Byung-Chul Han. La crisis de la narración. Traducción de Alberto Ciria. Título original: Die Krise der Narration. Berlín 2023
Prólogo
Hoy todo el mundo habla de narrativas. Lo paradójico es que el uso inflacionario de las narrativas pone de manifiesto una crisis de la narración misma. Está haciendo furor la moda del storytelling, que es el arte de narrar historias como estrategia para transmitir mensajes emocionalmente, pero lo que hay tras esa aparatosa moda es un vacío narrativo, que se manifiesta como desorientación y carencia de sentido.
Ni el storytelling ni el giro a lo narrativo harán que regrese la narración. Que un paradigma se tematice expresamente, o que incluso acabe convirtiéndose en tema favorito de investigación, presupone ya una profunda alienación. La clamorosa demanda de narrativas denota que en ellas se produce una disfunción.
En los tiempos en los que las narraciones nos acomodaban en el ser, es decir, cuando ellas nos asignaban un lugar y hacían que estar en el mundo fuera para nosotros como estar en casa, porque daban sentido a la vida y le brindaban sostén y orientación, o sea, cuando la vida misma era una narración, no se hablaba de storytelling ni de narrativas.
Se hace un uso inflacionario de estos conceptos precisamente cuando las narraciones han perdido su fuerza original, su gravitación, su misterio y hasta su magia. Una vez que las hemos calado en su artificiosidad, pierden su verdad intrínseca.
Entonces pasamos a percibirlas como contingentes, intercambiables y modificables. Dejan de ser vinculantes para nosotros y pierden su fuerza conectiva. Ya no nos asientan en el ser.
Pese a las exageradas expectativas que hoy se generan en torno a la narrativa, lo cierto es que vivimos en una era posnarrativa.
La conciencia narrativa, que se basa en una estructura presuntamente narrativa del cerebro humano, solo es posible en un tiempo posnarrativo, es decir, fuera del alcance de la fuerza de fascinación que ejerce la narración.
La religión es una narración característica, con una verdad intrínseca. Con su manera de narrar, nos salva de la contingencia. La religión cristiana es una metanarración, que no omite ningún rincón de la vida y la fundamenta en el ser. El tiempo mismo cobra un sentido narrativo. El calendario cristiano hace que cada día tenga su sentido.
En la era posnarrativa, el calendario pierde su carácter narrativo y se convierte en una agenda vaciada de sentido. Las festividades religiosas son los clímax y los apogeos de una narración. Sin narración no hay fiesta ni tiempo festivo, no hay sentimiento de festividad, vivida como una intensa sensación de ser; no hay más que trabajo y tiempo libre, producción y consumo.
En la era posnarrativa, las fiestas se comercializan como acontecimientos y espectáculos. También los rituales son prácticas narrativas. Se integran siempre en un contexto narrativo. Como técnicas simbólicas de instalación en un hogar, hacen que estar en el mundo sea como estar en casa.
Las narraciones capaces de transformar el mundo y de descubrir en él nuevas dimensiones nunca las crea a voluntad una sola persona. Su surgimiento obedece más bien a un proceso complejo, en el que participan diversas fuerzas y distintos actores.
En definitiva, son la expresión del modo de sentir de una época. Estas narraciones, con su verdad intrínseca, son lo contrario de las narrativas aligeradas, intercambiables y devenidas contingentes, es decir, de las micronarrativas del presente, que carecen de toda gravitación y de toda pretensión de verdad.
La narración es una forma conclusiva. Constituye un orden cerrado, que da sentido y proporciona identidad.
En la Modernidad tardía, que se caracteriza por la apertura y la eliminación de fronteras, se van suprimiendo cada vez más las formas de cerrar y de concluir. Pero, al mismo tiempo, en vista de una permisividad cada vez mayor, aumenta la necesidad de narrativas como formas conclusivas.
A esta necesidad obedecen las narrativas de los populismos, los nacionalismos, las extremas derechas y los tribalismos, incluidas las narrativas conspiranoicas. Esas narrativas se toman como ofertas de sentido e identidad.
