21 - febrero - 2025

Escritor Tom Wolfe y su novela «Todo un hombre», base de la serie de actualidad. Charlie Crocker, un magnate que, de la noche a la mañana, ve como se esfuma toda su fortuna.

TODO UN HOMBRE. TOM WOLFE. 1998.

PRÓLOGO: CAPTÁN CHARLIE

Traducción de Juan Gabriel López Guix

Charlie Croker, a lomos de su caballo andador de Tennessee preferido, echó hacia atrás los hombros para asegurarse de que iba bien
erguido sobre la silla e inspiró con fuerza… Ahhh, justo lo que necesitaba… Le encantaba la forma en que subía y bajaba el musculoso pecho bajo la camisa caqui e imaginaba que todos los participantes de
la partida de caza se daban cuenta de la corpulencia de su físico.
Todo el mundo; no sólo los siete invitados, sino también los seis mozos negros y su joven esposa, que montaba tras él junto a los troncos
de mulas manchegas que tiraban de la calesa y el vagón de los perros.
Por si acaso, sacó también los mayores músculos de la espalda, los
dorsales anchos, en una versión a lo Charlie Croker del exhibicionismo de un pavo o un pavo real. Serena, su esposa, sólo tenía veintiocho años; él, en cambio, acababa de cumplir los sesenta, era calvo y
una ringlera de rizos canosos le cubría los lados y la parte de atrás de
la cabeza. Rara vez dejaba pasar la oportunidad de recordarle a su esposa lo recio de la cuerda –no, era un auténtico cable– que lo mantenía conectado a la vigorosa vitalidad animal de su juventud.
En ese momento ya estaban casi a dos kilómetros de la Casa
Grande y se adentraban en los junciales de apariencia interminable
de la plantación. Tan avanzado el mes de febrero, tan al sur en el estado de Georgia, el sol era lo bastante intenso a las ocho de la mañana para hacer que la humedad del suelo se alzara formando volutas,
creara un hermoso resplandor verde en los pinares e iluminara las
juncias de un dorado rojizo. Charlie inspiró de nuevo con fuerza…
Ahhhhhh… el vigoroso aroma de la hierba… el resinoso aire de los pinos… la densa fragancia de todos sus animales, los caballos, las mulas,
los perros… Por alguna razón, nada como el olor de los animales le
recordaba de forma tan instantánea lo lejos que había llegado en los
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sesenta años de vida en esta tierra. ¡La plantación Termtina! ¡Doce
mil magníficas hectáreas de bosques, campos y marismas en el suroeste de Georgia! Y todo eso, todos y cada uno de los centímetros
cuadrados de la propiedad, todos y cada uno de los animales que se
movían por ella, todos y cada uno de los cincuenta y nueve caballos,
todas y cada una de las veintidós mulas, todos y cada uno de los cuarenta perros, todos y cada uno de los treinta y seis edificios que se alzaban en ella, además de una pista de aterrizaje asfaltada de kilómetro
y medio equipada con surtidores de combustible y un hangar… todo
eso era suyo, del Captán Charlie Croker, suyo para que hiciera lo que
le diera la gana, a saber: cazar codornices.
Con semejante exaltación del ánimo, se volvió hacia su compañero de cacería, un hombre robusto y de cara rojiza llamado Inman
Armholster, que cabalgaba junto a él en otro de sus caballos andadores, y dijo:
–Inman, te voy a…
Sin embargo, Inman, con el vozarrón típico de Inman Armholster, lo interrumpió e insistió en continuar con una disquisición bastante aburrida sobre la inminente campaña electoral para la alcaldía
de Atlanta:
–Mira, Charlie, ya sé que Jordan tiene carisma, educación, que
habla blanco y todo eso, pero eso no quiere –quie– decir que sea amigo mí…
Charlie siguió mirándolo, pero desconectó. No tardó en ser consciente sólo del timbre grave y sonoro de la voz de Inman, una voz curada al clásico estilo sureño por décadas de humo de cigarrillos Camel sin filtro. Era un tipo de aspecto raro, ese Inman. Estaba en
mitad de la cincuentena, pero aún tenía la cabeza cubierta de abundante cabello negro que le nacía muy adelante en la frente y que llevaba peinado hacia atrás sobre un pequeño cráneo redondo. Todo en
él era redondo. Semejaba una serie de pelotas apiladas. Los carrillos y
la papada se apoyaban fofamente, sin la ayuda del cuello, sobre las
dos bolas de grasa de que estaba compuesto su pecho, que a su vez
descansaba sobre una gran panza hinchada. Incluso los brazos y las
piernas, con aspecto de ser demasiado cortos, parecían hechos de partes esféricas. El chaleco de plumón que llevaba sobre los pantalones
caqui de caza sólo conseguía acentuar su redondez. No obstante,
aquel hombre rechoncho y rubicundo era el presidente de Armaxco
Chemical y uno de los empresarios más influyentes de Atlanta. Era el
pichón, en los términos del propio Charlie, de aquel fin de semana
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en Termtina. Charlie necesitaba desesperadamente que Armaxco alquilara espacio en lo que en ese momento era el peor error de su carrera como promotor inmobiliario, un monstruo inmenso que, en un
ataque de megalomanía, había bautizado con el nombre de Croker
Concourse.
