INTRODUCCIÓN A LA VIDA ESPECTRAL DE FILÓSOF FRANCÉS ERIC SADIN.
Pensar la era del metaverso y las inteligencias artificiales generativas.
EL CAMINO DEL ESPECTRO
Acaba de sonar la medianoche. El castillo, en el acantilado que cae a plomo sobre el océano, se funde en una bruma espesa. Frente a las murallas, tres individuos, traspasados por el aire glacial, conversan acerca de una criatura que han visto recientemente. El rugido de las olas, del viento, los graznidos de los cuervos se entremezclan al punto de ensordecer. De repente, como de la nada, la forma vaporosa emerge de nuevo e inmediatamente se dirige a uno de ellos: Hamlet, hijo del difunto rey de Dinamarca. Le ordena que la siga. Pese a las advertencias de su amigo Horacio y del soldado Marcelo, Hamlet obedece y va tras sus pasos hasta un lugar apartado. Una vez lejos, la aparición se presenta como “el espíritu de su padre” y le declara, antes que nada, que no había sido una serpiente la causante de su muerte durante una siesta en uno de sus jardines, sino un veneno inoculado en los recovecos de sus orejas por su propio hermano Claudio, que después de producirle atroces dolores lo había matado. Fuera de sí, Hamlet se esfuerza por contenerse a fin de captar bien el tenor de estas palabras. Había tenido razón en confiar en el espectro, que no le deseaba mal alguno. La única finalidad de su visita consistía en dar testimonio de una traición. Pero también en exigirle que lo vengara.
Lo que vuelve creíble estas palabras es que provienen de una entidad sobrenatural –envuelta en un aura– que logra inspirar confianza porque no anuncia un hecho absurdo, sino circunstancias ya consideradas que por razones diversas habían sido rechazadas. La total atención que presta el hijo al espíritu de su padre llevará a que, dado el abyecto crimen revelado, antes de despedirse el primero se comprometa con el segundo a no dejarlo impune. Movido sin descanso por este objetivo, desplegará una estratagema destinada a sacar la verdad a la luz y a dejar en evidencia al monarca usurpador. Lo que probablemente sea el mayor drama del teatro occidental moderno está condicionado en su origen por un mensaje entregado por un fantasma a un hombre que lo escucha, que confía en él, que se pondrá consecuentemente en acción para llegar a cambiar el curso de su vida (y de la historia). Sin la intrusión del espectro no habría Hamlet ni la sucesión de acontecimientos que avanza a tambor batiente y que culmina con la caída del trono.
Desde su primera función alrededor de 1601, la pieza de William Shakespeare –investida como está de un prestigio único, especialmente por su dimensión metafísica sin parangón, que mezcla la pasión por el poder, los tormentos del amor, la vanidad de la existencia– no dejó de representarse una y otra vez. Sin embargo, cuatro siglos más tarde, de manera imperceptible y en términos completamente diferentes, se vuelve a representar en todos lados. No por un personaje excepcionalmente valiente y tenaz, que se subleva en cuerpo y alma en el castillo de Elsinor en Dinamarca, sino por todos nosotros, en el fútil teatro del mundo en el que nos movemos, rodeados ahora de fantasmas que se dirigen directamente a cada uno de nosotros y nos indican, llenos de malicia, el camino correcto a seguir. Estos fantasmas entran en escena solo en ocasiones muy excepcionales, pero sin descanso, y nos llevan no tanto a actuar después de recibir un mensaje altamente importante como a reaccionar, noche y día, a una avalancha de señales. Nos transforman, sin que tengamos plena conciencia, en muchedumbres de Hamlet, a escala planetaria y en una versión más bien maquínica.
IHAMLET
Es uno de los días clave de la historia de la humanidad. Sin embargo, no está registrado como tal en nuestra memoria colectiva, ni lo menciona ningún manual escolar o universitario. “Escribir la historia es darles su fisonomía a las fechas”, decía Walter Benjamin.1
Dicho de otro modo, a nosotros nos corresponde entender cómo la irrupción de un acontecimiento –en particular cuando está todavía fresco– habría quebrado un cierto estado para sustituirlo, más o menos visiblemente, por un orden redistribuido de las cosas.
