26 - noviembre - 2024

Según Gabriela Mistral, la escultora Rebeca Matte se dejó morir

Rebecca Matte, la escultora de estatuas ejemplares como Ícaro y Dédalo instalada frente al Bellas  Artes, una mujer pionera y visionaria, parte del feminismo aristocrático de mujeres iconoclastas y rebeldes, murió a los 53 años de edad, en París, el 15 de mayo de 1929.

Rebeca Matte tuvo una hija,  Lily Íñiguez Matte, que murió tempranamente a la edad de 26 años de tuberculosis en un sanatorio en Los Alpes suizos, en septiembre del año 1926. Rebeca Matte quedó desolada. No volvió a crear. Dedicó sus últimos años de vida a editar los versos que escribió su hija y a fundar instituciones de beneficencia.

REBECA MATTE SE DEJÓ MORIR

Por Gabriela Mistral

Maternidad vehemente y absoluta la de Rebeca Matte. Los campesinos provenzales llaman a una especie de miel muy dorada “miel calidad” y dicen que, inocente y todo, da calentura como el vino y embriaga lo mismo que él.  Esta miel frenética, entre las mieles vulgares, corresponde al tono y la manera de maternidad de Rebeca Matte.

El temperamento de la niña, intenso como el de la madre, se balbuceaba en buenos versos franceses que la mano materna me mandó alguna vez, con ese anhelo de la perfecta madre de hacernos querer a la hija por encima de ella; ignoraba ella entonces que ya la muerte hacía su trabajo socarrón en el cuerpo veinteañero.

Próspero y todo, amado y todo, no hay artesanía que sustente por sí sola la vida de mujer, y a la muerte de esa niña, doña Rebeca Matte, la de las estatuas ejemplares, en cuya sangre había metales, se rompió como la caña, se volvió un despojo lacio sin gana de oficio, de paisaje perfecto ni de consolación pequeña. Nuestro pueblo dice en esta circunstancia: “Se dejó morir”, dando a entender con esto los mismo que se asegura en un poema, que hay algo de voluntad nuestra, de consentimiento del alma, en el vivir, y que si el alma recobra su compromiso y da por acabado el pacto, el cuerpo se funde como el de la medusa en la arena, a ojos vistas.

El acabamiento de su fuerza, ella se lo siguió semana a semana: quiso despedirse de sus negocios de este mundo y se embarcó para Chile a “pagar su deuda voluntaria” con su gente. Con los niños infelices que son de su sangre, ella se sentía en deuda, precisamente por haber sido madre de niño dichoso.

Vieron llegar a Chile una mujer de cabello blanco que menos que nunca aceptaba la mundanidad que se mete a consoladora: que parecía dar a las gentes una vaga atención con el pie puesto en la orilla extranjera y prestarles por condescendencia unas horas que ya eran suyas.

La diligencia generosa de doña Inés Echeverría la ayudó a instalar pronto la casa de niños que se llamaría, con nombre aconsejado por ella, Nidos y, que aseguró para todo tiempo con un fuerte legado

Rapallo, Italia, 1930

 

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