–… me vas a decir que Fleet es demasiado joven, es demasiado insolente, está demasiado dispuesto a entrar en la campaña. ¿Tengo razón?
De pronto, Charlie se dio cuenta de que Inman le estaba haciendo una pregunta; pero, más allá del hecho de que se refería a André
Fleet, el «activista» negro, no tenía ni idea de qué se trataba.
Así que exclamó:
–Mmmmmmmmmmmmm.
Al parecer, Inman lo tomó como un comentario negativo, porque respondió:
–Mira, no me vengas con que te crees el rollo ese de la campaña
de desprestigio. Sé que hay gente que va por ahí diciendo que es un
auténtico granuja. Y te voy a decir una cosa: si Fleet es un granuja,
entonces es mi clase de granuja.
A Charlie estaba empezando a desagradarle aquella conversación,
en todos los aspectos. Para empezar, uno no salía una hermosa mañana de sábado como ésa, en el penúltimo fin de semana de la temporada de la codorniz, para hablar de política, y menos aún de la política de Atlanta. A Charlie le gustaba pensar que salía a cazar codornices
en Termtina como había hecho el dueño más famoso de Termtina,
un héroe confederado llamado Austin Roberdeau Wheat, cien años
atrás; y cien años atrás a ningún participante de una cacería de codornices en Termtina se le habría ocurrido estar hablando entre las
juncias de una Atlanta en la que los dos candidatos a alcalde fueran
negros. Aunque a continuación Charlie se sinceró consigo mismo.
Había más cosas. Había… Fleet. Charlie había mantenido tratos con
André Fleet, no hacía tanto tiempo de ello; y no tenía ningunas ganas de que se los recordaran en ese momento… ni en ése ni más tarde, a decir verdad.
De modo que fue entonces Charlie quien interrumpió:
–Inman, te voy a decir algo de lo que a lo mejor me arrepiento
después, pero te lo voy a decir de todos modos, por adelantado.
Tras un par de desconcertados parpadeos, Inman concedió:
–Muy bien… adelante.
–Esta mañana –dijo Charlie–, nada más que les voy a dar a los
machos.
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«Mañana» sonó parecido a «maná», así como «de todos modos»
había sonado a «de tos mos». Cuando se encontraba ahí, en Termtina, a Charlie le gustaba despojarse de Atlanta, incluso en la forma de
hablar. Le gustaba sentirse campechano, sureño, elemental; vamos,
no ser sólo un promotor inmobiliario, sino… un hombre.
–Nada más que les vas a dar a los machos, ¿eh? –dijo Inman–.
¿Con eso?
Hizo un gesto en dirección a la escopeta de calibre 410 que Charlie
llevaba en una funda de cuero atada a la silla. La difusión de los perdigones disparados por una escopeta del 410 era inferior a la de cualquiera otra escopeta; además, con las codornices, la única manera de distinguir al macho de la hembra era por la mancha blanca en el cuello
de un pájaro que, de entrada, no medía mucho más de un palmo.
–Eso es –dijo Charlie sonriendo–, y recuerda que te lo he dicho
por adelantado.
–¿Ah, sí? Mira qué te digo –repuso Inman–. Te apuesto a que no
puedes. Te apuesto cien dólares.
–¿A eso lo llamas tú una apuesta justa?
–¿Apuesta justa? ¡Tú eres el que ha sacado el tema! ¡Tú eres el que
ha empezado a fanfarronear! Mira, Charlie, hay un viejo refrán que dice: «Cuando se cierra el maletero, se acaba el mamoneo.»
–Está bien –admitió Charlie–, cien dólares en la primera nidada,
me parece justo.
