Santiago de Chile, 26 de Abril 2011. (Radio del mar. Roberto Russell para Agencias). En los últimos años, numerosas reuniones académicas realizadas tanto en América latina como en otros lugares han convocado a reflexionar sobre el futuro de la región poniendo el énfasis en la oposición «integración/polarización». Sobre esta misma base, han aparecido cientos de artículos para mostrar que el asunto expresa dilemas o dicotomías que están en el ambiente de nuestro tiempo. Se trata, sin embargo, de una disyuntiva falsa, ya que los caminos que transita América latina no van en dirección de la integración ni de la polarización.
América latina no se integrará, si se entiende la integración como un proceso de ahondamiento genuino de las opciones de asociación subregional por las que optaron, en su momento, los países de la región, teniendo como espejo la Unión Europea. La trayectoria de América latina en las dos últimas décadas es un libro abierto sobre las dificultades de procesos relativamente exitosos que terminan empantanados -la Comunidad Andina de Naciones- o que, luego de vivir sucesivas situaciones de crisis, retrocesos y fugas hacia adelante -tal el caso del Mercosur-, tienen serios problemas para alcanzar su principal objetivo de origen, esto es, la integración económica de los países miembros.
América latina tampoco se polarizará si de entiende por polarización un acrecentamiento de las diferencias políticas y económicas existentes que lleve a la división en partes o direcciones contrarias entre los países de la región. La idea de polarización se nutre de otra noción con la que suele establecerse una dudosa correlación: la referida «creciente heterogeneidad de América latina». Una frase repetida por puro hábito, ignorancia o interés, y que suele reducirse a este enunciado, sin que se aclare, por consiguiente, cuál es la circunstancia anterior en la que la región habría sido más homogénea.
Es altamente improbable que las diferencias políticas existentes terminen dividiendo a América latina en partes que se aíslen o se enfrenten. No hay evidencia empírica para sustentar esta tesis. Los países de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) tienen mucho en común y aparecen a primera vista como lo más cercano a un bloque en América latina y el Caribe. No debe subestimarse su capacidad de reunir adeptos, dentro y fuera del territorio que ocupan sus países miembros en una región con profundas cesuras sociales como la nuestra.
Cuba y Venezuela han establecido en la década de 2000 la alianza más estrecha que existe en América latina. La Habana la buscó para afirmar la subsistencia del régimen y obtener beneficios económicos, en tanto Caracas consideró la experiencia revolucionaria de la isla como una fuente de inspiración y de ayuda vital para implantar su propio proyecto revolucionario. Sin embargo, es dudoso que la epopeya revolucionaria que promueven se expanda y asiente mucho más allá de su alcance actual. El libreto bolivariano se opone a la mayor parte de las ideas en materia de democracia política, desarrollo económico, defensa y política exterior que prevalecen en la región. También es visto en muchos sitios como una forma indebida de injerencia en asuntos internos o en proyectos subregionales acuñados con anterioridad. Es, asimismo, poco probable que los miembros del ALBA sean capaces de unirse en torno a un proyecto colectivo que pueda realizarse.
En su gran mayoría, las distintas expresiones de las fuerzas conservadoras y liberales latinoamericanas tampoco cuentan con condiciones o se proponen la formación de un bloque activo que confronte a los «albistas» o a otras formas de la izquierda en la región. Los gobiernos de «derecha» no cerraron filas con la Colombia de Uribe en sus conflictos con la Venezuela de Chávez, ni los gobiernos de «izquierda» corrieron en apoyo de este último. Si bien apunta a contrarrestar la iniciativa del ALBA, el principal propósito del Acuerdo del Pacífico, impulsado por Alan García en 2006, es ampliar el comercio y las inversiones de los países que lo integran con las naciones de Asia-Pacífico. Estados Unidos, siempre el primer imputado en la asignatura «divide y reinarás», no parece estar particularmente ocupado en agrietar la región. Sus intereses y energías están más puestos en los problemas transnacionales que le llegan de América latina (crimen organizado, narcotráfico, migraciones ilegales), en los que Estados Unidos es claramente corresponsable, que en derrotar la causa de los bolivarianos y de otros movimientos afines.
En realidad, estamos frente a una dinámica compleja que alienta a un tiempo la fragmentación y la unificación antes que la polarización. La sincronía de ambos procesos encierra acaso la mayor paradoja regional en esta hora, y es lo que suele despistar el análisis a primera vista.
América Latina se presenta como una región fragmentaria, un continente lleno de contradicciones, que posibilita muchas lecturas. Se usa el adjetivo «fragmentario» en el doble sentido de «compuesto de partes o fragmentos» y de cosa «inacabada, incompleta». La globalización y la difusión del poder internacional han abierto puertas a nuevas formas de vincularse con el mundo, y en este tablero más diversificado la región ocupa lugares bien diferentes para los países que la componen. Mientras algunos se preguntan cómo nos integramos más y mejor para hacernos más fuertes en un mundo que cambia aceleradamente y frente a los impactos negativos de la globalización, otros reflexionan en qué medida la integración regional favorece o limita las estrategias nacionales de vinculación con el exterior. La pregunta no tiene por qué plantearse en términos excluyentes, pero bastante o mucho de ésto hay cuando se la formula poniendo la mirada en procesos de integración que no han cumplido sus promesas.
Al mismo tiempo, fragmentos de unidad que surcan las fronteras de los países muestran que el proceso de regionalización tiene muchas caras y que está vivo. Múltiples actores estatales y privados contribuyen día a día a darle fluidez. Poco a poco, se avanza en la vinculación física, las relaciones entre las fuerzas armadas de muchos países alcanzan niveles de cooperación inéditos, las sociedades encuentran formas más intensas de contacto a través de las fronteras y aumenta, por consiguiente, el espacio de los intereses comunes. También crecen, aun con mala integración y hasta sin ella, el comercio y las inversiones entre los países, especialmente entre los más cercanos, mostrando la importancia de las fronteras compartidas en la densidad de las relaciones económicas.
La democracia es despareja y en ciertos casos hasta incierta, pero constituye el sustento de nuevos modos de cooperación y concertación entre los países. También un dique para que la sangre no llegue al río, en una región en la que existe una larga tradición de mediación y resolución pacífica de conflictos interestatales. No es el ALCA, ni el sueño bolivariano, ni un remedo de la Unión Europea. Mucho más modestas en sus formas, alcances y aspiraciones, estas fuerzas de unificación seguirán su marcha ascendente. Seguramente no atravesarán por igual a toda la región, pero sí harán más fuertes las relaciones entre algunos países o dentro de subregiones.
Así, no será la integración económica en el marco de los alicaídos bloques que dicen sustentarla ni la polarización política entre ambiguas derechas e izquierdas las que signarán la marcha de América latina en esta fase de nuestra historia. Por el contrario, el complejo cruce de fuerzas simultáneas de fragmentación y unificación es el que contiene las claves para descifrar la textura y el rumbo de las relaciones intrarregionales en esta década.*****FIN*****