Fiódor Dostoyevski nació en Moscú el 11 de noviembre de 1821 y murió en San Petersburgo el 9 de febrero de 1881. Memorias del subsuelo fue publicada en 1864 y es considerada una de las obras clave en la literatura rusa.
Soy un hombre enfermo… Soy un hombre rabioso. No soy nada atractivo. Creo que
estoy enfermo del hígado. Sin embargo, no sé un higo de mi enfermedad y
seguramente tampoco pueda precisar qué es lo que me duele. No estoy en
tratamiento y nunca lo estuve, aunque siento respeto por la medicina y los médicos.
Además, soy supersticioso a más no poder, aunque lo justo, como para respetar la
medicina. (Tengo la suficiente formación como para no ser supersticioso, pero lo soy).
Y si no deseo curarme es por rabia. Probablemente ustedes no estén dispuestos a
entender esto. Pero yo sí que lo entiendo. Claro, que tampoco sabría decirles a quién
exactamente estoy fastidiando con mi rabia; sé perfectamente que tampoco puedo
«jorobar» a los médicos por no acudir a ellos. Sé mejor que nadie, que con todo esto,
sólo me perjudico a mí mismo y a nadie más. Pero a pesar de todo, si no me pongo en
tratamiento, es por rabia. ¡Y si mi hígado está mal, pues que se ponga peor!
Llevo ya muchos años viviendo así, unos veinte. Ahora tengo cuarenta. Antes era un
funcionario y ahora no. Era un funcionario rabioso. Era grosero y encontraba
satisfacción en serlo. Como no aceptaba propinas, me recompensaba a mí mismo con
esto. (Pésima ocurrencia, pero no la tacho. La escribí pensando que me quedaría muy
aguda; pero ahora, viendo que sólo quise tirarme un farol, no la tacho a propósito). A
veces, cuando alguien se acercaba a mi mesa para pedirme un informe yo le rechinaba
los dientes sintiendo una infinita satisfacción cuando lograba acongojarle. Casi siempre
lo conseguía. La mayoría de las veces los que venían a solicitar algo eran gente tímida.
Pero entre los fanfarrones, el que me resultaba más insoportable era un oficial. Se
negaba a resignarse y armaba un repugnante estrépito con su sable. A causa de ese
sable, estuve en guerra con él durante año y medio. Finalmente le vencí, y él dejó de
armar estrépitos. A propósito, esto ocurrió cuando yo era joven. Pero señores, ¿saben
ustedes en qué consistía la razón principal de mi rabia? Porque precisamente en ello
está la cuestión y toda la inmundicia; en que al instante, e incluso en el momento de
mayor bilis, reconocía vergonzosamente que no sólo no era un hombre malo, sino que
ni siquiera estaba furioso, que espantaba a los gorriones en vano y con eso me
consolaba. Tengo espuma en la boca, pero probablemente me tranquilizaría si me
trajeran un juguete o me dieran un té con azúcar. Incluso podría enternecérseme el
alma, aunque después probablemente, rechinara los dientes contra mí mismo y, a
causa de la vergüenza, sufriera de insomnio durante meses. Esa era mi costumbre.
Mentí hace un momento cuando dije que era un funcionario rabioso. Mentí de
rabia. Lo hacía sólo para divertirme, tanto con los solicitantes como con el oficial, pero
en esencia nunca he podido ser malo. A cada minuto reconocía que existían en mí
muchos, muchísimos elementos contrarios a ello. Sentía que esos elementos contrarios
no paraban de bullir en mí. Sabía que durante toda la vida habían estado hirviendo en
mi interior intentando salir hacia fuera; pero yo no los dejaba, no los dejaba salir a
propósito. Me torturaban hasta avergonzarme, llegándome incluso a provocar
convulsiones, hasta que finalmente me harté de ellos. ¡Y hasta qué punto me harté!
¿No les parecerá, señores, que ahora estoy disculpándome ante ustedes, como si
estuviera pidiéndoles perdón por algo? Estoy convencido de que ésta es la impresión
que tienen. Pues bien, les aseguro que me da igual que tengan esa impresión…
No sólo no he logrado hacerme malo, sino que no he logrado convertirme ni en
malo ni en bueno, ni en canalla ni en hombre honrado, ni en héroe ni en insecto. Ahora
sobrevivo en mi rincón, burlándome a mí mismo con el inútil y malévolo consuelo de
que un hombre inteligente no puede convertirse en otra cosa, y que sólo un tonto lo
logra. Porque un hombre inteligente del siglo XIX debe, y está obligado moralmente,
ser un sujeto fundamentalmente sin carácter; puesto que un hombre con carácter, es
decir, toda una personalidad, es una criatura limitada por excelencia. Esto son mis
convicciones de cuarenta años. Ahora tengo cuarenta, y eso es toda una vida; es más,
es la vejez más profunda. ¡Es indecoroso, vulgar e inmoral vivir más de cuarenta años!
Díganme sincera y honradamente: ¿quién vive más de cuarenta años? Lo diré yo
mismo: los tontos y los canallas. ¡Diré esto a todos los ancianos en su cara, a todos
esos honorables ancianos, a todos los canosos y perfumados ancianos! ¡Lo diré a todo
el mundo! Tengo derecho a hablar así, porque pienso vivir hasta los sesenta. ¡No,
pienso llegar hasta los setenta! ¡Hasta los ochenta años!… ¡Aguarden! Déjenme tomar
aliento…
Seguramente, señores, creerán ustedes que lo que pretendo es divertirles,
¿verdad? Se equivocan. Pues en absoluto soy tan divertido como probablemente les
pueda parecer; puesto que si ustedes, irritados por toda esa charlatanería (y ya
empiezo a sentir que están ustedes irritados), pretenden preguntarme quién soy, yo les
contestaría, que un Asesor Colegiado. Presté servicios en la Administración para poder
alimentarme (pero únicamente por eso), y cuando el año pasado murió un lejano
pariente mío dejándome seis mil rublos en herencia, enseguida me retiré del servicio y
me ubiqué en mi rincón. Aunque también antes vivía en ese rincón, ahora, ya me he
instalado definitivamente en él. Mi habitación es detestable, ruin y está situada en el
extremo de la ciudad. Tengo de criada a una campesina que es una vieja rabiosa y
estúpida y, encima, huele que apesta. Dicen que el clima petersburgués me sienta mal
y que con mis insignificantes medios resulta muy caro vivir en Petersburgo. Lo sé
perfectamente, lo sé mejor que todos esos experimentados y sabios consejeros y
amonestadores. ¡Pero me quedaré en Petersburgo y no me marcharé de Petersburgo!
Y no me marcharé porque —¡bah!, da lo mismo si me quedo o si me marcho—.
A propósito: ¿de qué puede hablar un hombre decente?
La respuesta: de sí mismo.
Eso haré yo; hablaré de mí.