Sin embargo, en la era posnarrativa, cuando cada vez es mayor la experiencia de que todo es contingente, las narrativas no desarrollan ninguna vigorosa fuerza de cohesión.
Las narraciones son generadoras de comunidad. El storytelling, por el contrario, solo crea communities. La community es la comunidad en forma de mercancía. Consta de consumidores.
Ningún storytelling podrá volver a encender un fuego de campamento, en torno del cual se congreguen personas para contarse historias. Hace tiempo que se apagó el fuego de campamento. Lo reemplaza la pantalla digital, que aísla a las personas, convirtiéndolas en consumidores.
Los consumidores son solitarios. No conforman ninguna comunidad. Ni siquiera las stories o historias que se publican en las plataformas sociales pueden subsanar el vacío narrativo.
No son más que autorretratos pornográficos o autoexhibiciones, una manera de hacer publicidad de sí mismos. Postear, darle al botón de «me gusta» y compartir son prácticas consumistas que agravan la crisis narrativa.
El capitalismo recurre al storytelling para adueñarse de la narración. La somete al consumo.
El storytelling produce narraciones listas para consumir. Se recurre a él para que los productos vengan asociados con emociones. Prometen experiencias especiales. Así es como compramos, vendemos y consumimos narrativas y emociones.
Stories sell, las historias venden. Storytelling es storyselling, contar historias es venderlas. Narración e información son fuerzas contrarias. La información agrava la experiencia de que todo es contingente, mientras que la narración atenúa esa experiencia, convirtiendo lo azaroso en necesario.
La información carece de firmeza ontológica. Niklas Luhmann lo dice así de clarividentemente: «Su cosmología [de la información] no es la del ser, sino la de la contingencia».1 Ser e información se excluyen.
A la sociedad de la información es inherente una carencia de ser, un olvido del ser. La información es aditiva y acumulativa. No transmite sentido, mientras que la narración está cargada de él. Sentido significa originalmente dirección.
Así pues, hoy estamos más informados que nunca, pero andamos totalmente desorientados. Además, la información trocea el tiempo y lo reduce a una mera sucesión de instantes presentes. La narración, por el contrario, genera un continuo temporal, es decir, una historia.
Por un lado, la informatización de la sociedad acelera la pérdida de su carácter narrativo.
Por otro lado, en pleno tsunami informativo surge la necesidad de sentido, identidad y orientación, es decir, la necesidad de despejar el espeso bosque de la información, en el que corremos riesgo de extraviarnos.
En definitiva, la actual marea de narrativas efímeras, incluyendo las teorías conspirativas, y el tsunami informativo son dos caras de la misma moneda. En pleno piélago de informaciones y de datos, buscamos anclajes narrativos.
En nuestra vida diaria hoy cada vez nos contamos menos historias. La comunicación como intercambio de informaciones paraliza la narración de historias.
De igual modo, en las plataformas sociales apenas se cuentan ya historias. Las historias, al fomentar la capacidad de empatía, crean vínculos entre las personas. Generan una comunidad. En la época del smartphone, la pérdida de empatía es una elocuente señal de que ese aparato no es un medio para narrar. Ya su dispositivo técnico dificulta contar historias. Teclear o deslizar el dedo no son gestos narrativos. El smartphone solo permite un intercambio acelerado de información. Además, para narrar hace falta que se escuche atentamente y se preste una atención concentrada.
La comunidad narrativa es una comunidad de personas que escuchan con atención. Pero es evidente que estamos perdiendo la paciencia para escuchar con atención, e incluso la paciencia para narrar.
Precisamente cuando todo se ha vuelto tan arbitrario, tan evanescente y contingente, cuando lo que aglutina, lo que crea lazos y lo vinculante se desvanece tan rápidamente, es decir, en pleno temporal actual de contingencia, el storytelling se hace oír con fuerza.
La inflación de las narrativas denota una honda necesidad de subsanar la contingencia. Pero el storytelling no es capaz de hacer que la sociedad de la información, que está desorientada y vaciada de sentido, vuelva a transformarse en una sociedad narrativa estable. Más bien representa un síntoma patológico del presente.
Esta crisis narrativa tiene largos antecedentes. El presente ensayo los investiga.