29 - noviembre - 2024

Detalle Infinito de Tim Maughan. La nueva distopía será el mundo sin internet ni globalización. El mundo vuelve a ser analógico.

Desaparece internet a causa de un hackeo terminal y el mundo vuelve a ser analógico y lento. ¿Es la liberación? ¿Es la revolución? En Detalle infinito, la primera novela del escritor y artista escocés Tim Maughan. Lee un fragmento. Traducción / Aldo Giacometti.

 

1. DESPUÉS
El tintineo patético de la campanilla de la tienda anuncia la primera visita, el primer creyente del día. El primero de los clientes habituales, las madres de mirada cansada con hijos perdidos, que vienen solo para cruzar una palabra rápida con Mary, para agradecerle, para dejar ofrendas nerviosamente sobre su escritorio, para sonreír con sus muecas torpes e incómodas. Quienes pasan solo para observar los rostros tristes, pálidos, distantes, genéricos.
−Qué tal, Janet −dice Tyrone.
−Hola, Tyrone.
Janet le dedica una sonrisa nerviosa por debajo de su cortina de pelo lacio y grasiento, su cara demacrada, como si fueran marcas de lápiz sobre papel gris rasgado, casi parece fundirse con las multitudes que los miran desde las paredes. A Tyrone le basta con esa sonrisa para saber que ella está genuinamente contenta de verlo, como si las palabras
espontáneas que él le dirige fueran alguna clase de victoria menor pero importante, uno de los pocos y minúsculos destellos de vida que la distinguen de los dibujos de Mary.
−¿Está ocupada?
Los ojos de Janet recorren la sala de manera ansiosa, aprieta más fuerte la mano con la que sujeta la enorme bolsa azul de IKEA repleta de porquerías desconocidas.
Tyrone mira en dirección a Mary. Está sentada allí como siempre, al fondo de la tienda, con esos ojos adolescentes que lo observan por sobre la masa caleidoscópica de basura
que cubre el escritorio −latas llenas de bolígrafos, crayones, pinceles y tizas, juguetes rotos−. Baratijas sin ningún valor y fragmentos coloridos de residuos históricos que amenazan con devorar su cuerpo todavía un poco aniñado. Regalos de los creyentes. Ella le devuelve la sonrisa por encima de todo eso, a través de los lentes salpicados de pintura, y baja otra vez la vista hacia el escritorio. Él desde donde está no puede ver en qué trabaja, el papel queda protegido de las miradas por los muros de un castillo de desechos invaluables, y a decir verdad no le importa. Sabe exactamente qué es, lo mismo que dibuja siempre.
Sabe que es el rostro de otra persona muerta.
Lo más probable, piensa, es que sea la cara de otra persona blanca muerta. Siempre parecen ser personas blancas.
Personas blancas muertas. Ya ha visto tantas que le cuesta distinguirlas. A College le gusta hacer la broma de que es porque todos los blancos son iguales, pero Tyrone sabe que
eso no es cierto. Es otra cosa, quizás la manera en que Mary siempre los dibuja −tristes, pálidos, distantes, genéricos−. O tal vez sencillamente así es como se ven todas las personas muertas.
−No, está dibujando. Ve a saludarla.
Mary extrae fantasmas de las barras de tiza, traza líneas de memoria en pastel.
−Hola, Mary.
Ella alza la vista, por encima del marco de los lentes, y una incomodidad extraña la entristece al ver que el rostro nervioso de Janet le devuelve la mirada; siente cómo esos
ojos perturbados y penetrantes le taladran el cráneo. No es que le caiga mal, no es que le caiga mal ninguno de los “creyentes” −expresión de Tyrone y de Grids, no de ella−,
es simplemente su intensidad constante lo que la altera.
No los culpa; cuando puede ver más allá de las miradas extraviadas y de la rara sensación de desplazamiento logra percibir el dolor, el sufrimiento, la dificultad para superar
la conmoción. Además de que es culpa de ella que estén ahí, que vayan a verla. Llegan por lo que ella hace, por lo que ella es.
Grids le dice que es una celebridad. Que la gente necesita celebridades, especialmente ahora. Dice que solía haber muchas, pero que después desaparecieron junto con todo lo
demás. Mary no está muy segura de eso, no está segura de querer serlo, pero recuerda esas palabras en los momentos en los que quiere evitar a personas como Janet, evitar miradas devotas e intercambios penosos, momentos en los que desea escapar de la responsabilidad.
−Buen día, Janet, ¿cómo estás?
−Estoy bien.
Esa última palabra pasa de un timbre alto a uno bajo, un evasivo cambio de tono que busca generar preocupación.