Se estiró y extendió el brazo; los dos hombres se dieron la mano y
cerraron la apuesta.
Lo lamentó en el acto. Jugarse el dinero. En su cerebro apareció
borboteando una honda preocupación. ¡PlannersBanc! ¡Croker Concourse! ¡Endeudamiento! ¡Una montaña! Claro que los promotores
inmobiliarios como él habían aprendido a vivir con el endeudamiento, ¿no?… Era una situación normal de la existencia, ¿no?… Desarrollabas de forma natural unas branquias para respirarlo, ¿no?… De
modo que inspiró de nuevo con fuerza para apaciguar el ataque de
pánico y volvió a sacar sus grandes músculos dorsales.
Charlie estaba orgulloso de su físico: el enorme cuello, los anchos
hombros, los prodigiosos antebrazos; pero, por encima de todo, estaba orgulloso de la espalda. Sus empleados, ahí, en Termtina, lo llamaban Captán Charlie, por el capitán de un pesquero del lago Seminola que vivió unos cien años atrás y tenía su mismo nombre,
Charlie Croker, una especie de personaje a lo Pecos Bill con rizos rubios que, según la tradición local, había llevado a cabo extraordinawww.elboomeran.com
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rias hazañas de fuerza física. Sobre él se compuso una canción que algunos de los viejos del lugar sabían de memoria. Decía así: «Charlie
Croker era todo un hombre. Tenía la espalda de un toro de Jersey.
No le gustaba el quingombó, ni le gustaban las peras. Le gustaba una
novia sin pelambrera. ¡Charlie Croker! ¡Charlie Croker! ¡Charlie
Croker!» Charlie nunca había logrado descubrir si semejante personaje había existido en realidad; pero aun así le encantaba la idea, y a
menudo pensaba como se repetía en aquel momento: «¡Sí! ¡Tengo la
espalda de un toro de Jersey!» En su época había sido una de las estrellas del equipo de fútbol del Tec de Georgia. El fútbol americano
lo había dejado con la rodilla derecha hecha polvo, y desde hacía
unos tres años padecía artritis. De todos modos, no asociaba ese hecho a la edad. Era una honorable herida de guerra. Una de las cosas
buenas de un caballo andador de Tennessee era que su paso permitía
ir sentado y le evitaba a uno tener que subir y bajar el cuerpo, con el
consiguiente esfuerzo para las rodillas, cuando el animal trotaba. No
estaba seguro de que lo hubiese aguantado en aquella fría mañana de
febrero.
Por delante de ellos, su guía de caza y adiestrador de perros, Moseby, montaba otro de sus andadores. Moseby dirigió a los perros un
curioso silbido grave y muy largo que produjo de algún modo con la
parte anterior de la garganta. Charlie acertó a ver a uno de sus dos
excelentes pointers, King’s Whipple y Duke Knob’s, recorrer el dorado mar de juncias, intentando oler nidadas de codornices.
Los dos tiradores, Charlie e Inman, cabalgaron en silencio durante un rato, escuchando el crujido de los carros, el ruido de cascos de
las mulas y los bufidos de los caballos de los escoltas, a la espera de alguna seña de Moseby. Uno de los carros era una caseta de perros rodante con las jaulas de otros tres pares de pointers que se turnaban en
el incesante deambular por las juncias, además de una pareja de golden retrievers de la misma camada que respondían a los nombres de
Ronald y Roland. Un tronco de mulas manchegas, enjaezadas con un
yugo de latón repujado y arneses tachonados, tiraba del carro conducido por dos de los cuidadores de perros de Charlie, negros ambos,
vestidos con monos amarillos a prueba de espinas. El otro vehículo
era la calesa, un antiguo coche remodelado con amortiguadores y
neumáticos y forrado de lujosa piel color habano, como un Mercedes
Benz. Otros empleados negros de Charlie, con monos amarillos, llevaban las mulas que tiraban de la calesa y servían comida y bebidas
de una nevera situada en la parte de atrás de ésta. Sentados en los
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asientos de piel estaban la mujer de Inman, Ellen, que tenía aproximadamente la misma edad que su marido y que ya no montaba a caballo, así como Betty y Halbert Morrissey y Thurston y Cindy Stannard, los otros cuatro invitados del fin de semana que no cabalgaban
ni cazaban. A Charlie no lo habrían encerrado ni muerto en una calesa durante una cacería de codornices, pero le gustaba tener público.
