09 - noviembre - 2024

Cómo una poeta de versos lujuriosos seduce al odioso crítico literario. «Niú» de Marta Brunet

La escritora Marta Brunet (1897-1967), Premio Nacional de literatura y  fundadora de la nueva narrativa femenina chilena, publicó el cuento Niú en 1926 en la revista Atenea. En el relato Marciel Moreno destroza un libro de una joven poeta, hasta que un día se encuentra con ella.

NIÚ

Marta Brunet

Enjuto el cuerpo andrógino vestido por Poiret suntuosamente, de ídolo la cabeza de lustrosa melena negra, al sesgo los ojos que se abrían lentos, silenciosa por el andar deslizado, la mujer avanzó hasta acodarse en la balaustrada.

Quien la seguía se llegó a ella, murmurando con la humildad llena de espanto del que habla a su Destino:

–Niú… Por favor, Niú…

La mujer se irguió, volviéndose despaciosa hasta enfrentar al hombre anhelante. Parecía no verlo. Bajo la línea del flequillo los ojos miraban fijos, inexpresivos, ventanas abiertas sobre niebla que nada dejaban ver. El resto de la cara era también hermético: recta la nariz, sinuosa la boca, anguloso el óvalo de ámbar tostado, agudo en la barbilla.

A veces, en las mañanas nebulosas, se abre la ventana con ansia de escudriñar el paisaje. De pronto un viento se enreda al velo grisáceo y lo arrastra lejos, rompiéndolo. Nítidamente entonces el paisaje se muestra en contorno habitual: el prado verdinegro en lo hondo, el río a trechos entre las breñas, la montaña azul de lejanía por fondo. Quien ame ilusionarse con la niebla hacedora de misterio, antes que el viento se la lleve dejándole la verdad de siempre, cerrará la ventana buscando guardar el encanto de lo que no es.

Así el hombre miraba los ojos que no parecían mirarlo. Pero sintió que la mujer lo había visto y supo lo que sus ojos. –sus ojos de él– verían en ella. Tuvo el impulso de apretar fuertemente los párpados por no ver lo que iba a ver, por guardar la ilusión de lo que no sería nunca.

Fue como si la angustia de su previsión hubiera modelado una máscara para la mujer. Los ojos se hicieron duros, de acero, de puñal; la nariz se afinó en la ira, y la boca, como un trallazo, dijo:

–¡No!

Nada más. Se volvió, y lentamente, con el andar deslizado y la expresión de nuevo hermética, se alejó parque adentro.

Abajo –en el mar–, la luz del faro abanicaba las estrellas con su seda roja.

Arriba –en el hotel–, el jazz decía las voces de una canción de negros.

Entre ambos –por la suavidad de la colina–, los pinos eran pirámides de sombras.

Había visto lo que esperaba, pero igual que el viento al llevarse la niebla deja el paisaje deslumbrante, la expresión de la mujer dejó al hombre ciego, inmovilizado de verdad apenadora.

Otro hombre avanzó fumando, lo miró y saludó alborozado:

–Marcial Moreno… ¡Qué buen encuentro! ¿Cómo te va?

Un espejo ante otro espejo: entre ellos la mujer. Así Marcial Moreno veía a Níu reflejándose por la doble proyección hasta lo infinito, creyendo que su existencia desde el fondo de los tiempos había sido hecha sólo para contemplarla, creyendo que la vida era un simple marco para la figura amada. Hasta se sorprendía en gestos que eran de ella, en inflexiones de voz que le pertenecían. Sentía que sus ojos debían tener para el que saludaba la misma expresión de los ojos de Niú.

La fuerte sacudida de la mano cordial pareció despertarlo. Contestó:

–¡Ah!… Muy bien, ¿y a ti?

El otro lo miraba agudamente, con un escalpelo en cada pupila. Dijo brusco:

–Acabo de encontrarla. ¿Siguen lo mismo?

–Igual.

Era como decir: «Cuando acabe la noche, amanecerá y será día». Igual. Hoy como ayer, como mañana, como siempre…, desde que ella entrara e su- vida.

–¿Quieres hablarme un poco de esta historia? La sé vagamente y a ti hará bien confiarte, deshacer con la palabra la angustia que llevas dentro.

Lo llevó hasta un banco. Se sentaron.

Marcial Moreno, más que al tipo ideal del escritor, pertenecía al de atleta. Musculoso, clara la mirada, recta, huesuda la nariz, sensual la boca, sueltos los movimientos, con no se sabía qué simpatía de niño regalón en el conjunto, triunfaba en la vida por el triple penacho de su talento, de su apellido y de su dinero.

El otro era el amigo de la niñez que se ve de tarde en tarde y en quien se confía plenamente, un poco estupefactos al comprobar que el zanjón de la disparidad de espíritus, de la diferencia del vivir, se llena fácil con una buena sonrisa en que hay lealtad de cariño.

–Cuando Niú apareció en las letras súbitamente publicando un tomo de versos lujuriosos, contra todas las voces que la ponían en sitio único de altura, me lancé ciego de negación. Escribí analizando verso a verso hasta destrozar el libro. Le busqué analogías, la acusé de plagio, poniendo en manifiesto que su originalidad era acentuar hasta el paroxismo lo sensual. No sé qué vértigo me cogió, pero ello fue que uno tras otro fui publicando artículos, cada vez más enconados, más fieramente destructivos. No sólo escribía contra Niú: hablaba de ella con insistencia de idea fija. Me llenaba de ira el descoyuntamiento de sus versos, ese superponer las imágenes sin otro nexo que el ardor sexual llameando en cada palabra.

