El francés Bruno Patino en su libro La civilización de la memoria de pez sostiene que se han destruido nuestros puntos de referencia. El desorden de la información, las «noticias falsas», la histerización de la conversación pública y la sospecha generalizada es la consecuencia del régimen económico elegido por los gigantes de Internet.
SOMOS UN PEZ QUE OLVIDA TODO CADA 9 SEGUNDOS
Bruno Patino, Capítulo 1. La civilización de la memoria de pez. Pequeño tratado sobre el mercado de la atención. Traducción de Alicia Martorell.
Lo importante es mantener la atención del público.
En el escenario hay un hombre lleno de seguridad y orgulloso de su hallazgo. Detrás de él, una pantalla. En esta inmensa pantalla, un magnífico pez rojo, con el ojo pegado a la pecera. El único texto es un signo de interrogación. La imagen, como siempre desde que Instagram modificó nuestra mirada, está saturada por los filtros, y el ojo redondo del pez tiene un efecto hipnótico sobre la asistencia.
El hombre de la presentación parece un hipster amable y elegante: camisa blanca ceñida por fuera del pantalón, pantalón ajustado de corte perfecto, zapatos deportivos color pastel, barba de tres días, cabellos cuidadosamente despeinados, gafas caras, inglés de acento internacional, elocución rápida, microcascos ligeros, treinta años y aspecto deportivo. Lleva todos los signos externos del éxito mundial, de la capacidad de aguantar la presión y del desahogo material asociado a una inteligencia despierta. Está lleno de seguridad. Es normal, es un «googler», un empleado de Google. Como muchos de los suyos, llega desde Mountain View, la sede de la empresa más poderosa del mundo, para llevar la buena nueva del gigante digital ante un grupo de europeos que trabajan en distintos medios de comunicación. Es el método de Google: organizar, varias veces al año en todos los continentes, «encuentros» con profesionales. Estos momentos permiten a la empresa dar a conocer sus herramientas, sus técnicas, sus investigaciones. Todos los encuentros son parecidos, da igual que estén en París, Londres, Berlín, Madrid, Roma o Estocolmo. Promueven el espíritu de «cooperación» entre el gigante californiano y aquellos cuya vida digital regenta. Hay tanto por hacer, tanta inteligencia para compartir, a la americana, entre profesionales de buena voluntad deseosos de construir un mundo en el que la información se distribuye cada vez más rápido y cada vez con más precisión, «en beneficio de una mayoría». Ese es el espíritu que se reivindica, reforzado con pequeños regalos y con una cantidad ilimitada de comida en cada pausa. Por supuesto, el efecto producido es el inverso: en cada reunión, la distancia entre Google y sus interlocutores se va agrandando inexorablemente. Si hace algunos años la diferencia de poder parecía vertiginosa, ahora simplemente es inconmensurable. Google ya no vive en el mismo mundo que nosotros. O, más exactamente, ha construido un mundo que, cada día, es un poco menos el nuestro.
La sala espera la revelación del hombre de la empresa. Está claro que ha hecho falta mucha imaginación, tiempo y, por supuesto, el poder formidable del cálculo informático que requiere la inteligencia artificial. Detrás de esta palabra mágica solo hay datos y fórmulas matemáticas que permiten que una máquina, poco a poco, aprenda a reconocer, a analizar, a encontrar explicaciones. Para que todo funcione hacen falta miles de millones de datos, inteligentemente procesados por miles de ingenieros.
El hombre habla del pez de la pantalla gigante. De este animal estúpido que da vueltas eternamente por su pecera. Los humanos lo han metido allí y lo justifican como pueden: la memoria del animal está tan poco desarrollada, su atención es tan limitada, que descubre un mundo nuevo cada vez que recorre la pecera. La memoria de pez, en lugar de ser una maldición, es para él una suerte, que transforma la repetición en novedad y la estrechez de una cárcel en un mundo infinito. ¿Es una leyenda esta famosa la civilización de la memoria de pez «memoria de pez»? Muchos de nosotros nunca nos hemos planteado la pregunta, simplemente felices por tener una frase hecha disponible cuando queremos disculparnos por nuestra escasa atención.
Google no reconoce límite alguno a la expansión del ámbito de su cálculo digital. El hombre del escenario anuncia que su empresa ha logrado calcular el tiempo real de atención del pez. El famoso attention span. Y efectivamente es muy ridículo. El animal es incapaz de fijar su atención más allá de 8 segundos. Pasados estos minúsculos 8 segundos, pasa a otra cosa y su universo mental se reinicia.
