Adam Smith: El valor de la empatía. «Por medio de la imaginación, nos ponemos en el lugar del otro y provocan nuestra condolencia.»
Adam Smith consideraba la empatía como una cualidad psicológica innata que se manifiesta a través de la simpatía. La empatía es la capacidad de comprender y compartir los sentimientos de otra persona.
DE LA SIMPATÍA
Adam Smith. La teoría de los sentimientos morales.
Título original: The Theory of Moral Sentiments
Adam Smith, 1759. Traducción: Edmundo O’Gorman
POR MÁS egoísta que quiera suponerse al hombre, evidentemente hay
algunos elementos en su naturaleza que lo hacen interesarse en la suerte de
los otros de tal modo, que la felicidad de éstos le es necesaria, aunque de
ello nada obtenga, a no ser el placer de presenciarla. De esta naturaleza es la
lástima o compasión, emoción que experimentamos ante la miseria ajena,
ya sea cuando la vemos o cuando se nos obliga a imaginarla de modo
particularmente vivido. El que con frecuencia el dolor ajeno nos haga
padecer, es un hecho demasiado obvio que no requiere comprobación;
porque este sentimiento, al igual que todas las demás pasiones de la
naturaleza humana, en modo alguno se limita a los virtuosos y humanos,
aunque posiblemente sean éstos los que lo experimenten con la más
exquisita sensibilidad. El mayor malhechor, el más endurecido transgresor
de las leyes de la sociedad, no carece del todo de ese sentimiento.
Como no tenemos la experiencia inmediata de lo que otros hombres
sienten, solamente nos es posible hacernos cargo del modo en que están afectados, concibiendo lo que nosotros sentiríamos en una situación
semejante. Aunque sea nuestro hermano el que esté en el potro, mientras
nosotros en persona la pasamos sin pena, nuestros sentidos jamás podrán
instruirnos sobre lo que él sufre. Nunca nos llevan, ni pueden, más allá de
nuestra propia persona, y sólo por medio de la imaginación nos es posible
concebir cuáles sean sus sensaciones. Ni, tampoco, puede esta facultad
auxiliarnos en ese sentido de otro modo que no sea representándonos las
propias sensaciones si nos encontrásemos en su lugar. Nuestra imaginación
tan sólo reproduce las impresiones de nuestros propios sentidos, no las
ajenas. Por medio de la imaginación, nos ponemos en el lugar del otro,
concebimos estar sufriendo los mismos tormentos, entramos, como quien
dice, en su cuerpo, y, en cierta medida, nos convertimos en una misma
persona, de allí nos formamos una idea de sus sensaciones, y aun sentimos
algo que, si bien en menor grado, no es del todo desemejante a ellas. Su
angustia incorporada así en nosotros, adoptada y hecha nuestra, comienza
por fin a afectarnos, y entonces temblamos y nos estremecemos con sólo
pensar en lo que está sintiendo. Porque, así como estar sufriendo un dolor o
una pena cualquiera provoca la más excesiva desazón, del mismo modo
concebir o imaginar que estamos en el caso, provoca en cierto grado la
misma emoción, proporcionada a la vivacidad u opacidad con que lo hemos
imaginado.
Que tal sea el origen de nuestra condolencia (fellow feeling), por la
desventura ajena; que el ponerse imaginativamente en el lugar del paciente
sea la manera en que llegamos a concebir, o bien a resultar afectados, por lo
que él siente, podría demostrarse con múltiples observaciones obvias, si no
fuera porque creemos que es algo de suyo suficientemente evidente.
Cuando vemos que un espadazo está a punto de caer sobre la pierna o brazo
de otra persona, instintivamente encogemos y retiramos nuestra pierna o
brazo; y cuando se descarga el golpe, lo sentimos hasta cierto punto, y
también a nosotros nos lastima. La gentuza, al contemplar al cirquero en la
cuerda floja, instintivamente encoge y retuerce y balancea su propio cuerpo,
a la manera que lo hace el cirquero y tal como cree que debería hacer si se
encontrase en su lugar.
Las personas sensibles y de débil constitución se quejan de que, al
contemplar las llagas y úlceras que exhiben los mendigos en las calles, con
facilidad sienten una comezón o inquietud en los lugares correspondientes
de su propio cuerpo. El horror que conciben a la vista de la miseria de esos
desgraciados, afecta más que en otro lugar esas partes de su cuerpo, porque
ese horror se origina al concebir lo que ellos sufrirían si realmente fuesen
los infelices que contemplan y si esas partes de su cuerpo estuviesen en
realidad aquejadas del mismo desdichado padecimiento. Dada su frágil
naturaleza, basta la fuerza de esta concepción para que se produzca esa
comezón o inquietud de que se quejan. Los hombres de la más robusta
complexión advierten que, al ver ojos enfermos o irritados, con frecuencia
sienten una muy perceptible irritación en los propios, que obedece a la
misma razón, pues aun en los hombres más vigorosos ese órgano es más
delicado que cualquier otra parte del cuerpo del hombre más endeble.