El 9 de enero de 2007, en el Moscone Center de San Francisco, en el marco de la Conferencia Macworld y frente a una sala atiborrada y burbujeante de impaciencia, Steve Jobs, el fundador de Apple, inicia una de sus famosas keynotes destinada a presentar una innovación “que va a cambiarlo todo”. Y nadie podía entonces suponer hasta qué punto era apropiada la fórmula, en la medida en que este objeto –llamado iPhone– orientaría el mundo hacia una era totalmente nueva.
Si este instrumento se revela hoy como decisivo no es solamente porque ofrece tres funcionalidades inéditas: una conexión a Internet teóricamente ininterrumpida en el espacio y en el tiempo; una interfaz táctil, que instaura un lazo carnal, casi de fusión, con el aparato –y que pronto llegaría a hacerse uno con el usuario–; y la geolocalización, que ubica a cada cuerpo en el territorio. Es, sobre todo, porque integra las aplicaciones, que en efecto habían sido concebidas para mostrar páginas web adaptadas a las dimensiones reducidas de la pantalla; y más fundamentalmente para señalarnos, en cualquier ocasión, la acción más oportuna a emprender; además de la ambición, a largo plazo, de cubrir la totalidad de nuestra vida cotidiana. Con esa insignia, el eslogan publicitario de aquel entonces afirmaba: “Hay una aplicación para (casi) todo”.
A partir de ahora, no estaríamos solos nunca más: habría guías superiormente informadas que nos garantizarían la mejor conducción de nuestras existencias.
Teníamos entre manos un ejército de fantasmas infinitamente dispuestos a iluminarnos. Hoy no dejan de sonar, de vibrar, de encenderse, de enviarnos notificaciones siempre muy solícitas: “¿Qué puedo hacer por usted?”, se preguntan llenos de devoción por nosotros. Desde hace algunos años nos interpelan en voz alta. Miríadas de espectros se convirtieron pronto en nuestros auxiliares para
casi todo instante. Si la obra de Jobs produjo semejante ruptura, se lo debe a los bruscos avances de la inteligencia artificial que, hacia mediados de los años 2000, estuvo en condiciones de procesar bloques cada vez mayores de realidad a velocidades infinitamente superiores a nuestras capacidades cognitivas y de manera presumiblemente más fiable. Pero también la inteligencia artificial podía sugerirnos, en su funcionamiento, actuar de un modo tal antes que de otro, debido a la introducción masiva de sistemas que tienen la perturbadora misión de indicarnos la dirección correcta a tomar. En esto, hizo emerger un sintoísmo algorítmico. Shinto en japonés significa “el camino, la vía de los dioses”, manifestados bajo la forma de espíritus que velan sobre nuestra vida y a los cuales se les pide protección y ayuda.
Desde entonces, un modelo económico y, más ampliamente, de sociedad se está instituyendo: el de la abolición, a gran velocidad, de la brecha que separaba uno de otro a cada ser o a cada cosa, en favor de un régimen de la puesta en adecuación universal automatizada. Tanto en el campo del comercio, del trabajo, de la educación, del entretenimiento, etc., esto nos muestra cómo se establece sistemáticamente el principio de mayor conformidad entre las necesidades y deseos estimados y las propuestas correspondientes. Sin embargo, pese a los incesantes perfeccionamientos y la generalización de estas lógicas –bastante más allá del marco del mero smartphone– sigue habiendo una falla: no podemos escuchar a los fantasmas continuamente; es preciso que en algunos momentos nos desviemos de su atención. Una ruptura en el haz, por así decirlo, ocurre de manera inevitable cada tanto, porque la vida común y corriente, en todo su espesor, no puede reducirse a esa única ley. Por esa razón hay equipos especializados a quienes se confió la tarea de estudiar la forma en que se pueden erradicar estos segmentos de vacío. Y ni estos equipos ni nadie podría haber imaginado que, por un puro azar de la historia, por un acontecimiento literalmente extraordinario y sin previo aviso, este objetivo iba a encarnar.