Mary lo ignora, no quiere enredarse en eso. Siempre le dice a Tyrone que le gusta su música, sus cassettes viejos, y no es mentira, pero la verdadera razón por la cual lo deja escuchar esa música todo el día en la tienda es porque expulsa el silencio de la sala, llena los vacíos incómodos, permite que las pausas transcurran con más facilidad.
Janet de todos modos no se detiene.
−¿Qué estás dibujando? ¿Otro más?
Mary baja la vista al papel pálido, el reverso de un segmento de sesenta centímetros de ancho arrancado de un afiche de reclutamiento del Ejército de Tierra, y por primera vez en toda la mañana siente como si realmente viera algo. Marcas de lápiz sin forma. Líneas gruesas, moteadas e inconsistentes sobre una capa de tiza. Historia en polvo depositada sobre las grietas de sus manos sucias. Mira, pero no recuerda nada, como si no fuera responsable de su creación.
−Sí. Otro más.
−Ah, ¡te traje algo!
Janet hurga en los bolsillos de su anorak rasgado, manchado, pero todavía desafiantemente rosa, y después en los bolsillos del pantalón de jogging azul claro, desteñido y tan corto que el puño gris elastizado le llega solo hasta los tobillos y deja al descubierto unas franjas de cinco centímetros de piel pálida surcada por venas azules que llegan a verse entre el pantalón y las vendas empapadas de agua de lluvia y manchadas de sangre, vendas que usa en vez de calcetines, porque los barcos que los traían desde China e India dejaron de llegar.
Finalmente se rinde y se entrega a lo inevitable, murmurando algo para sí misma mientras abre la bolsa de IKEA con el cierre roto, ese cubo de plástico azul con las costuras
desgastadas en el que algunas fibras blancas sueltas son lo único que mantiene su integridad. Mary teme que pueda llegar a explotar, ya sea por la presión en aumento o por el febril hurgar de Janet, y que la tienda se llene con incluso más residuo histórico, la misma capa sedimentaria de desechos de la que ha estado intentando salir toda su vida.
−¡Aquí está! ¡Los encontré! −exclama Janet, apenas un poco demasiado fuerte, un poco demasiado emocionada.
Le acerca un puñado de tubos de colores brillantes, de anchos y largos variados, con la cara llena de alegría y triunfo. Mary los toma, sonríe con amabilidad forzada, y le agradece al recibir el obsequio en sus manos abiertas.
Crayones rotos; carcasas vacías de marcadores de plástico; lápices sin punta y astillados. Inservible, todo. Pero Mary siente cierta calidez en el gesto, sinceramente, entiende lo
que esos objetos descartados representan para algunos, el valor que guardan en su imposibilidad de ser reproducidos, su nostalgia, su potencia como disparadores de recuerdos.
Entiende todo eso demasiado bien, y mientras mira sus palmas abiertas el polvo de tiza vibrante que las adorna se vuelve negro e imposible de quitar, y ciertos recuerdos de estar
escarbando en la tierra, excavando en la mierda con las uñas rotas, le inundan los sentidos.
Le quiere arrojar a Janet en su maldita y estúpida cara todo lo que acaba de darle.
No lo hace, solo sonríe, le agradece otra vez, apoya todo cuidadosamente en el escritorio. Los recuerdos se disipan, pero el hedor privado, que solo ella conoce, aún persiste.
Janet, a punto de hablar, parece lo suficientemente complacida, de todos modos, feliz de que su regalo haya sido bienvenido, y Mary recuerda las palabras de Grids.
Dales lo que quieren.
−Me estaba preguntando si quizás…
La misma pregunta, todos los días. Mary ya la conocía.
−Me estaba preguntando si quizás, si hoy anduvieras
por afuera, y vieras a nuestro Mark…
−Janet…
−Ya sabes, tal vez lo veas en la calle −Janet señala hacia el frente de la tienda, la luz se filtraba por las ventanas
parcialmente tapiadas−. ¿A lo mejor, si lo ves allá afuera podrías decirle algo de mi parte?
−Janet… ya hemos pasado por esto antes. Sabes que no puedo saber si lo veré o no. No siempre puedo elegir a quién veo.
−Ya sé, mi amor, pero podrías…
−Sí… podría, sí, pero no es muy probable. E incluso si así fuera, no puedo hablar con él.
−Pero podrías simplemente decirle…
−Janet. No puedo hablar con Mark. No me puede escuchar, Janet −Mary traga con fuerza−. No puedo… está muerto, Janet.
−Sí, pero… −Janet no se inmuta, ni siquiera se detiene ante la afirmación del hecho incuestionable.
Mary decide dejarla terminar. El camino de menor resistencia.