Mas no son sólo estas circunstancias, incitadoras al dolor y al
sufrimiento, las que provocan nuestra condolencia. Cualquiera que sea la
pasión que proceda de un objeto, en la persona primariamente inquietada,
brota una emoción análoga en el pecho de todo atento espectador con sólo
pensar en la situación de aquéllas. Nuestro regocijo por la salvación de los
héroes que nos interesan en las tragedias o novelas, es tan sincero, como
nuestra aflicción por su dolor, y nuestra condolencia por su desventura no es
menos cierta que la complacencia por su felicidad. Nos aunamos en su
reconocimiento hacia aquellos amigos leales que no los desampararon en
sus tribulaciones; y de buena gana los acompañamos en el resentimiento
contra aquellos traidores pérfidos que los agraviaron, los abandonaron o
engañaron. En todas las pasiones de que el alma humana es susceptible, las
emociones del espectador corresponden siempre a lo que, haciendo suyo el
caso, se imagina serían los afectos del que las sufre.
La lástima y la compasión son términos que con propiedad denotan
nuestra condolencia por el sufrimiento ajeno. La simpatía, si bien su
acepción fue, quizá, primitivamente la misma, puede ahora, no obstante,
con harta impropiedad, utilizarse para significar nuestro común interés por
toda pasión cualquiera que sea.
En ocasiones, la simpatía parecerá que surge de la simple percepción de
alguna emoción en otra persona. Las pasiones, en ciertos casos, parecerán
trasfundidas de un hombre a otro, instantáneamente, y con prioridad a todo
conocimiento de lo que las estimuló en la persona primariamente
inquietada. La aflicción y el regocijo, por ejemplo, cuando se expresan
manifiestamente en la apariencia y gestos de alguien, al punto afectan en
cierto grado al espectador con una parecida dolorosa o agradable emoción.
Un rostro risueño es, para todo el que lo ve, motivo de alegría; en tanto que
un semblante triste, sólo lo es de melancolía.
Esto, no obstante, no tiene validez universal, o respecto a todas las
pasiones. Hay algunas pasiones cuya expresión no excita ninguna clase de
simpatía, sino que, antes de enterarnos de qué las ocasiona más bien sirven
para provocar en nosotros aversión hacia ellas. La conducta violenta de un
hombre encolerizado más bien propende a exasperarnos en su contra que
contra sus enemigos. Pues como desconocemos los motivos que lo han
provocado, nos es imposible ponernos en su caso ni concebir nada
semejante a las pasiones que esos motivos excitan. Pero claramente vemos
cuál es la situación de aquellos con quien está enojado, y el grado de
violencia a que están expuestos de parte de tan enfurecido adversario.
Propendemos, pues, a simpatizar con sus temores o resentimientos e
inmediatamente estamos dispuestos a hacer causa común en contra de ese
hombre de quien por lo visto esperan tanto peligro.
Si bastan las simples apariencias de la aflicción y el regocijo para
inspirar en nosotros, hasta cierto punto, emociones iguales, es porque nos
sugieren la idea general de alguna buena voluntad o mala ventura que ha
acaecido a la persona en quien las percibimos, y tratándose de estas
pasiones, esto es suficiente para que influya un poco en nosotros. Los
efectos de la aflicción y del regocijo se agotan en la persona que
experimenta esas emociones, cuyas manifestaciones no nos sugieren, como
en el caso del resentimiento, la idea de otra persona por quien estemos
ansiosos y cuyos intereses sean opuestos a los suyos. La idea general de la
buena o mala ventura origina, por lo tanto, cierta ansiedad por la persona
que sea objeto de ella; pero la idea general de la provocación no excita simpatía por la ira de quien ha sido provocado. Tal parece que la Naturaleza
nos enseña a ser más renuentes en abrazar esta pasión y, hasta que no
estemos instruidos en sus motivos, a estar dispuestos más bien a hacer causa
común en su contra.
Aun nuestra simpatía con la aflicción y regocijo ajenos, antes de estar
avisados de sus motivos, es siempre en extremo imperfecta. Las
lamentaciones que nada expresan, salvo la angustia del paciente, más bien
originan curiosidad por inquirir cuál sea su situación, junto con cierta
propensión a simpatizar con él, que no una verdadera simpatía que sea bien
perceptible. Lo primero que preguntamos es: ¿Qué os ha acontecido?, y
hasta que obtengamos la respuesta nuestra condolencia será de poca
entidad, a pesar de la inquietud que sintamos por una vaga impresión de su
desventura y aún más por la tortura de las conjeturas que sobre el particular
nos hagamos.