Al lado iban a caballo dos empleados negros, con monos amarillos,
cuya tarea principal era sostener los animales de los tiradores o de Serena, la esposa de Charlie, y Elizabeth, la dieciochoañera hija de Inman y Ellen, cuando se apearan.
Serena y Elizabeth se habían rezagado poco a poco del resto del
grupo e iban juntas a unos cincuenta o sesenta metros de distancia,
según advirtió Charlie en ese momento. Le molestó el detalle, aunque al principio no supo decir por qué. Ambas vestían con perfecta
propiedad, de caqui –en una cacería en una plantación de Georgia el
caqui era tan obligatorio como el tweed en una cacería del urogallo
en Escocia– y ambas montaban de forma impecable, salvo por el hecho de que se inclinaban un poco la una hacia la otra, charlando sin
levantar la voz, sonriendo y luego cediendo a convulsiones de risa sofocada. Ah, en qué grandes amigas se habían convertido esa mañana
su mujer y la hija de Inman y Ellen… Todo el que contemplara el
abundante y ligeramente alborotado alarde de cabello negro de Serena y sus grandes ojos de color vincapervinca no podía dejar de darse
cuenta de lo joven que era. ¡Menos de la mitad de años que él! ¡Incluso a cincuenta o sesenta metros de distancia tenía escrito por todas
partes: Segunda Esposa! Además, estaba dejando bien claro que compartía más cosas con aquella adolescente, Elizabeth Armholster, que
con la madre de ésta, Betty Morrissey, Cindy Stannard o cualquier
otra persona de la partida. Elizabeth era una pequeña bomba sexy…
piel pálida, abundante melena castaño claro, grandes labios sensuales
y una delantera que ya se encargaba ella de que no pasara desapercibida, incluso debajo del caqui… Charlie se reprendió por pensar esas
cosas de la hija adolescente de su amigo, pero, con la forma que tenía
ella de exhibirse –el modo en que los elásticos pantalones de montar
le ceñían los muslos y los declives de sus lomos, por delante y por detrás–, ¿cómo iba uno a evitarlo? ¿Qué pensaba en realidad Ellen Armholster de Serena, que estaba mucho más cerca de ser contemporánea
de su hija que de ella, que tan amiga había sido de Martha? Entonces
inspiró con fuerza y expulsó también de su cabeza a Martha y todo
ese viejo asunto.
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Se oyó la voz profunda de uno de los conductores de la calesa decir:
–Calesa Uno a base… Calesa Uno a base…
Bajo el asiento del conductor había un transmisor de radio. La
«base» era el despacho del capataz, junto a la Casa Grande. Calesa
Uno… Charlie esperaba que Inman y Ellen, los Morrissey y los Stannard lo captaran y recordaran que esa mañana había organizado cuatro cuadrillas, cuatro grupos de invitados del fin de semana, con cuatro calesas (Calesa Uno, Dos, Tres y Cuatro), cuatro carros de perros,
cuatro adiestradores de perros, cuatro grupos de escoltas, cuatro de
todo… Así de grande era Termtina y así de espléndidamente la dirigía
él. Existía una fórmula. Para enviar una cuadrilla de un par de tiradores medio día cada semana a lo largo de toda la temporada, que comprendía sólo desde Acción de Gracias hasta finales de febrero, había
que tener al menos doscientas hectáreas. De otro modo, se acababa
con las nidadas y al año siguiente no quedaban animales que cazar.
Para organizar una cuadrilla de un día entero una vez a la semana,
había que tener al menos cuatrocientas hectáreas. Bien, pues él tenía
doce mil hectáreas. Si quisiera, podía organizar cuatro cuadrillas de
un día entero, todos los días, siete días a la semana, durante toda la
temporada. ¡La codorniz! ¡La aristócrata de las cacerías estadounidenses! Era lo que el urogallo y el faisán en Inglaterra, Escocia y el resto
de Europa… ¡sólo que mejor! Con el urogallo y el faisán el personal te
batía, literalmente, los matorrales y te enviaban los pájaros. Con la
codorniz tenías que estar siempre en marcha. Debías contar con buenos perros, buenos caballos y buenos tiradores. La codorniz era el
rey. Únicamente la codorniz «estallaba» en dirección al cielo y hacía
que el corazón golpeara con furia contra la caja torácica. ¡Y sólo de
pensar lo que él, el Captán Charlie, tenía ahí! ¡La segunda plantación
más grande del estado de Georgia! Mantenía doce mil hectáreas de
campos, bosques y marismas, además de la Casa Grande, la Cabaña
para los invitados, la casa del capataz, las caballerizas, el establo principal, la cuadra de remonta, el terrario para las serpientes, las perreras, el cobertizo de los jardineros, el almacén de la plantación, el mismo que se alzaba ahí desde la guerra de Secesión, así como los
veinticinco bungalós del servicio… lo mantenía todo en marcha, con
personal y funcionando, por no hablar de la pista de aterrizaje y el
hangar lo bastante amplio para meter un Gulfstream Cinco… lo tenía
todo en marcha, con personal y funcionando todo el año… con el
único propósito de cazar codornices durante trece semanas. Y para
hacer eso no bastaba ser rico. No, aquello era el Sur. Tenías que ser
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lo suficientemente hombre para «merecer» la posesión de una «plantación de codornices». Tenías que ser capaz de tratar con hombres y
animales, en todas las formas en que se te aparecieran, con la inteligencia, las manos desnudas y la pistola.
