POR MANU YÁÑEZ, Fotogramas
A lo largo de su exitosa trayectoria, Pablo Larraín no ha cesado en su empeño por diseccionar los episodios más siniestros de la historia moderna de Chile. En ‘Tony Manero’ y ‘Post Mortem’, el cineasta retrató la inmunidad criminal en la que se sumió la república sudamericana bajo la siniestra brújula de Augusto Pinochet. Luego, en ‘No’, su mejor película hasta la fecha, Larraín puso el foco en la operación de marketing, de aliento neoliberal, que permitió ganar el plebiscito que sacaría al dictador del poder. Y, en ‘El club’, el autor chileno denunció los casos de abusos sexuales silenciados por la iglesia durante décadas. Ahora, ‘El Conde’, uno de los bombazos de Netflix para el otoño de 2023 que supone el regreso de Larraín a su país tras dirigir ‘Spencer’ y la miniserie ‘La historia de Lisey’, ofrece una feroz sátira sobre la alargada sombra de Pinochet, se extiende como un espectro por la realidad chilena actual.
PABLO LARRAÍN/NETFLIX
En realidad, el Pinochet que construye Larraín no es un fantasma, sino un vampiro (encarnado por Jaime Vadell) que vegeta en un rancho del Sur de Chile después de simular su fallecimiento. Convertido en un anciano indolente y desencantado, el dictador convive con su esposa, la pérfida Lucía Hiriart (Gloria Münchmeyer), y un secuaz (Alfredo Castro) al que el Conde vampirizó después de ejercer como torturador durante el periodo de la dictadura. Pinochet se siente traicionado por su país, que le considera un ladrón corrupto y codicioso, y después de vivir 250 años anhela hallarse con la muerte. Sin embargo, su deseo choca con los intereses de sus cinco hijos, que intentan rapiñar la fortuna del padre, y con la misteriosa aparición de una joven monja contratada para exorcizar al dictador.
Este delirante planteamiento, filmado en un majestuoso blanco y negro, solo es explicable a través del tono de gran farsa sobre el que se asienta la película, que satiriza de un modo grotesco la inmoralidad de la cultura fascista y neocapitalista que Pinochet instauró en el país. Un apasionado de la sordidez y la caricatura, Larraín disfruta convirtiendo la morada del dictador en un nido de sanguijuelas que luchan por el dinero y el poder, en lo que podría definirse como una versión vampírica y latina de ‘Succession’.
DIEGO ARAYA CORVALÁN / NETFLIX
En un afortunado golpe de ingenio, Larraín, junto a su coguionista Guillermo Calderón, sitúan el nacimiento de Pinochet en los prolegómenos de la Revolución Francesa. El dictador se mueve a su antojo por la corte de Versalles, pero haciendo gala de su sagaz oportunismo, se pasa al bando revolucionario para contemplar de cerca cómo guillotinan a María Antonieta. Por desgracia, en su retorno al presente, a la película parece agotársele el suministro de originalidad y el film entra en un reiterativo bucle de reproches, escatología y comentarios sarcásticos.
Más allá del ejercicio de fabulación histórica, ‘El Conde’ dispara con inquina contra el legado del pinochetismo, que pervive con fuerza en un Chile que, después del estallido social de 2019, parece ahora a merced del auge de una ultraderecha liderada por José Antonio Kast, un heredero del dictador. Larraín sabe bien lo que supondrá para el público chileno contemplar la icónica imagen del Pinochet-vampiro surcando los cielos del actual Santiago de Chile y paseando por el Palacio de la Moneda. Y el director de ‘Neruda’ también da en la diana al plantear que, además de sus crímenes contra la humanidad, la cruzada pinochetista supo convertir el país en un nido de “héroes de la avaricia”.
DIEGO ARAYA CORVALÁN / NETFLIX
Para exploradores de la dimensión política del vampirismo