En consecuencia, la simpatía no surge tanto de contemplar a la pasión,
como de la situación que mueve a ésta. En ocasiones sentimos por otro una
pasión de la que él mismo parece totalmente incapaz, porque, al ponernos
en su lugar, esa pasión que brota en nuestro pecho se origina en la
imaginación, aun cuando en la realidad no acontezca lo mismo en el suyo.
Nos sonrojamos a causa de la desfachatez y grosería de otro, aunque él no
dé muestras ni siquiera de sospechar la incorrección de su conducta, porque
no podemos menos que sentir la vergüenza que nos embargaría caso de
habernos comportado de manera tan indigna.
De todas las calamidades a que la condición moral expone al género
humano, la pérdida de la razón se presenta con mucho como la más terrible,
hasta para quienes sólo poseen un mínimo de humanidad, y contemplan ese
último grado de la humana desdicha con más profunda conmiseración que
cualquier otro. Pero el infeliz que la padece, ríe y canta quizá, y es del todo
insensible a su propia miseria. La angustia que la humanidad siente, por lo
tanto, en presencia de semejante espectáculo, no puede ser el reflejo de un
sentimiento del paciente. La compasión en el espectador deberá
necesariamente, y del todo, surgir de la consideración de lo que él en
persona sentiría viéndose reducido a la misma triste situación sí, lo que quizá sea imposible, al mismo tiempo pudiera juzgarla con su actual razón y
discernimiento.
¿Qué tormentos son los de una madre cuando escucha los gemidos de su
hijo que en la agonía de la enfermedad no puede expresar lo que siente? En
su idea de lo que está sufriendo, añade, a la verdadera impotencia, su propia
consciencia de ese desamparo, y sus propios terrores a las ignoradas
consecuencias de la perturbación; y de todo esto forma, para su propio
dolor, la imagen más perfecta de la desdicha y congoja. El niño, sin
embargo, solamente siente la inquietud del momento, que nunca puede ser
excesiva. Por lo que al futuro se refiere, está perfectamente a salvo, y en su
inconsciencia y falta de previsión cuenta con un antídoto contra el temor y
la ansiedad, los grandes atormentadores del pecho humano, de los que en
vano la razón y la filosofía intentarán defenderlo cuando llegue a ser un
hombre.
Simpatizamos hasta con los muertos, y haciendo caso omiso de lo que
realmente es importante en su situación —ese temeroso porvenir que les
espera—, principalmente nos afectan aquellas circunstancias que
impresionan nuestros sentidos, pero que en nada pueden influir en su
felicidad. Es dura condición, pensamos, el estar privado de la luz del sol;
permanecer incomunicado de la vida y el trato; yacer en la fría sepultura,
presa de la corrupción y de los reptiles de la tierra; ya no ocupar el
pensamiento de los vivos, sino ser borrado en poco tiempo de los afectos y
casi de la memoria de los más caros amigos y parientes. En verdad, así nos
lo imaginamos, nunca podremos sentir lo suficiente por quienes han
padecido una tan espantosa calamidad. Parece que el tributo de nuestra
condolencia se les debe doblemente, ahora que están en peligro de ser
olvidados por todos, y por los fútiles honores que rendimos a su memoria,
procuramos, para nuestra propia desdicha, mantener despierto
artificialmente nuestro melancólico recuerdo de su desventura. Que nuestra
simpatía sea impotente para consolarlos, parece agravar esta calamitosa
situación, y pensar que todos nuestros esfuerzos son vanos y que aquello
que alivia todas las otras desdichas —el remordimiento, el amor y las
lamentaciones de los amigos—, no pueden confortarlos, sólo sirve para exasperar nuestro sentido de su desgracia. Sin embargo, la felicidad de los
muertos, con toda seguridad, en nada resulta afectada por estas
circunstancias; ni el pensamiento de tales cosas puede perturbar la profunda
tranquilidad de su reposo. La idea de esa monótona e interminable
melancolía que la imaginación, naturalmente, atribuye a su condición, tiene
su origen en que asociamos al cambio que les ha sobrevenido nuestra
consciencia de ese cambio; en que nos colocamos en su lugar, y en que
alojamos, si se me permite la ex* presión, nuestras almas vivientes en sus
cuerpos inanimados, de donde concebimos lo que serían nuestras
emociones estando en su caso. Es a causa de este engaño de la imaginación
por lo que la previsión de nuestra muerte nos resulta tan temerosa y por lo
que la sola idea de esas circunstancias, que sin duda no pueden causarnos
dolor, nos hacen desdichados mientras vivimos. De esto surge uno de los
más importantes principios de la naturaleza humana, el pavor a la muerte,
gran veneno de la felicidad, pero gran freno de la humana injusticia, que, a
la vez que aflige y mortifica al individuo, defiende y protege a la sociedad.