19 - octubre - 2024

¡Las mujeres, santo cielo, cómo mienten! La mentira femenina es un fenómeno natural, como los abedules, la leche o los abejorros. Por Lyudmila Ulitskaya

¿Se puede comparar la gran mentira masculina -estratégica, arquitectónica, tan antigua como la respuesta de Caín- con las encantadoras mentiras de las mujeres que no encierran ninguna intención, buena mala, ni siquiera un  atisbo de aprovechamiento?

Fijémonos en un matrimonio regio, Ulises y Penélope. Su reino, la verdad, no es demasiado grande: una treintena de casas, un pueblo de tamaño mediano. Las cabras en un establo (ni hablar de gallinas, probablemente aún no se habían domesticado), la reina prepara queso y teje alfombras. Perdón, sudarios… Procede de buena familia. Su tío es rey y su prima es la mismísima Helena, por quien se desencadenó la guerra más encarnizada de la Antigüedad.

Por cierto, Ulises también figuraba entre los pretendientes a la mano de Helena, pero, pícaro él, tras sopesar los pros y los contras se casó no con la más bella de las mujeres, no con la superestrella de moralidad dudosa, sino con Penélope, la hacendosa ama de casa que, hasta la vejez, aburrió a todo el mundo con su ostentosa fidelidad conyugal, pasada ya de moda para la época.

Y eso mientras él, famoso por sus «ingeniosas invenciones», capaz de competir con los dioses en lo que a artimañas y perfidia se refiere (así lo atestigua la propia Palas Atenea), finge regresar a casa. Durante décadas surca el Mediterráneo robando reliquias sagradas y seduciendo a profetisas, a reinas y a sus doncellas; mítico embustero de aquellos tiempos antediluvianos en que la rueda, el remo y la rueca ya se habían inventado, pero no así la conciencia.

Al final, los propios dioses deciden favorecer su retorno a Ítaca porque, si no le prestan ayuda, puede que regrese a su pueblo por sus propios medios, desafiando al destino, y mancille así a los habitantes del Olimpo.

Entretanto, nuestra envejecida impostora de alma cándida deshace por la noche el trabajo que ha hecho durante el día, descolora con lágrimas sus ojos, tan brillantes en su juventud, aprieta contra sus pechos fláccidos y abandonados sus finos dedos, cuyas articulaciones ha deformado la artritis, y envía a paseo a los pretendientes, que hace tiempo solo se interesan por sus bienes materiales (que, aun si modestos, no dejan de ser regios) y en absoluto por sus encantos de antaño…

Estúpida obstinación femenina. A decir verdad, ni siquiera sabe mentir. Se descubre su estrategia. De un momento a otro podrían ultrajar a esa anciana respetable dándola en matrimonio al más codicioso de sus pretendientes.

Al final Ulises consiguió todo lo que deseaba: se introdujo en la cultura de la humanidad como en otro tiempo lo hizo en el caballo de Troya, dejó su huella por todos los mares, diseminó su semilla en un sinfín de islas y plantó a todo el mundo para regresar en el momento oportuno a sus obligaciones de rey en su querida patria. Engañó a todos aquellos que el destino puso en su camino, salvo al propio destino: un buen día de otoño atracó en la orilla de Ítaca un joven héroe en busca del padre que le había abandonado y, por error, hirió de muerte a su progenitor, sin dejar más que un pequeño intersticio entre la vida y la muerte para la explicación final.

Es una de las variantes del mito de Ulises… Pero pese a ese fracaso final decidido de antemano y que ninguno de los mortales puede esquivar, Ulises ha pasado a la posteridad como héroe milenario en cuanto gran mentiroso, aventurero y seductor… ¡Qué habilidoso era en el arte del engaño! ¡Se anticipaba al curso del pensamiento ajeno con el fin de adelantar, rodear, atrapar, tender trampas y vencer a sus adversarios! Incluso la hechicera Circe cayó en su trampa….

Ulises ha perdurado en la memoria como gran arquitecto y constructor de astutas mentiras…

Penélope se quedó sin nada. Siguió entregada a sus labores ante su telar multiuso, tejiendo y destejiendo; sus mentiras, igual que su costura, eran dúctiles y evasivas…

A pesar de sus vanos esfuerzos a lo largo de tantos años, no llegó a ocupar un lugar tan importante como el de su marido o el de su prima. Carecía de cierta cualidad femenina: el arte de la mentira.

Ahora bien, la mentira de las mujeres -a diferencia de la de los hombres, que es pragmática- es un tema apasionante. Las mujeres lo hacen todo de otra manera: piensan, sienten, sufren… y mienten de forma diferente. ¡Santo cielo, y cómo mienten!

Por descontado, hablamos solo de aquellas que, a diferencia de Penélope, están dotadas de ese don…

De pasada, por descuido, sin casa ni motivo, con ardor, de improviso, poco a poco, sin orden ni concierto, a la desesperada, sin ningún motivo…

Las que están dotadas para el engaño mienten desde la primera hasta la última palabra que pronuncian. Y cuánto encanto, talento, ingenuidad y audacia, inspiración creativa y brillantez. Ni atisbo de cálculo, interés o maquinación…

Es solo una canción, un cuento, un enigma. Pero un enigma sin respuesta. La mentira femenina es un fenómeno natural, como los abedules, la leche o los abejorros.

Toda mentira, como las enfermedades, posee su etiología. Puede ser congénita o no. Poco común como el cáncer de corazón o tan extendida como la varicela. Luego está la que presenta las características de una enfermedad epidémica. Una clase de mentira social que de repente contagia a casi todos los miembros en un colectivo femenino, en un jardín de infancia, en un salón de belleza o en cualquier otra institución donde la mayoría de empleados sean mujeres.

Prólogo de Mentiras de mujeres de Lyudmila Ulitskaya.

Nacida en 1941 en la Unión Soviética.

Traducción de Marta Rebón Rodríguez

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