga”; hablarán de los enfrentamientos entre los hijos de la Oscuridad y los hijos de la Luz? El ejército de Chile ha ocupado su propio país, dispuesto por lo que he leído en la prensa y veo en la televisión a eliminar de raíz el pensamiento libre, las instituciones, la voluntad popular. Ya los de la Corte Suprema han reconocido como legal un régimen de facto.

Y el fin de las ilusiones. ¿Aprenderemos algo con el tiempo, como lo hicieron los españoles en 1939? El dolor es mucho para una sola vida, y temo que no voy a poder hallar de nuevo el país democrático que he conocido siempre. Lo que me extraña es la pasión de los democratacristianos, con la excepción de algunos. Se has colocado en cargos para “ayudar a la reconstrucción y abrir camino a la paz”. ¿Cándidos o listos? Pienso también en el llamado “poder de masas”. Otra ilusión. Las masas – decía cruelmente Bertolt Brecht, en Madre Coraje– aprenden con las catástrofes tan poco “como un conejo de laboratorio aprende biología”.

No queda sino la idea de un país que fue. Comienza el imperio de la calumnia, la delación, el espíritu de facción en el desquite. Bombardeo a La Moneda, ha muerto Allende, y hay matanzas indiscriminadas. Por las noches, aquí, en Obispo Donoso, oigo los gritos de quienes piden que no los maten. Los traen y los liquidan, para así hablar de “enfrentamientos”. Oí a un muchacho gritar: “¡Por favor, no me maten!”. Después, la soldadesca dispara hacia lo alto, en dirección a las ventanas de nuestros edificios. El miedo a toda hora. A las tres de la mañana veo un jeep que se detiene abajo. Bajan los militares, seis; se oyen los taconeos en la escalera. Elena me dice que morirá a mi lado, que no dejará que me lleven. Vienen los militares acompañados por una vecina que es la soplona. Comienzan a registrar. Se meten a un departamento, en diagonal con el mío, en el piso quinto, y sacan a empellones y a culatazos a unos ecuatorianos muy reaccionarios que viven ahí. En vano les dicen que son partidarios de los militares. “¡Dale a los negros”! -dice el sargento-. Después se roban una radio, unas frazadas, sacan un cuadro y jarrones. Y tarros de Nescafé, y ropas. Miran en procura de otro botín. El cuidador del edificio que nos tiene simpatías, dice: “¡Ahí no, esos caballeros son partidarios de Jarpa!”.

Lo oyen y se van. Un cigarrillo tras otro hasta el amanecer. Me llaman amigos por teléfono. Y uno de ellos, democratacristiano, me explica: “Si te ves en problemas, acude o invoca al general Arellano Stark. Él es de los nuestros y es nuestra carta de garantía”. Otros cigarrillos. Duermo un poco.

Salgo a la calle y paso por La Moneda, en donde se detienen miles de curiosos: solo ruinas innobles. Como las que solían dejar los bárbaros al entrar a las ciudades, durante el siglo V. Los hoyos en los muros del Hotel Carrera, de la Contraloría, hay boquetes continuos. Al salir de la librería Cultura, adonde fui a comprar El grito de la lechuza, la novela de Patricia Highsmith, oigo decir a un tipo que seguramente me ha visto en el programa A esta hora se improvisa, dirigiéndose al otro héroe civil de los septembristas: “A este comunista habría que matarlo también”. ¿Qué puede decir uno a alguien como él, luego que la Corte Suprema niega el recurso de habeas corpus?

Editorial de El Mercurio: “La jornada que empieza el 11 de septiembre figurará entre las más legítimas glorias del Ejército. La espada de Pedro de Valdivia fundó el Reyno (sic) de Chile. Las espaldas de los generales Prieto y Bulnes abrieron paso al justo, ordenado y progresista Estado Portaliano. Nuevamente son las espadas de los generales Pinochet y Leigh, del almirante Merino y del general Mendoza las que pueden abrir una etapa de progreso en que se destierre la política, la demagogia y la deshonestidad”.

Hoy se da el ¡Vamos! A pedir donación de joyas para la reconstrucción de Chile. Ya hay señoras que abrieron los cofres, y se sienten Paula Jaraquemada. Como paralelo a ello, quiero recordar el año 1943, cunado los italianos fascistas de Valparaíso comenzaron a juntar joyas para Mussolini y los squadristi, y mi tía María, pese a las insistencias de mi tío José, dijo: “¡Está mi anillo más seguro en el dedo que en manos de los bandidos!”.

Murió Pablo Neruda. No puedo decir más. No es el momento adecuado para recordarlo. Sé que muy pronto se ha de convertir en un símbolo. Como el Bolívar, entre el “fulgor de Bolívar” y la “patata Bolívar”.

Pienso en Jorge Peña, mi amigo, mi camarada, y lo veo aún dirigiendo la sinfónica de La Serena, y puedo sentir el violín que ilumina el Concierto en mí menor de Mendelssohn. Lo acaban de fusilar. “Su cadáver estaba lleno de mundo” (César Vallejo), y el de cada uno de sus asesinos estará vacío, pus y gusanos, un día en el que escupiré sobre sus tumbas.

Veo algunos periodistas (y algunas también) tratan de recibir ufanos, ante las cámaras, la sonrisa de Pinochet, y oír seriamente las “pavadas” que dice. Más de uno de ellos fue mi alumno. ¡Lo lamento! Aparecen en mi memoria como la soubrette del teatro antiguo.

Movido a reflexión por lo que lee en los diarios, mi pobre padre me llama para preguntar cómo estoy, si me iré al extranjero, y agrega algo terrible: “Nuestro vecino, el coronel de carabineros, nos ha dicho que todos (y nosotros, por supuesto) estábamos aquí en la lista de aquellos “momios” a quienes matarían, por el “Plan Z”. Nos ficharon porque teníamos algunas conservas guardadas”. ¡El horror de la inocencia!

Supongo que esta Navidad de 1973 es la más dolorosa de mi vida. Un país zarandeado por la desdicha. La peste autoritaria se enseñorea. El ridículo ceremonial militar, juego de niños que toman en serio sus ritos, se acompaña de una puesta en escena, que va desde lo macabro o la forma más aguda de la desesperanza. Aún suenan en mis oídos, por las noches, los gritos de los muchachos que pedían -en medio de carreras- que no los matasen, en la esquina de Obispo Donoso con Providencia, al amanecer. Pienso en los vehículos que veíamos detenerse, en las madrugadas, mientras bajaban los militares, con botas claveteadas que iban sonando lúgubremente en las gradas de la escalera. En seguida, echaban abajo la puerta de un departamento a culatazos; sacaban del interior, a patadas o a golpes a alguien, que solía gritar su nombre. Era la reconstrucción del temor de los judíos en la larga noche de los países ocupados.

He subido mi dosis de cigarrillos a tres cajetillas diarias. Bebo litros de café. No quiero salir de casa y Elena me ruega que nos vayamos a Francia. Que ella trabajará y yo podré revivir. Que no estaremos de paso. Me defiendo con mi falta de idioma, con la pérdida de fe en el hombre, en último término. Yo, que he amado lo pequeño, lo armónico, lo aparentemente deleznable, he aquí que crezco sin ojos ya, con los reflejos rotos. Han fusilado a algunos de mis amigos. Siento que mi cuerpo va convirtiéndose en un mineral y no hay vetas, sino un conjunto de delirios que me atacan.

 

 

 

 

 

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