Le habría gustado que existiera alguna forma de dejarle todo eso
claro a Inman, pero era evidente que no existía, a menos que quisiera
parecer un perfecto idiota. De modo que decidió abordar el tema
desde un ángulo completamente diferente.
–Inman –dijo–, ¿te he contado alguna vez que mi padre había
trabajado en Termtina?
–¿De verdad? ¿Cuándo?
–Ah, cuando yo tenía nueve o diez años.
–¿Qué hacía?
Charlie soltó una risita.
–Juraría que no mucho. Sólo duró un par de meses. Creo que lo
echaron –salió locharon– de la mitad de las plantaciones al sur de Albany.
Inman no dijo nada, y Charlie no logró adivinarle el pensamiento. Se preguntó si esa referencia a los orígenes crackers, los orígenes
pobres, del clan Croker había hecho que Inman se sintiera incómodo. Inman pertenecía a la rancia sociedad de Atlanta, en la medida
en que existía en Atlanta una rancia sociedad. Atlanta nunca había
sido una verdadera ciudad sureña al estilo de Savannah, Charleston o
Richmond, donde la riqueza se había originado con la tierra. Atlanta
era un producto del ferrocarril. Había surgido de la nada hacía apenas ciento cincuenta años, y la gente llevaba ganando dinero emprendedoramente desde entonces. El lugar ya había tenido tres nombres.
Primero lo llamaron Terminus, porque ahí finalizaba la nueva línea
del ferrocarril. Luego le pusieron Marthasville, en honor a la mujer
de un gobernador. Y después lo bautizaron con el nombre de Atlanta, por la Compañía Ferroviaria Occidental y Atlántica, con el pretexto, por parte de los impulsores, de que el enlace ferroviario con
Savannah convertía de hecho la ciudad en un puerto del océano Atlántico. Los Armholster habían emprendido e impulsado como los
que más, eso Charlie tenía que reconocerlo. El padre de Inman había
levantado una compañía farmacéutica en una época en que ni siquiera era un sector conocido; e Inman la había convertido en un conglomerado químico, Armaxco. En ese momento no le hubiera importado estar en el pellejo de Inman. Armaxco tenía tal magnitud, estaba
tan diversificado e implantado, que se hallaba a prueba de ciclos. Sewww.elboomeran.com
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guramente Inman podía echarse a dormir durante veinte años, y Armaxco seguiría resoplando y acuñando dinero. De todos modos, Inman no tenía intención de perderse un solo segundo de actividad. Le
gustaban demasiado aquellas reuniones directivas, le gustaba demasiado estar en el estrado en todos aquellos banquetes, le gustaban todos aquellos homenajes a Inman Armholster, el gran filántropo, todos aquellos viajes al norte de Italia, el sur de Francia y sabía Dios a
qué otros sitios en el Falcon 900 de Armaxco, todos aquellos empleados dando botes cada vez que él movía un dedo. Con el respaldo de
una estructura corporativa como la de Armaxco, Inman podía permanecer en ese trono en el que estaba arrellanado todo el tiempo que
le diera la gana o hasta que acabara de engullir el último bocado de
pierna de cordero con gelatina de menta que quisiera concederle
Dios, mientras que él, Charlie, era un hombre orquesta. Un promotor inmobiliario era eso, ¡un hombre orquesta! Tenías que vender el
mundo… ¡solo! Antes de prestarte todo el dinero era necesario que
creyeran en… ¡ti! Tenían que pensar que eras una especie de genio
perfecto y omnipotente. No «mi compañía», sino ¡yo y sólo yo! Su
error era que había empezado a creérselo… ¿Por qué se le habría ocurrido construir en el condado de Cherokee un complejo de uso mixto
coronado por una torre de cuarenta y ocho pisos y bautizarlo con su
propio nombre? ¡Croker Concourse! Ningún otro promotor de Atlanta se había atrevido a exhibir de tal modo su ego, lo tuviera o no.