El hombre del escenario sigue con sus arengas. Los ordenadores de Google también han logrado medir el tiempo de atención de la generación millennial. Los que han nacido con conexión permanente y han crecido con una pantalla táctil en la punta de los dedos. Los que, como nosotros, no pueden dejar de sentir vibraciones en el fondo de sus bolsillos; los que, en el transporte público, avanzan con el ojo clavado en el teléfono, concentrados en el espacio-tiempo de sus pantallas. El tiempo de atención, la capacidad de concentración de esta generación, anuncia el hombre del escenario, es de 9 segundos. A partir de ese momento, nuestro cerebro se desengancha. Necesita un nuevo estímulo, una nueva señal, una nueva alerta, otra recomendación. A partir del segundo número diez. Es decir, apenas un segundo más que el pez.
Para Google, estos 9 segundos representan un reto a la medida de la empresa californiana: ¿cómo hacer para seguir captando las miradas de una generación «distraída de la distracción por la distracción», en palabras de T. S. Eliot? ¿Qué herramientas, qué fórmulas matemáticas, qué propuestas se pueden construir para alimentar de forma permanente las mentes de usuarios que pasan a otra cosa incluso antes de haber empezado a hacer algo? Google no se inquieta: la empresa californiana sabe responder perfectamente a esta evolución, de la que es en parte responsable. Gracias a nuestros datos personales, sabrá hacernos llegar nuestra dosis incluso antes de que nos haga mella el síndrome de abstinencia.
Nuestros sueños digitales se estrellan contra esta duración ridícula. Nos habían prometido el infinito. Creíamos que el ciberespacio no tendría más límites que los del ingenio humano. En cambio, somos como peces, encerrados en la pecera de las pantallas, sometidos al ritmo de notificaciones y mensajes. Nuestra mente da vueltas en redondo, de tuits a vídeos de Youtube, de snaps a correos, de lives a push, de aplicaciones a newsfeeds, de mensajes provocadores escritos por un robot a imágenes filtradas por un algoritmo, de datos manifiestamente falsos a buzz fuera de lugar. Como peces, creemos que vamos a descubrir un universo a cada instante, sin darnos cuenta de la repetición infernal en la que nos encierran las pantallas digitales a las que entregamos nuestro tesoro más preciado: nuestro tiempo. Estos 9 segundos son el tema de este libro.
Un estudio del Journal of Social and Clinical Psychology valora en 30 minutos el tiempo máximo de exposición a las redes sociales y las pantallas de Internet, más allá del cual existe riesgo para la salud mental. Según este estudio, mi caso es desesperado, pues mi práctica cotidiana se puede calificar de dependencia de las señales que abarrotan la pantalla de mi teléfono. Pero no soy el único. Vivimos en un mundo de adictos a la conexión estroboscópica.
Para los que creyeron en la utopía digital, entre los que me cuento, ha llegado el tiempo de las lamentaciones. Es el caso de Tim Berners-Lee, el «inventor» de la Web, que ahora intenta crear un «contrainternet» para aniquilar su creación anterior. Sin embargo, era una bonita utopía: formaban parte de ella tanto los adeptos de Teilhard de Chardin como los libertarios californianos puestos de ácido.
Esta evolución no estaba escrita. Los nuevos imperios han construido un modelo de servidumbre digital voluntaria, sin darse cuenta, sin haberlo previsto, pero con una determinación implacable. En el núcleo del reactor no hay un determinismo tecnológico, sino un proyecto económico que refleja la mutación de un nuevo capitalismo. En el núcleo del reactor está la economía de la atención.
El nuevo capitalismo digital es un producto y un productor de la aceleración generalizada. Intenta aumentar la productividad del tiempo para poder sacarle más valor. Una vez reducido el espacio, hay que ampliar el tiempo, comprimiéndolo, para crear un momento instantáneo e infinito. La aceleración ha sustituido el hábito por la atención y la satisfacción por la adicción. Y los algoritmos son las herramientas de producción de esta economía.
La economía de la atención ha destruido poco a poco todos nuestros puntos de referencia. No se le escapa nada: nuestra relación con los medios de comunicación, con el espacio público, con los conocimientos, con la verdad, con la información.
Este desorden de la información, las «noticias falsas», la histerización de la conversación pública y la sospecha generalizada no son el producto de un determinismo tecnológico. Tampoco son el resultado de una pérdida de referencias culturales de las comunidades humanas. El desmoronamiento de la información es la consecuencia principal del régimen económico elegido por los gigantes de Internet.
El mercado de la atención forja la sociedad gracias al agotamiento informativo y democrático. Apaga las luces de la filosofía en beneficio de las señales digitales.
No obstante, se trata del orden económico y, como cualquier orden, puede ser combatido y enmendado. No es consustancial a la sociedad digital, ni tampoco al desarrollo de la economía de los datos. Ha llegado el momento de combatir, no para rechazar la civilización digital, sino para transformarla en su naturaleza y recuperar el ideal humanista que movía a los primeros utopistas de la eclosión del mundo digital.
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