01 - octubre - 2024

William Faulkner en el Perú: “Escribo sobre verdades que vienen del corazón: la humildad, el orgullo, el valor, la esperanza, el amor.”

El novelista norteamericano William Faulkner llegó a Lima en los primeros días del mes de agosto del año 1954. Tenía 53 años. Apenas si permaneció 24 horas en Lima, pues debió dejarla rumbo a Sao Paulo, para asistir a una Conferencia de Escritores. Durante ese único día visitó por la mañana el Museo de la Cultura y fue invitado al estudio del pintor José Sabogal; por la tarde, asistió a una conferencia de prensa y a un cocktail en el Hotel Bolívar.

Un grupo de periodistas y escritores lo entrevistaron y esta entrevista fue publicada en Letras Peruanas, en diciembre de 1954.

—¿Buen viaje, señor Faulkner?

—Excelente. Es la primera vez que veo Sudamérica.

—¿Conocía a algún escritor sudamericano?

—A Gui-ral-des —deletreó apenas— el autor de Don Segundo Sombra.

—Y a Cervantes, entre los españoles.

—Usted dijo una vez que Mientras yo Agonizo era SU mejor novela y que El Sonido y la Furia le había gustado siempre; pero sé que hoy prefiere usted Una Fabula.

—Así es. Mientras yo Agonizo fue lo mejor que hice allá por el año treinta; Una Fábula es mi mejor novela, aunque quizá no la juzgue así de aquí a unos pocos años.

—¿Cómo explica el uso de simbolos religiosos en esta  última obra? Cristo, Judas, Pedro y María Magdalena están ahí representados.

—Bueno, son apenas instrumentos.

—¿No es usted, pues, un escritor religioso? Uno puede afirmar que usted lo es, leyendo sus últimas novelas.

—Es posible que lo sea.

—¿Solo posible?

—Bueno, son instrumentos . . . nombres y creencias conocidos por todos.

—¿Cree Ud. que hay en sus obras unos personajes “nuevos”, (desde 1940 en adelante, fecha de El Villorrio), si los cotejamos con los personajes “negros” o escritores que únicamente son “sociales”?

—Los aplaudo, si primeramente se dedican a escribir bien: he ahí la misión del novelista. .

— Pero se ha dicho que usted no es propiamente un novelista, sino un autor de cuentos ya sea cortos o desarrollados. ¿Qué prefiere usted escribir cuentos o novelas?

—Ninguna de ambas cosas.  Creo que es una misión el escribirlas.

—0 sea que si usted no escribiera…

—Yo soy un campesino que escribe novelas. Cuido de mi granja y sé muchos oficios: pintar casas, manejar un  un avión, y otras cosas. Me podría ganar la vida de ese modo.

—Y por qué, entonces, ¿escribe usted?

—Quiero decir algo que parece importante.

—¿Y eso es. . . ?

—Todo lo que venga del corazón y no del cerebro. Hay verdades universales que están cayendo en el olvido: la humildad, el orgullo, el valor, la esperanza, el amor, en los cuales, si creemos de veras, consiste la vida.

—Pero ¿por qué decirlo en ese estilo aovillado, oscuro y barroco que usted tiene?

—Creo que se adecua a lo que quiero decir. No pienso en nadie cuando escribo en dicho estilo. No pienso que pueda leerme nadie.

—Pero dijo usted que quería decir algo. ¿A quién, a nadie?

—Quiero decirlo simplemente.

—iPor que? ¿Por una necesidad de comunicación?

—Porque lo siento así.

—¿En nombre de qué?

—De mí mismo. Yo soy propio juez. Creo que nada ni nadie puede hacerme cambiar.

—Bien, senor Faulkner, se cree que Dostoievsky ha influido sobre usted. ¿Es cierto?

—Creo que un escritor es una especie de ladrón que, inconscientemente, roba algo de todas sus lecturas. En ese sentido, cada línea leída por mi ha tenido su influencia.

—¿También los libros de Joyce? ¿Cuando leyó usted Ulises? ¿Antes o después de escribir El Sonido y la Furia, donde la influencia de Joyce parece notable?

—Lo leí después de escribir mi libro. Pero es posible que haya leído fragmentos del Ulises publicados en revistas inglesas y francesas. Es posible. No lo sé.

—¿Y la influencia de Conrad?

—Lo leí cuando joven. Hace más o menos veinte años que no leo mucho.

—¿Qué leía usted cuando joven?

—Novelas rusas. Dostoievsky, Gogol, Gorki. Luego, Shakespeare, Conrad… la Biblia.

—Proust, tal vez…?

—Jamás he leído a Proust.

—-¿A Kafka?

—Tampoco.

—¿Qué libros le impresionaron más?

—Creo que todos.

—¿Cual es la mejor novela de nuestro tiempo? Usted dijo una vez que Los Buddenbrock, de Thomas Mann. ¿Se confirma usted en lo dicho?