Y en ese momento ahí estaba ese maldito monstruo, vacío en un sesenta por ciento de su capacidad y convertido en una verdadera sangría de dinero.
Esa profunda inquietud se encendió como una inflamación. No
podía permitir que ocurriera… no, no en una mañana perfecta para cazar codornices en Termtina. De modo que volvió al tema de su padre.
–En aquella época el mundo era muy diferente, Inman. La diversión de un sábado por la noche era irse al burdel que había cerca de…
Charlie se calló en mitad de la frase. Delante, Moseby, el adiestrador de perros, se había detenido, mirado hacia atrás y alzado la gorra. Era la señal. A continuación llegó su voz profunda rodando por
las juncias:
–¡Ma-a-a-arca!
En efecto, ahí estaba Knobby –Duke’s Knob– en la clásica postura del pointer, con el hocico hacia adelante y la cola marcando un
ángulo de cuarenta y cinco grados como una varilla. Había olido una
nidada de codornices entre las juncias. Más allá de Moseby, Whip
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–King’s Whipple– estaba en la misma posición, apoyando la marca
de Knobby.
Los carros se detuvieron, todo el mundo se quedó callado, y los
dos tiradores, Charlie e Inman, se apearon. Por suerte para Charlie,
al montar y desmontar era la pierna izquierda la que soportaba el
peso del cuerpo al pasar por encima del lomo del caballo, de modo
que su pierna derecha no tenía que sufrir aquella tortura. Nada más
desmontar, uno de sus mozos de amarillo, Ernest, se acercó al caballo
y tomó sus riendas y las de Inman. Charlie sacó la 410 de la funda de
cuero, deslizó dos cartuchos en los cañones gemelos y se adentró por
las juncias con Inman. Advirtió que se le había anquilosado la rodilla
y cojeaba, pero no sentía dolor. La adrenalina se encargaba de eso. El
corazón le latía con fuerza. Daba lo mismo las veces que hubieras salido a cazar, nunca te volvías inmune a la sensación que se apoderaba
de ti cuando los perros marcaban el punto y te acercabas a una nidada escondida entre la hierba en algún lugar cercano. Por instinto,
frente al peligro las codornices se escondían entre las matas altas y
luego, de pronto, estallaban hacia el cielo con una formidable aceleración. Todo el mundo utilizaba la misma palabra: «estallar». No te
atrevías a tener más de dos tiradores al mismo tiempo. Los pájaros salían disparados como cohetes hacia arriba, en todas las direcciones y
dispersándose para desconcertar a los depredadores. Excitados, los cazadores movían las escopetas con tanto frenesí que tres o cuatro tiradores representarían más una amenaza para ellos mismos que para las
codornices. Ya era bastante peligroso con dos. Por eso había hecho
que su personal llevara monos amarillos. No quería que algún invitado imbécil dominado por los nervios le soltara una carga de perdigones a uno de sus mozos.
Inman ocupó una posición a la derecha de Charlie. Se sobreentendía que entre ambos discurría una línea imaginaria y que Charlie
dispararía contra cualquier pájaro que volara a la izquierda de ella. El
silencio era tan profundo que oía su propia respiración, demasiado
rápida. Sentía la presión de todos los ojos fijos en él, los ojos de los
invitados, los muleros, los escoltas, Moseby, su mujer… Había llevado todo un pequeño ejército hasta allí, sí señor… y había abierto su
bocaza para anunciar que sólo dispararía a los machos… y había apostado con Inman cien dólares, en presencia de todo el mundo.
Tenía la culata de la 410 alzada a la altura del hombro. Pareció durar una eternidad. En realidad, no fueron más de veinte segundos…
¡Zas!
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Con extraordinario batir de aire, la nidada surgió de entre la hierba. El aleteo sonó como un clamor sofocante. Unos borrones grises
se precipitaron en todas direcciones. Una mancha blanca. Apuntó la
410 hacia la izquierda. ¡Mueve siempre el cañón por delante del pájaro! Eso era lo principal. Disparó un cañón. Pensó… no sabía. Otra
mancha blanca. Apuntó el cañón casi frente a él. Disparó otra vez.