−Sí, pero si lo ves, ¿sí? Si lo ves, ¿le puedes decir una sola cosa? ¿De mi parte?
−¿Qué cosa? −pregunta Mary. Amable, redundante.
Conoce la respuesta.
−Solo dile que su papá lo lamenta. Por favor.
De nuevo la campanilla de la puerta. Esta vez son dos personas, una pareja, presumiblemente. Novatos. Marido y mujer por lo que parece, padre y madre lo más probable. Viejos. Bueno, viejos para esa zona de la ciudad.
Parecen estar muy asustados. Tyrone está acostumbrado a que personas blancas viejas lo miren con miedo, pero está seguro de que ellos estaban muy asustados incluso antes de
ver que él estaba allí. Se nota por cómo están de pie uno junto al otro, casi demasiado cerca. Apretados. Tyrone supone que no solo no son de por aquí, sino que probablemente
nunca antes han estado en el Croft. La seguridad armada en la entrada, las explosiones de grafitis sobre las edificaciones bombardeadas, esa sensación constante de tensión en el aire con aroma a especias. Es un lugar para asustarse la primera vez que vas.
El tipo, cabello gris, cara gris, ropa gris −vieja, desgastada, remendada a mano, pero que todavía conserva algún artificio envejecido de respetabilidad−, deja de recorrer la
tienda con la vista y dirige la mirada directo a Tyrone. Está claro que quiere hablar, pero no está seguro de por dónde empezar. Tyrone decide acabar con su miseria.
−Buen día. ¿En qué los podemos ayudar hoy?
−Nosotros… bueno, mi esposa… −el tipo hace una pausa, desvía los ojos hacia la mujer, que sigue observando, en silencio, los rostros muertos en las paredes−. Ella quería venir hasta aquí, ha escuchado las historias. Siente… curiosidad −la voz le tiembla de miedo atravesada de escepticismo.
Tyrone asiente, sonríe. Las historias.
−Claro. ¿De dónde vienen?
−De Bath.
−Wow, es bastante lejos. ¿Vinieron en coche?
−Dios, no −el hombre ríe, amablemente−. Dios. No.
Tomamos el tren.
−Oh, ¿están funcionando?
−Hasta Keynsham. Desde ahí caminamos.
−Lindo día para caminar −ante cualquier duda, menciona el clima.
−Sí, sí, lindo día −el hombre sonríe, el miedo se va disipando de a poco−. Así que… Lo lamento. ¿Cuál es el acuerdo aquí exactamente? ¿Esto cómo… funciona?
Tyrone toma aire, prepara el discurso, pero apenas llega a pronunciar la primera sílaba cuando se ve interrumpido.
La mujer levanta una mano y la deja suspendida delante de su boca, los dedos y los labios le tiemblan a medida que se aparta del marido, la mirada fija en un punto de la pared. En un rostro. La otra mano sale disparada hacia atrás, intentando sujetar a ciegas el brazo del marido, y cuando encuentra su codo lo agarra fuerte, lo toma con firmeza.
Tyrone no sabe si es para captar su atención o para anclarse a algo, para estar segura de no alejarse demasiado.
−¿Diane…? −el hombre parece sin aliento, suena sobresaltado. Mira primero cómo ella le sujeta fuerte el brazo y después la mira a la cara, incapaz de hacer contacto visual al alejarse de ella, absorto. Tyrone ve cómo regresa el miedo.
−Es él −la mujer aparta la mano de la boca para señalar débilmente, la frecuencia del temblor se incrementa al acercar el brazo hacia la laringe, modulando sus palabras−. Es
él, Alan. Mira.
El silencio a Mary la pone nerviosa. Tyrone apagó el viejo cassette de música jungle que estaba escuchando −siempre lo hace cuando identifican a alguien, sin que ella se lo pida,
por respeto a los clientes−, y Mary desea que vuelva a sonar.
Cierra los ojos por un segundo, quiere que regrese la música.
Nada. Solo silencio.
Ojos abiertos otra vez. Siguen allí. Alan y Diane, la observan desde el otro lado del escritorio, por encima de los muros multicolores construidos con basura y gratitud. Mary
tiene que desviar la mirada nuevamente; es demasiado intenso, la expectativa de Diane, el escepticismo de Alan, su pánico conjunto. Amplifica su propio malestar constante,
lo realza. Puede sentir el miedo de ellos fundiéndose con el suyo, infectándolo, volviéndolo más denso.
Baja la mirada al escritorio, a la imagen que ellos le alcanzaron, que Tyrone había bajado para ellos de la pared.
El rostro de un hombre… no, de un chico. Un adolescente.
Pálido, joven. Con lentes. Cabello rubio desprolijo y en punta dibujado con tiza amarilla, la cara de un niño. Se acuerda de cuando lo vio por primera vez. Los recuerda a todos.

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