«Nadie sabía su nombre y ese misterio le hizo en torno una leyenda: se decía que era joven, extraordinariamente atractiva; que su vivir era exótico y suntuoso, libre de toda traba.

«Cuando publiqué un estudio basándome en Freud para juzgarla como «un caso», recibí una tarjeta de grueso papel gris en la cual, con tinta morada y altas letras picudas, decía: «Hoy 6 de junio, al atardecer, lo espera Niú». Abajo, una dirección.

«Fui. ¿Por qué fui si la odiaba? Tal vez en lo obscuro del subconsciente mi yo preveía lo que iba a pasar, y la actitud desafiadora, iconoclasta, era sólo una defensa anticipada. Fui… e inexorablemente, fatalmente, el Destino se cumplió. Fui.

«Alta y cerrada de expresión la encontré en el orientalismo de una casa absurda, llena de pasillos, de recovecos, de misterios, de medias luces. Ella misma, vestida con una túnica negra recamada de oro en dibujos chinos, era un ídolo en su templo.

«Fumaba. No contestó a mi saludo. Se dejaba observar adosada contra la laca roja de un biombo, en escorzo la cabeza, semicerrados los párpados violetas de Kohl.

«Fumaba. La mano iba y venía lenta, trozo de albura entre negror. Llegué a creer que ignoraba mi presencia y otra vez murmuré mi saludo.

«Bajó la cabeza, los ojos corrieron la inexpresiva niebla que los vela constantemente, y la boca se plegó en una sonrisa.

«Es la mujer de las máscaras. No es la sensación que llega desplazando a otra, no es el fundirse un momento emoción con emoción quedando al fin una triunfante, no; es sin tránsito quitarse una máscara para ponerse otra. En esa única entrevista, a su primera fisonomía de ídolo sucedió la de amorosa.

«Yo la miraba con una especie de pavor. Esos ojos parecían sorberme y la boca por siempre jamás sería mi obsesión. El amor…, yo sé de esta mujer que la adoro, es decir, que la deseo en cuerpo y alma, mía íntegra, que quisiera tenerla junta a mí como una presa, que ansío el poder hacerla feliz o desgraciada, que la quisiera obrando y pensando mi voluntad. ¡Y tal vez si esto fuera, vendría el hastío! ¡Qué atado de contradicciones somos! Porque lo que me hace suyo sin retorno es sentirla lejana y hermética, de piedra e inmutable, ajena a mi dolor y a mi alegría. Ese choque es lo que me vuelve loco y me hace obstinarme contra su muro.

«¿Qué te decía? ¡Ah, sí!… Su primera fisonomía fue de ídolo, la segunda, de amorosa; la tercera, de bacante: con la primera me inquietó, con la segunda me encantó, con la tercera me enloqueció. Había avanzado y junto a mí, pegada a mi cuerpo, sus manos, que abandonaran el cigarrillo, orlaron mi cara. Veía sus ojos volcados de éxtasis, veía su boca anhelante de ansia. No hice un movimiento. La boca avanzó buscando la mía, la tocó, la presionó, la succionó, la llagó… Las manos seguían fijas, de fuego las palmas sobre mis mejillas. Yo cerraba los ojos, medio desvanecido por el placer.

«De súbito sentí la nada, como un cuerpo abandonado cayendo en el vacío. No había boca, no había manos, no había cuerpo, nada había junto a mí que me llevara hasta los confines del vibrar humano. Abrí grandes los ojos: adosada al biombo, con una cuarta máscara, esta vez de sarcasmo, Niú dijo, arrojando como piedras las palabras:

«–Caso patológico. Poema breve. ¿Le ha agradado al señor crítico la página que acabo de escribir?

Tomó el cigarrillo, levantó la cabeza en escorzo, anubló los ojos y nuevamente tuve ante mí un ídolo.

«De mi estupor me sacó la sirvienta negra.

«–Tenga la bondad el señor.

«Me pasaba el sombrero, el abrigo, los guantes. Apenas atiné a ponérmelos, a saludar, a salir.

«No sé qué embrujo me diera esa mujer. Desde entonces vivo como un obseso, siguiéndola, escribiéndole, pidiéndole perdón, rogándole qué me reciba, que me oiga, que me quiera, que se case conmigo, pasando por todas las humillaciones, por todas las vergüenzas. Ni siquiera he tratado de librarme de ella luchando contra este amor: Tengo la Fatalidad arraigada adentro como cosa viva: contra el Destino no se puede nada: sólo hay el dejarse llevar mansamente por su mano. Pero tal vez, cualquier día, al «¡No!» duro que es la respuesta de Niú, contestará el seco pistoletazo con que me mate.

Abajo –en el mar–, una bocina gritó que la lancha se marchaba.

Arriba –en el hotel–, voces juveniles coreaban el «Ukelele».

Entre ambos –por la suavidad de la colina—, sentados en un banco, dos hombres callaban.

BRUNET, Marta. Niú. Reloj de sol. Obras completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.31-34.

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