Un pájaro cayó, arrancado del cielo.
Charlie se quedó inmóvil sosteniendo la escopeta, consciente del
acre olor de la pólvora quemada, con el corazón desbocado. Se volvió
hacia Inman.
–¿Qué tal?
Inman estaba sacudiendo la cabeza con tanta fuerza que la papada iba a la zaga de la barbilla y se bamboleaba.
–Mierda… que me perdonen las señoras. –Su mujer, Ellen, Betty
y Halbert Morrissey y los Stannard habían bajado de la calesa y se
acercaban a los dos tiradores–. He fallado la primera. No le he apuntado delante a la cabrona. –Parecía enfadado consigo mismo–. A lo
mejor le he dado a la segunda, pero no estoy seguro, joder, perdón.
Sacudió la cabeza unos instantes más.
Charlie ni siquiera se había percatado de los disparos de la escopeta de Inman.
–¿Qué tal tú? –preguntó Inman.
–Le he dado a la segunda –respondió Charlie–. A la primera, no
lo sé.
–Le ha dado a las dos, Captán Charlie.
Era Lonnie, uno de los adiestradores del carro de los perros.
–Te conviene que sean machos –dijo Inman–, o si no más vale
que tengas a mano un retrato de Ben Franklin.
Los perros cobradores, Ronald y Roland, enseguida salieron a buscar los dos pájaros de Charlie entre la maleza y se los llevaron a Lonnie, quien a su vez se los entregó al Captán Charlie. Qué pequeña parecía la codorniz, una vez en las manos. Los cuerpos aún estaban
cálidos, casi calientes. Charlie echó hacia atrás los picos con el índice,
y ahí estaba, la mancha blanca en las dos gargantas.
Lo recorrió una oleada de inexpresable alegría. ¡Lo había conseguido, como había dicho! ¡Darle a dos machos en esa bandada que
salía disparada! ¡Era un presagio! ¿Qué podía irle mal ya? ¡Nada! Ni
siquiera se atrevió a permitirse una sonrisa, por temor a poner de manifiesto lo orgulloso y seguro de sí mismo que se sentía.
Oía el zumbido de la conversación entre los muleros, los escoltas
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y entre los invitados acerca de cómo el Captán Charlie había anunciado los disparos y había cumplido su palabra, con cien dólares en
juego. Inman se acercó, colocó una mano sobre un macho y luego
sobre el otro.
Charlie se permitió entonces una sonrisa.
–¿Qué haces, Inman? ¿Te crees que Lonnie y yo teníamos preparados un par de pájaros para engañarte?
–Bueno, a lo mejor soy un cabrón –repuso Inman con desánimo–, pero no pensaba que lo consiguieses.
Y entonces Charlie se permitió una carcajada que le salió de lo
más hondo.
–¡No dudes de lo que te digo, Inman, menos aún cuando hablo
de codornices! Y ahora, ¿qué tal si me presentas a ese colega tuyo del
que me hablabas antes, ese tal Ben Franklin?
Inman hundió las manos en los bolsillos de sus pantalones caqui,
y una expresión avergonzada se apoderó de su rostro.
–Vaya, maldita sea… No he traído nada. No he venido hasta aquí
a comprar, joder; si te crees que pensaba comprar algo en ese almacén que tienes en la plantación…
–¡Venga ya, hermano! –exclamó Charlie!– ¡«No he traído nada»!
¡Voy a guardar esta frase con «Se ha estropeado el camión» y «El cocinero se ha puesto malo»! ¿Que no has traído nada? –Miró alrededor,
a Ellen Armholster, los Morrissey y los Stannard, y sonrió encantado–. ¿Lo habéis oído? ¡Qué fácil es apostar de boquilla cuando ni siquiera puedes cubrir la apuesta!
Ah, qué gracioso era aquello. Volvió a mirar en torno a él, a los
muleros y los escoltas, a todos sus mozos de amarillo, para asegurarse
de que también ellos seguían la historia, a Moseby, que había vuelto
con el caballo hasta ellos, y a Serena…
… pero ¿dónde se había metido? Entonces la vio. Todavía estaba
lejos, quizá a unos setenta u ochenta metros, en medio del campo,
Serena y también Elizabeth Armholster, todavía a caballo, una al lado
de la otra. Hablaban y se reían con mucha alharaca. No dio crédito a
sus ojos. Esas dos mujeres jóvenes, con su pelo alborotado y sus limosos lomos, no habían prestado la mínima atención a lo que acababa
de ocurrir. Imposible que hicieran menos caso de lo que esos dos…
viejos… hacían o dejaban de hacer con sus escopetas. De pronto sintió que se apoderaba de él una furia que no se atrevió a expresar.
