26 - noviembre - 2024

Pedro Lemebel: Canción para un niño boliviano que nunca vio la mar


Y cómo te lo digo y con qué humedad de letras te lo cuento, chiquito llocalla, pelusita paceño que nunca estuvo frente al estruendo salado de la planicie oceánica. Cómo hacertelo ver, niñita imilla, en estas letras, si nunca fuiste testigo de esa música y sus olas crespas chasconeando el concierto de la bella mar. Cómo te lo digo, niño boliviano, cómo alargo la palabra m-a-r, y que ahorita zumbe en tus oídos como mil abejas moluscas, como millones de susurros que salpican tu carita aymara con su aliento materno-mar-tierno-mari-maternal.

Ésta es una carta dirigida a tus ojitos oblicuos que de mil maneras intentan imaginar ese gran charco azul que no es como te lo cuenta la profesora en el colegio describiendo la parte más extensa del Titicaca, esa zona donde el cielo se recuesta sobre las aguas verde musgo, donde no hay cerros, y el horizonte desaparece en esa lama esmeralda que, de alguna manera, también semeja un ojo de mar. Tampoco es similar a esa caricatura Disney que te muestran en la escuela boliviana, con peces de colores saltando por todos lados, con bañistas y quitasoles eternamente en vacaciones de verano, con arenas doradas y olas turquesas en un exceso de pedagógica idealización.

Cómo te lo explico, chiquito llocalla, mejor te cuento mi experiencia de niño cuando por primera vez me encontré con el milagro marino. Vivía con mi familia en Santiago, y como niño pobre tuve la experiencia recién a los cinco años. En mi población se organizaban paseos a la playa por el día en enero o febrero, íbamos en micros que contrataba la Junta de Vecinos o el Club Deportivo y cada familia se preparaba días antes para el acontecimiento. Recuerdo que la noche anterior los niños no dormíamos, exitados por las expectativas del paseo.

Mi madre en la cocina preparaba un pollo, hervía huevos duros, y zurcía los trajes de baño pasados de moda, desteñidos, con los elásticos sueltos por el uso familiar. Salíamos de madrugada en la micro vieja que siempre quedaba en pana en mitad del viaje. Y allí en la carretera eran horas que debíamos esperar al chofer que solucionara el desperfecto. Casi al mediodía recién cruzábamos la cordillera de la C osta, y entonces, antes de verlo, el mar nos llegaba en la brisa fresca y en ese olor a yodo que anunciaba la salada presencia. Y en un recodo, al doblar una curva, el dios de las aguas nos anegaba los ojos con su azulada inmensidad. Era tan fuerte la impresión, que no podía compararse con mil lagos ni con mil ríos ni siquiera con las cataratas de la inundación invernal. Hasta ese momento, nunca antes experimenté esa conmoción de inquieta eternidad, solamente la visión del cielo podía asemejarse a ese momento.

Era como tener el cielo derramado a mis infantiles pies. Era como ver al cielo al revés, un cielo vivo, bramando, aullando ecos de bestias submarinas. Un cielo líquido que se extendía como una sábana espumosa más allá, infinitamente lejos, hasta donde mis ojillos de niño pobre no podían llegar. El resto del día playero transcurría como una película vertiginosa; todo era correr, jugar, hacer castillos que desmoronaba la marea, mojarse el poto en el agua como témpano, comer pollo masticando arena, quemarse como jaibas para demostrar que fuimos a la costa. Todo era así, rápido como película de Chaplín y luego, cansados de tanto güeviar, regresábamos en la misma micro escuchando los quejidos de insolación que emitían los curados dormidos a pleno sol. En realidad, ese paseo poblacional era una tortura, un día agitado de maratónica playa. Aun así, pequeño niño boliviano, te puedo contar cómo conocí la gigante mar, y daría todo para que esta experiencia no te fuera ajena. Incluso, te regalo el metro marino que quizá me pertenece de esta larga culebra oceánica.

Tanta costa para que unos pocos y ociosos ricos se abaniquen con la propiedad de las aguas. Por eso, al escuchar el verso neopatriótico de algunos chilenos me da vergüenza, sobre todo cuando hablan del mar ganado por las armas. Sobre todo al oír la soberbia presidencial descalificando el sueño playero de un niño. Pero los presidentes pasan como las olas, y el dios de las aguas seguirá esperando en su eternidad tu mirada de llocalla triste para iluminarla un día con su relámpago azul.

En «Adiós mariquita linda» de Pedro Lemebel. Editorial Sudamericana, 2004

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