—Si. James Joyce y Thomas Mann son los mejores. De Mann me agrada, sobre todo, Los Buddenbrock y La Muerte en Venecia.

—¿Y cuál es, a su juicio, el mejor novelista europeo contemporáneo?

—Pues.. Andre Malraux, antes de dedicarse de lleno a la política.

—Se dice que usted ha influido mucho en los últimos novelistas franceses.

—¿Ah, si? Es la primera noticia. . .

—Usted estuvo en París últimamente. ¿Qué diferencia encontró con la Europa que usted conoció después de la Primera Guerra?

—Pues.. que había ocurrido una Segunda…

—Aceptada la broma. ¿Y, ahora, en serio?

—Bueno. París está… ganado por un sentimiento antinorteamericano. Es una lástima que no sea el París de antes, en el que tuve tan buenos amigos.

—¿Alguna opinión sobre bomba atómica?

—He ahi una buena pregunta. . .

Tras una pausa, en que Faulkner no añade nada, prosigue el cronista:

—¿Usted se opone a la discriminación racial en los Estados Unidos?

—Si. Creo que es injusta e inhumana. La raza negra ha progresado en mi país mucho más que la raza blanca. Creo que ellos son mejores que nosotros.

-—O sea, “moralmente” mejores. Pero ¿cómo resolver la discriminación racial? Usted dijo en Intruso en el Polvo que el Sur de los Estados Unidos debería ser dejado solo por el Norte, a fin de resolver su problema. Sin embargo, el Norte es liberal con los negros, al revés del Sur; y si este es dejado solo pueda ser que jamás se resuelva el problema. . .

—Al contrario. El Norte y el gobierno federal quieren resolver la discriminación a base de leyes, de la fuerza. Así no conseguiremos nada. El proceso tiene que ser lento.

—¿Ninguna medida entonces?

—No creo en ellas.

—Y, mientras eso, ¿deben persistir las actuales relaciones de blancos y negros?

—En un sentido, si… Tal vez.

—Pero, por lo menos, en Nueva York se habla con los negros; en el Sur, en cambio…

—Pero el problema solo ha de acabar cuando sea resuelto en el Sur.

—¿Usted confía en el “tiempo“, entonces, como mejor aliado?

—Si.

—Se ha dicho que es usted un misántropo.

—Me han dicho peores cosas que esa.

—¿Es verdad que no lee nada sobre usted?

—Lo dije. Hace más de veinte años que no leo.

—¿Cuantos libros ha escrito usted?

—Pues. . . no recuerdo.

—¿Si le dijeran que es usted un escritor muy conservador, que respondería?

—Es posible que lo sea.

—¿No le importa que lo llamen así?

—No.

—Usted empezó como poeta, ¿no es cierto?

—Fracasé como poeta.

—¿Quién, a su juicio, es el mejor poeta americano actual?

—Robert Frost.

—¿Y el mejor novelista?

—Shelby Foot.

—¿Qué piensa de Truman Capote?

—Me parece un talento perdido. Alguien que entre ser “listo” y ser “competente”, eligió lo primero.

—¿Y de John Dos Passos?

—Empezó muy bien; pero sus ideas políticas…

—¿Y de Scott Fitzgerald?

—Un buen escritor.

—¿Y de James T. Farrell?

—Dudo que Farrel sepa aun deletrear.

(Aquí Faulkner se mostró completamente injusto con el autor de la trilogía Studs Lonigan).

—¿Podría usted decirnos algo sobre las nuevas corrientes del pensamiento americano?

—Dudo que exista ese “pensamiento” americano… —repuso Faulkner.

—¿Cuáles son sus proyectos futuros?

—Más novelas. No sé cómo ni cuándo las concluiré.

—Veamos: usted dijo que era un novelista del “corazón” y no del “cerebro”.

—Si —repone, tocándose repetidamente el pecho—; de aquí tienen que salir las novelas.

—Pero las verdades del “corazón” son muy vagas. ¿Qué quiere usted decir?

—Algo que vaya más allá de lo tangible.

—¿Es usted místico?

—Bueno, no precisamente. Cuando hablo de misticismo me refiero a algo que no se puede tocar, pero que es muy real. La literatura es un proceso muy largo. Hubo escritores antes de mí y los habrá posteriores; pero cada artista —literato, pintor o musico— debe expresar lo suyo a través de vías que no son racionales. Debe sacar toda la sabiduría de su corazón, debe decir algo completamente diferente. . .

—¿Y usted cree que lo ha dicho ya?

—Todavía falta algo. Lo diré.

—Pero no algo nuevo, precisamente.

—No, no algo diferente de lo que ya dije.

—¿Está usted cansado?

—-Si, un poco —dice y Faulkner enciende, por fin, su pipa y calla.

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