Las señales de la vejez
El filósofo romano Séneca tenía poco más de 60 años. Visita su casa de campo construida por sus propias manos. Hace mucho tiempo que no la visita. Su casa está ruinosa, al igual que los árboles de su jardín, con ramas “retorcidas y marchitas» y los troncos «patéticos y gastados». Un hombre viejo, decrépito y desdentado está sentado junto a la puerta. El viejo se indigna porque Séneca no lo reconoce: ¡Soy el hijo de Filósito, tu esclavo favorito! Entonces, Séneca no puede evitar concluir que él mismo está viejo. Son las señales de la vejez. Andar irritado.
Mi vejez, Séneca (4 aC- 65 dC).
Carta a Lucilio
1
Dondequiera que vaya veo señales de mi vejez. Fui a mi casa de campo, cerca de Roma, y me lamentaba de los gastos extraordinarios que exigía edificio tan ruinoso. El colono me dijo que no era por negligencia suya, ya que él había hecho cuanto era preciso, pero que la casa era muy vieja. Esta casa de campo fue levantada bajo mi dirección; ¿qué debe suceder en mí si las piedras de mis tiempos caen ruinosas?
2
Como ando irritado, aprovecho la primera ocasión para atacar de nuevo. «Se ve claramente que estos plátanos están mal cuidados; carecen de frondosidad. ¡Qué ramas tan nudosas y requemadas, qué troncos tan feos y amarillentos! Esto no acontecería si alguien se ocupase en descalzarlos y regarlos.» El buen colono jura por mi genio que hace todo lo que puede, pero que aquellos plátanos son viejos. Queda entre nosotros: yo los había plantado, yo había visto sus primeras hojas.
3
Vuelvo la cabeza hacia la puerta. «¿Quién es aquel hombre decrépito que has hecho bien de hacer sentar a la puerta, pues ya casi parece que va con los pies por delante? ¿Dónde has hecho este hallazgo? ¡No comprendo tus ganas de enterrar el cadáver de otro!» Y él me responde: «Yo soy Felición, aquel a quien tú solías llevar juguetes: soy el hijo de Filosito; era tu favorito». «Este hombre está chocheando a no poder más, ¿este infante favorito mío? Pero sí, bien podría ser porque veo que no tiene dientes.»
4
Debo a mi casa de campo el haber visto a mi vejez dondequiera que me volviese. Démosle buena acogida, tengámosle afecto, ya que si usamos de ella como corresponde, veremos que nos aporta numerosas satisfacciones. Nunca es tan sabrosa la fruta como cuando se llega al final de la cosecha; el mayor encanto de la infancia se encuentra en el momento en que termina; el postrer sorbo es el que procura mayor placer a los bebedores, aquel sorbo que sumerge en la embriaguez, que da a ésta la última mano.
5
Lo más voluptuoso que haya en todo placer se guarda para el final. La vida es más agradable cuando ya comienza a decaer, pero aún no ha parado en decrepitud, y también cuando está a punto de perecer creo que tiene sus placeres, o, cuando menos, en esta sazón, en lugar de tales placeres nos gozamos de no precisar de ninguno de ellos. ¡Cuán dulce es haber fatigado y abandonado los deseos!
6
«¡Es molesto —me dices— tener la muerte ante los ojos!» En primer lugar, tanto la tiene delante el joven como el viejo: no es según la cuenta de la edad como somos llamados. En segundo lugar, nadie es tan viejo que no pueda aguardar un día más. Y un día es un peldaño más de la vida, el conjunto de la cual consta de distintas partes, a manera de círculos, los menores encerrados dentro de los mayores. Y hay uno que los abraza y ciñe a todos, el que se extiende del nacimiento a la muerte. Otro comprende los años de la adolescencia; otro encierra dentro de su ámbito toda la infancia; viene después el año que en su espacio contiene todos los tiempos, la multiplicación de los cuales forma la vida. Un círculo más estrecho ciñe al mes; una curva más reducida encierra al día, el cual también va de un principio a un fin, de la aurora al ocaso.
7
He aquí por qué Heráclito, a quien por su estilo se concedió el sobrenombre de «el Oscuro», dijo que «un día se parece a todos», frase que ha sido interpretada de diferentes maneras. Uno entendió que los días son iguales en el número de horas y que había dicho la verdad; porque si el día consta de veinticuatro horas, es menester que todos los días sean iguales: lo que se pierde de noche se gana de luz, y viceversa. Otro entendió que un solo día era semejante al conjunto de todos ellos, por cuanto en un solo día se encuentra todo aquello que tiene la duración de tiempo más larga: luz y oscuridad resultan iguales en las alternas transmutaciones del cielo, siendo la noche ya más breve, ya más larga.
8
Dispongamos, pues, de cada uno de los días como si cerrase la serie, como si acabara y completase la vida. Pacuvio, que se adueñó de Siria por permanencia, después de haber celebrado con vino y banquetes sus propios funerales, se hacía trasladar de la mesa al lecho entre los aplausos de sus compañeros de orgía, que cantaban al son de los instrumentos: «Ha vivido, ha vivido». No pasaba día sin celebrar su propio entierro.
9
Esto, que él realizaba por motivos reprobables, debemos hacerlo nosotros con mejor propósito y exclamar antes de acostarnos, como Dido antes de suicidarse, según lo canta Virgilio: «¡He vivido, he recorrido el curso que la fortuna me había concedido!». Si Dios nos otorga un día más, aceptémoslo con alegría. Goza venturosamente, con seguridad, de la posesión de sí mismo aquel que cada día se dice: «He vivido»; cada día se levantará para nuevas ganancias.
10
Pero ya es hora de terminar la carta. «Así, pues —me dices—, me llegará sin ningún presente.» No tengas miedo. Algo lleva consigo. ¿Por qué he dicho «algo»? Lleva mucho. Pues, ¿qué cosa más excelente podría encontrar que esta sentencia que le encomiendo que te entregue? «Mala cosa es vivir en necesidad, pero no es forzoso vivir.» ¿Cómo podría serlo? Por doquier se abren hacia nuestra liberación multitud de vías breves y fáciles. Demos gracias a Dios de que nadie pueda ser retenido en la vida por fuerza: aun las necesidades pueden ser holladas.
11
«Esta sentencia es de Epicuro —me dirás—, ¿qué tenemos que ver con un extraño?» Siento como mío todo lo que es verdadero. Persisto en inculcarte ideas de Epicuro, a fin de que cuantos juran por las palabras del maestro sin atender a lo que se dice, sino a quien lo dijo, sepan que las grandes sentencias pertenecen a todos.