Justo en ese momento Serena y Elizabeth volvieron grupas y se
encaminaron hacia ellos, riendo y hablando entre sí todo el tiempo.
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Y entonces, sin descabalgar todavía, se pararon junto a Charlie, Inman, Ellen, los Morrissey y los Stannard. Su juventud no podía ser
más evidente… la lozanía de sus tersas e inmaculadas mejillas… las
posturas imperiosamente correctas de dos amazonas en un concurso
hípico… las delicadas curvas del cuello y la mandíbula… la perfección
de la turgencia ceñida de sus hendidos cuartos traseros… en comparación con los fláccidos pellejos de la generación de Ellen Armholster,
Betty Morrissey y Cindy Stannard…
La siempre atenta Betty Morrissey se dirigió a Serena y anunció:
–¿Sabes lo que acaba de hacer tu marido? Le ha dado a dos machos y le ha ganado cien dólares a Inman.
–Oh, eso es estupendo, Charlie –dijo Serena.
Charlie le estudió la cara. La voz carecía de cualquier matiz irónico, pero por el malicioso modo en que se le iluminaron los ojos, que
eran de un azul muy vivo bajo el halo negro de la cabellera, y por la
miradita que le lanzó a Elizabeth Armholster, supo que sí que había
una intención irónica. Sintió que se le calentaba la cara.
Elizabeth bajó la mirada hacia su padre y preguntó:
–¿Qué tal, papá?
–Mejor no preguntes –respondió Inman con voz apagada.
En tono burlón:
–Venga ya, papá. Confiesa.
–Hablo en serio, no quieras saberlo –dijo Inman, retorciendo los
labios como si intentase, en vano, fingir que le quitaba importancia a
su lamentable actuación.
Entonces, Elizabeth se inclinó en la silla, haciendo que su larga
melena castaño claro cayera como una cascada a los lados de la cara,
posó una mano en la nuca de Inman y se la frotó; a continuación,
frunció esos carnosos labios que tenía y dijo con una voz infantil y
coqueta que era obvio que ya había utilizado antes con su padre:
–Oh, caramba, ¿mi papá no le ha dado a nadie de toda la familia
codorniz?
A continuación lanzó una mirada rápida a Serena, que apretó los
labios, como si pusiera todo su empeño en no echarse a reír en la cara
de los dos viejos cazadores.
La cara de Charlie se puso roja. ¡Toda la familia codorniz! ¿Qué
se suponía que significaba eso? ¿Derechos de los animales? Fuera lo
que fuese, se trataba de una herejía intencionada: las dos examinando
a los vejestorios desde la altura de sus corceles, burlándose e intercambiando miradas cómplices de superioridad… ¡pero bueno, vaya…
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vaya… vaya insolencia! Según una tradición tan antigua como las
propias plantaciones, una cacería de codornices era un ritual en el
que el macho de la especie humana representaba su papel de cazador,
proveedor y protector, y la hembra actuaba como si aquello formara
parte del orden natural, laudable, excelente e irresistible de las cosas.
Charlie era incapaz de expresar todo eso con palabras, pero lo sentía.
Vaya si lo sentía…
Justo entonces una explosión de interferencias surgió de la radio
de la calesa, seguida de algunas palabras pronunciadas con una voz
grave que Charlie no comprendió.
Uno de los muleros gritó:
–¡Captán Charlie! Es Durwood. Dice que ha llamado el señor
Stroock de Atlanta y quiere que lo llame enseguida.
El desaliento se abatió sobre Charlie. Sólo había una razón por la
que Wismer Stroock, su joven director financiero, se atrevería a localizarlo en los campos de Termtina un sábado por la mañana en plena
cacería de codornices.
–Dile… dile que lo llamaré más tarde, cuando volvamos a la Armería. –Se preguntó si habría sido perceptible el temblor de preocupación de su voz.
–Dice que es urgente, Captán.
Charlie dudó.
–Dile lo que te he dicho.
Contempló las manchas blancas de la garganta de los dos machos
muertos, pero ya fue incapaz de concentrarse en ellos. El abdomen de
los pájaros parecía una pelusa gris rojiza.
PlannersBanc. La montaña de endeudamiento. La avalancha había empezado, pensó el Capitán Charlie.

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