Siempre me sorprende que al escritor chileno Enrique Lafourcade se le considere un provocador, o peor aún, un francotirador. “Es un irreverente”, dicen.
Ni provocador, ni francotirador, ni irreverente.
Lafourcade es un gran escritor, un artista de primera línea, enjundioso en algunas de sus obras, vigoroso como Truman Capote y su estilo copuchento y paródico del jet set, como en su libro “Plegarias Atendidas” o sus crónicas descaradas y encantadoras de “Música para Camaleones”.
Pero parece que en Chile, (un pueblo de sentimentales de vino y asado familiar, donde la patota, mientras se adoba, se falsea y se posa), se clasifica de francotirador a cualquier escritor que relate ciertas cosas con médula literaria.
De los trabajos literarios de Enrique Lafourcade (pues de esto se trata esta crónica: de literatura) yo recuerdo dos con especial júbilo.
El primero es el cuento “La muerte del poeta”, que el mismo Lafourcade editó en su antología del año 1959, “Cuentos de la Generación del 50”.(Lean aquí)El cuento es un divertimento sobre la muerte del poeta de Cartagena, Vicente Huidobro. Para mayor risa, el poeta en el cuento se llama Javier Corales. Javier Corales llega en el tren a Cartagena y tacaño, para no pagar el taxi, tira pata hacia el cerro. En el camino le da un patatús, un ataque cerebral que lo tuvo agónico. Entonces llegaron a Cartagena los poetas a tomar vino y a hablar huevadas mientras Javier Corales agoniza. Javier Corales aun estaba vivo, pero los poetas ya estaban vestidos de negro, los miserables, y hablaban mal de los últimos poemas del agónico Javier Corales. Se reían de su “epistemopoética”. “Epistemopoética”. Ja ja ja. (¡Poetas chuleaos!).
La historia del cuento se parece a la historia real cuando, en 1949, Vicente Huidobro sufre una hemiplejia en Cartagena y de inmediato llegaron a allí, un lote de gente, entre ellos los poetas Braulio Arenas, Eduardo Anguita y otro grupo de jóvenes escritores sin obra. Allí había entre ellos, dos enriques sin obra: Enrique Lihn de 20 años y Enrique Lafourcade de 22. Huidobro estaba vivo y de pronto estaba muerto.
El cizañero cuento de Lafourcade me recordó otro cuento que yo también leí con morrocotudo placer, «Jonas o el artista en el trabajo» del Nobel, Albert Camus, que se había publicado dos años antes en 1957, en la colección “El exilio y el reino”. Es la historia de Jonas, un joven pintor que conoce el éxito y se envuelve en el “aparato cultural del arte”: críticos cínicos, pintores envidiosos, mecenas y las historias con mujeres. El protagonista de este relato escribe Camus al final: “era como esos hombres que mueren solos, en su casa, en medio del sueño, y, llegada la mañana, el timbre del teléfono suena insistente, enfebrecido, en la casa desierta, sobre un cuerpo sordo para siempre.”
Me gustan esos dos cuentos.Tanto me gustaron esos cuentos de Lafourcade y de Camus, que yo hace muchos años atrás, (para que vean como son las cosas), escribí mi propia versión sobre el asunto del artista y sus miserias. Mi cuento también cizañero se llama “El poeta Chileno”, y está publicado en “Memorias de un chileno en Suecia” y que pueden también leer aquí . Es la historia de un taciturno joven poeta chileno que llega al Malmo, Suecia, cariacontecido porque otro poeta le había levantado su esposa y porque su librito recién autopublicado había sido un fracaso.
Para que vean no más.
La segunda obra de Lafourcade que yo admiro es su gran novela “La Fiesta del rey Acab”, (1959) sobre la muerte de un dictador.
Ahora me acuerdo que hay una tercera cosa que admiro de Lafourcade. Son sus crónicas dominicales en El Mercurio, siempre literarias, siempre filudas, siempre agudas, siempre cultas. Cizañeras, venenosas como tiene que ser la literatura.
El admirado, notable y mordaz escritor Enrique Lafourcade está retirado en Coquimbo.
Finalmente, no caeré aquí en la otra gran afectación sentimental de escritores de medio pelo, ese desagradable mal gusto de lloriquear porque a Enrique Lafourcade no le dieron el Premio Nacional de literatura.